8/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (28/40): La carretera


Mis perseguidores no estaban muy lejos de mí cuando llegué a la carretera. Me detuve en seco. Esa carretera no debía estar ahí. Esa maldita carretera. Tenía seis carriles, tres en cada dirección, y una pequeña mediana con algunas plantas, entre ellos. El silencio era absoluto. El sol pegaba con fuerza. Mis perseguidores se acercaban. Algunas plantas, casi arbóreas, invadían levemente la carretera, haciendo alguna mella en este o aquel carril.

Miré a ambos lados. El mismo erial parecía extenderse a izquierda y derecha. Corrí hacia la izquierda, siempre paralelo a la carretera, pero guardando una distancia prudencial con ella. El sol seguía golpeando. Poco después escuché un grito: mis perseguidores habían llegado a la carretera y se habían encontrado con el mismo problema que yo. No me cabía duda de que pronto continuarían con su caza; seguí corriendo.

En cierto momento, encontré una posible salvación. Un abeto reseco se erguía en mitad de la mediana. Proyectaba una sombra que casi cruzaba la carretera, a falta de medio metro. Me vi capaz de salvar esa distancia, y, en efecto, de un salto, lo logré. Caminé a lo largo de la sombra del abeto hacia la mediana. A mi lado la carretera ardía, pero en la sombra estaba seguro.

Desde la mediana no parecía haber una forma de cruzar al otro lado. Las plantas impedían a su vez el avanzar rápidamente a través de ella. Traté de ocultarme entre ellas lo mejor que pude, pero, sin éxito; mis perseguidores me descubrieron en cuanto pasaron por mi lado. Pero tuve suerte, el sol se había movido en ese tiempo lo suficiente como para que la sombra del abeto no fuese alcanzable desde la orilla de la carretera, ni siquiera con un gran salto. Ninguno de mis perseguidores fue tan estúpido como para aventurarse en la carretera a pleno sol.

Nos quedamos allí, mirándonos en silencio. Ellos a mí y yo a ellos. Cada uno a un lado de la carretera. Viendo cómo la sombra del abeto se movía lentamente, a lo largo de los tres carriles, hacia mí, hacia la mediana. Ninguno podíamos hacer mucho más que esperar en aquel momento. A mí me venía bien aquel descanso, pero intuía que a mis perseguidores también.

Con el tiempo, la sombra llegó a la mediana. Ellos sacaron unas tiras de cecina y empezaron a comérselas. Yo no tenía nada que llevarme a la boca, y mi estómago rugía. Las horas se hacían largas. Al menos yo seguía conservando la sombra del abeto. No quería imaginar cómo lo estarían pasando ellos, sentados bajo la sombra que podían improvisar con sus ropajes y bártulos. Empecé a dormitar levemente, sin caer rendido del todo. Me pareció que ellos hacían lo mismo.

La sombra del abeto cruzó la mediana y atravesó la carretera hasta el lado contrario. Caminé sobre ella del mismo modo que había hecho antes, y, de otro salto, llegué a la otra orilla. Corrí alejándome de la carretera todo lo que pude. La maldita carretera. La maldita carretera me había hecho perder todo el día, pero a cambio me había alejado de mis perseguidores. Había ganado tiempo, algo de ventaja. Un par de horas quizá. Hasta que la noche cayese sobre la carretera, y mis perseguidores emprendiesen de nuevo su caza.

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