26/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (36/40): Enviar una carta


Mañana escribiré a Pablo. O pasado mañana. O más tarde. En cualquier caso, nunca será demasiado tarde.

Pablo y yo vivimos a unos ocho mil kilómetros de distancia. En tiempos donde gozamos de la posiblidad de mandar mensajes a tiempo real, nosotros nos escribimos a distancia real. La comunicación puede tardar meses en llegar desde un punto hasta el otro, como si efectivamente hubiese un mensajero parsimonioso llevando la carta a pie. De él hasta mí y viceversa. Con sus paradas necesarias, con sus tiempos para sentarse y admirar el paisaje, o dar una vuelta más de la necesaria, o quedarse unos días en un pueblo que le ha gustado especialmente.

Hay un paso que aprendí en un entrenamiento de danza butō, que consiste precisamente en dar un paso, un paso caminando. Un paso muy largo, no en distancia, sino en tiempo. La distancia es, de hecho, bastante corta, apenas algo más de la medida del pie. Debe ser tan duradero como se pueda. Un paso que dure un minuto, un paso que dure un día, un paso que dure un año. La única regla es que el pie no puede detenerse. En la dilatación infinitesimal está prohibida la pausa.

Pablo y yo escribimos desde dos perspectivas opuestas. Él es un magnífico analista del mundo en el que vivimos y publica artículos con una precisión esclarecedora. Yo no sé hablar de la realidad, la rompo y me invento mundos y ficciones. Y aun así, compartimos universales. Que esto pueda ocurrir a pesar de la oposición y la distancia, me hace recuperar cierta fe en la capacidad del entendimiento humano. O quizá, precisamente, lo que hace falta para entenderse es fe. O quizá, precisamente, distancia.

Envidio al mensajero que nos lleva las cartas. Quisiera ser yo el que camina pacientemente, perdiéndome voluntariamente en las rutas, dando rodeos para admirar el paisaje, o para saludar a alguien que vive en una ciudad a tan sólo unos pocos cientos de kilómetros, y ya que estamos aquí, por qué no ir a este otro lugar en el que hay un museo famoso, o una escultura, o el perfil de una montaña que es clavado a la cara de un dirigente político, y de allí internarse en cierto bosque a ver una cascada que ha mencionado alguien en el restaurante donde comía, que no sé si se refiere al bosque en el que estoy internándome o a otro, pero qué tenemos que perder.

Como si el auténtico mensaje que nos enviamos fuese "tenemos todo el tiempo del mundo", y no el contenido de la carta que porta. Quisiera acabar llegando a mi destino más por casualidad que por otra cosa, porque cuando uno da infinitos rodeos, necesariamente ha de pasar por todas partes. Y llegar a mi destino y decir "Oh, ¿es usted Pablo? Pues no se lo va a creer, pero llevo en este bolsillo, y desde hace tres años, una carta para usted".

Como si hubiese una seguridad universal en que la carta va a llegar al final a su destino, y no importa antes o después, porque el resultado va a ser el mismo. Y como la carta va a llegar inevitablemente, uno puede permitirse todos los rodeos y las florituras. Uno puede desentenderse de la carta, olvidarse de la carta y de la misión de entregarla, y sin embargo, estará siempre avanzando, incluso cuando retrocede, avanzando hacia el momento de entregarla. En una dilatación infinitesimal, como un paso de butō, sin detenerse nunca.

Tabajar en el opuesto absoluto de la urgencia. Elogiar la distancia. Construir la distancia como un nuevo valor. Si fuésemos inmortales, lo haríamos todo, o no haríamos nada.

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