28/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (38/40): Laberinto


Quisiera entrar en el laberinto. La visión imponente de sus muros exteriores, que se advierten desde cualquier punto de la ciudad, me causan al mismo tiempo pavor y fascinación. Tan oscuro, una construcción terrorífica de un obsidiana mate. Inmensa. Más alta que cualquiera de los edificios de la ciudad. Más ancha que la vista. A sus pies helados no llega nunca el sol y se acumula la niebla. En su superficie se percibe solamente un hueco, una entrada de cinco metros de altura, que en su fachada rasa parece apenas una grieta.

Se presentaron una mañana, venidos de todas partes, un ejército colosal de albañiles. Cada uno conocía exclusivamente la parte del laberinto que debía construir, y tenía instrucciones precisas de cómo debía hacerlo. Cuando terminaba, debía marcharse. Tenían prohibido hablar con nadie, ni con nosotros, ni con otros albañiles. A veces pasaban vehículos de los supervisores. Ellos sí hablaban a los albañiles, para darles alguna indicación, pero su presencia era aún más fantasmagórica que la de aquellos. Con el tiempo, según iban terminado, su presencia fue cada vez menor. Igual que no debían hablar con nadie, tenían la obligación de emprender el camino de vuelta sin compañía de ningún tipo. Dicen que para mantener el secreto del laberinto aún más a salvo, dos asesinos esperaban a los lados del camino, acababan con la vida del albañil que volvía hacia su hogar, y su cuerpo era enterrado en las paredes del laberinto.

Nadie sabe quién fue el arquitecto de todo aquello. Parece una obra demasiado vasta para atribuirla a una sola mente. Sabemos que no ha sido nadie de la ciudad. Aquí solo contrataron su construcción y le dan uso. Quien no cumple las normas, es conducido a la entrada, y allí desaparece.

Muchas veces nos hemos asomado a la puerta. Desde allí vemos un pasadizo que lleva hasta un recodo, por donde desaparecen los condenados, y detrás nada más. Nadie se ha atrevido a pisar dentro del laberinto. Mucho menos a llegar hasta el recodo. A nadie que haya cruzado esa esquina se le ha vuelto a ver con vida.

Deseo ser el primero en hacerlo. El primero en asomarme hasta ese primer recodo, y después más allá. He leído que para escapar de un laberinto, bastaría con colocar la mano izquierda sobre la pared, y seguir caminando siempre sin separarla, hasta que se divise la salida. Sin embargo, imagino un laberinto que sea una columna, donde uno podría estar dando vueltas alrededor de ella sin tocar la salida. Eso sin contar con laberintos cuyas paredes se muevan. O con trampas. O con bestias.

He comprado cable de aleación. Bastante ligero y flexible, pero muy resistente a la tensión y a la cizalla. No me fío de la fragilidad de una cuerda. Una cadena sería demasiado pesada para transportarla en las manos. Quinientos metros de cable. En realidad son insuficientes para recorrer el laberinto, pero sirven para una primera incursión. Un saber a qué atenerme después.

Solo necesito algo seguro donde amarrar el cable. No quiero que me acompañen. Si voy al laberinto, debo hacerlo solo.

Nadie en la ciudad habla del laberinto. El terror que nos produce, con su omnipresencia hostil es palpable en todo momento. No hace falta incluirlo también en las conversaciones para que su efecto se sienta. Yo no le tengo menos miedo, ni me considero más valiente que el resto. Pero hay algo en el laberinto que me atrae irremediablemente. No es sólo el misterio, no es sólo la prohibición. No es la atracción de lo desconocido, o la necesidad de aventura. En el laberinto solo hay una puerta, la puerta por donde entran los condenados. No existe ningún otro tipo de acceso, ni respiradero. Y es eso, la existencia de un laberinto que tiene entrada, pero no salida. Esa inconsistencia. Ese disparate. Una obra tan magna basada en un contrasentido. No dejo de preguntármelo.

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