9/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (29/40): Alimentar a la bestia


El ascensor asciende hasta mi piso lenta y quejumbrosamente, con un chirrido lastimero. Abre sus puertas con un deje de melancolía y cansancio. Me mira con los ojos hinchados, grises y suplicantes. No hace falta ser un lince: hoy el ascensor no ha comido. Puede que incluso lleve varios días sin hacerlo. Dejo caer por el hueco entre el ascensor y el rellano unos tickets de la compra que tenía en el bolsillo. Él los engulle agradecido, pero sé que no es suficiente. Me prometo llevarle una barra de pan completa a la vuelta.

Empezó cuando yo era niño. Cuando usaba el ascensor (y me acordaba) solía dejar caer algo por ese hueco entre él y el rellano para darle algo de comer. En agradecimiento por hacer el enorme esfuerzo por subirme a mí y a mis cosas, y además para que tuviese la energía necesaria para hacerlo.

Y poco a poco el ascensor se fue acostumbrando a ello. Si no le alimentaba, me subía de una forma más renqueante, como si de repente le costase un esfuerzo indecible realizar la misma tarea que llevaba años realizando sin recibir ninguna recompensa a cambio. Poco a poco, también empezó a hacerlo con los vecinos. Llamaron al técnico numerosas veces, pero mientras él estuviese presente, el ascensor funcionaba perfectamente, haciendo quedar al resto de vecinos como estúpidos. Finalmente, en una junta vecinal, me decidí a contarles toda la verdad, y a explicarles la necesidad de alimentar regularmente al ascensor para que siguiese funcionando como antes. Me tomaron por idiota.

Me vi entonces con la secreta misión de alimentar al ascensor incluso cuando no lo usaba, y cuidar su salud. Me preocupaba por él, aunque también me parecía que se estaba volviendo demasiado exigente y malcriado; y que la cuestión sobre su alimentación era más un tema de capricho que de supervivencia. Por otro lado, me daba miedo que, ahora que les había contado la verdad, si el ascensor seguía fallando, los vecinos la tomasen conmigo a falta de un mejor culpable.

La voracidad del ascensor siguió en aumento. Ya no le valía con papeles o restos de basura. Ahora quería alimentos, pan, dulces, chocolate. Más de un vecino estuvo a punto de pillarme mientras trataba de hacer que un pedazo de bizcocho entrase por el hueco. Después de alimentarle, se mostraba agradecido y me subía y bajaba a velocidad de vértigo, hacía cambios de ritmo, simulaciones de caída libre... todo para entretenerme y complacerme.

Hasta que, con el tiempo, dejó también de mostrarse agradecido conmigo, y exigía cada vez más. Ninguna comida le parecía suficiente. Devoraba lo que yo le ofrecía, pero después seguía con la misma actitud dejada y cansada. Si acaso, como única muestra de que había recibido mi ofrenda, me llegaba un pequeño eructo desde lo más profundo del sótano. El ascensor se estaba aprovechando de mí. Era mi deber ponerle a dieta.

Pasé semanas sin darle ningún tipo de alimento. Nada. Me volví inmune a los borborigmos que hacía cada vez que pasaba por su lado. Usé siempre las escaleras, para evitar la tentación si me subía a él. Y no pregunté a ningún vecino por su funcionamiento, para que la lástima no me hiciese ir corriendo a socorrerle. Una tarde, desde mi casa escuché un grito. Parecía la voz de mi vecina. Cuando salí al rellano, me encontré, frente a la puerta del ascensor unos zapatos de señora, un bolso, un paraguas. Pero ni rastro de mi vecina. El ascensor me miraba desafiante, orgulloso, imponente, pleno.

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