13/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (31/40): Mi cuerpo


La separación entre cuerpo y mente ha sido un axioma de cualquier filosofía europea desde hace milenios. Sin embargo, ese axioma nunca caló profundamente en Atlán, porque Atlán no está propiamente dicho en Europa, sino justo debajo de Europa. Una cueva, situada en algún lugar a los pies de los Alpes, lleva a un laberinto de galerías, una de las cuales terminará, tras varios días de camino, desembocando en Atlán.

La ciudad subterránea había sido olvidada desde los tiempos antiguos. Al igual que Europa, se había ido expandiendo, siempre hacia lo ancho, y había desarrollado su propia historia paralela. En ningún momento Europa miró hacia abajo, y desde Atlán nunca se miró hacia arriba. Eran tan pocos los viajeros que iban de un lugar al otro, que el reino de la superficie resultaba tan mítico a ojos de los atlantes como Atlán podía serlo para el resto del mundo.

Aun así, ni la falta de comunicación, ni la ignorancia mutua en la que se tenían los de arriba y los de abajo, fueron una barrera lo suficientemente sólida como para frenar un fenómeno tan radicalmente expansivo como el cristianismo. En Atlán estaban prácticamente aislados de toda la cultura occidental, pero eso no les impedía ser cristianos.

Conocí esta historia a través de un seminarista atlante que había decidido viajar fuera de su tierra por un tiempo, antes de ordenarse sacerdote. Salir de Atlán no estaba explícitamente prohibido, pero era algo peligroso. Resultaba fácil perderse en las galerías de cuevas subterráneas, y aún lo era más extraviarse en la superficie. Más veces que menos, marcharse significaba no volver. Viajar se había convertido en una costumbre desaconsejada para cualquier atlante, y, como ocurre con la mayoría de estas costumbres, en cualquier cultura del mundo, quien rompe un dogma, por mucho que este sea autoimpuesto, termina convirtiéndose en una especie de proscrito.

Cuando encontré al seminarista, él ya se encontraba en una espantada carrera de vuelta a casa. Dijo haber durado pocas semanas aquí, y que huía horrorizado por las costumbres que había visto en la superficie. Contrariamente a lo que imaginé en un primer momento, no fueron cosas como la luz del sol, o que en vez de una bóveda de piedra, se encontrase con un techo azul que parecía no tener fin. Su mayor desentendimiento con nuestra cultura fue, precisamente, la religión.

En su verborrea indignada, entendí que le resultaba aberrante el puritanismo cristiano, que para él debía ser prácticamente herético. Si el gran dogma es que Dios es amor, se preguntaba, ¿por qué aquí los religiosos renunciaban al amor carnal, incluso predicaban contra él? ¿Cómo se puede amar sólo con la mente, prescindiendo del cuerpo? Para el seminarista, la pregunta era casi más filosófica que teológica. Sencillamente no había lugar. Incluso le había dado la impresión de que también ponían límites al amor imaginado, a la ilusión del amor, al amor secreto y cualquier otra forma de amar, aunque no se exteriorizase de ninguna forma.

En la superficie, la gente había abandonado el gran regalo divino de amarse los unos a los otros, o lo habían diluido, quedándose con formas espurias de amor, amores mutilados. Cada vez que hablaba de una forma más elevada de amor, ellos lo tachaban de lujuria, obscenidad y concupiscencia. Más de una vez tuvo que salir huyendo ante la amenaza de una turba que quería darle una paliza, sólo porque en mitad de una conversación, se le había ocurrido acariciarle la cara a su interlocutor.

El amor es lo único que jamás podrá sobrar en el mundo, por eso es un don divino. El amor es aquello que nunca damos demasiado. Nadie gana siendo avaro con unas riquezas que no se gastan, y que, más aún, aumentan cuanto más se prodigan. En Atlán nadie ama a otro en secreto. Por eso en Atlán todos los hombres y mujeres pueden amarse cuando y donde quieran, con la confianza de que es mutuo y que están cumpliendo con los mandatos divinos. En la superficie, demostrar amor públicamente solía acarrear una condena en nombre del mismo Dios que dijo "amaos los unos a los otros".

Todo esto no me lo decía con enfado, sino con la lástima de alguien que da por perdido algo que le era querido. Le pedí que me explicase cómo eran allí las eucaristías. Me lo explicó mientras se ponía en pie, dispuesto a marcharse definitivamente de aquí y no volver jamás. Sus misas eran un festín donde cuerpos y almas se fundían y se devoraban mutuamente. Cada ocasión era elegido un feligrés distinto para ser el centro de la ceremonia, y que se entregase con su cuerpo, mientras que los demás le rodeaban y le usaban para darse y darle placer. Piel con piel, bocas y aliento. Dejarse ir, dejarse llevar. Compartirse. Todo acto de amor estaba permitido. Y aquél era un amor sagrado. Cada beso, cada mordisco en la piel, cada vello erizado eran ritualizados. Nada había más puro, más consagrado, más pío, que el acto de colocar unos labios sobre el cuerpo que allí se ofrecía. Era la mismísma palabra de Dios, cuando el Verbo se hizo Carne. Y era la encarnación de las palabras que Jesús nos dejó: tomad y comed todos de él, porque este es mi cuerpo.



0 comentarios:

Publicar un comentario