3/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (23/40): Habría que construir paredes


La ciudad bullía a las doce del mediodía. Un sinfín de personas se desplazaban a pie de un lugar a otro. Con la cabeza inclinada hacia delante, señal de que tenían mucha prisa. Yo acababa de llegar allí, con mi maleta azul en la mano, y estaba detenido junto a la plaza. Mirando, sencillamente. Observaba a los transeúntes que pasaban, que atravesaban el mobiliario urbano, o se atravesaban los unos a los otros. Aparecían y desaparecían, ocupadísimos en sus quehaceres, flotando tan rápido como podían. Sólo uno de ellos se detuvo y me miró, con el rostro recio de desagrado. Un hombre mayor, con bigote poblado. Le mantuve la mirada unos segundos, luego pregunté ¿tú también eres un fantasma? Me miró de arriba a abajo, enfatizando aún más su cara de desprecio. Escupió a mis pies y se desvaneció.

Me habían advertido antes de la enorme impresión que producía el ver cómo los fantasmas en esta ciudad campaban a sus anchas, del escalofrío que te recorría al ver cómo una mano se deslizaba por dentro de otro cuerpo sin que ninguno de los dos notase nada, del horror que suponía el sentir a la muerte siendo indiferente a sí misma. Pero no era lo mismo conocerlo que verlo con mis propios ojos. La comprensión es un privilegio exclusivo de la experiencia.

Seguí deambulando por la ciudad. Sabía que no era la única persona viva allí, pero no encontraba a ningún otro. Si me crucé con alguno, no lo reconocí. Los fantasmas seguían circulando, con su ritmo ajetreado, pero hábilmente evitaban cruzarse conmigo, y mucho más atravesarme. A veces me llegaba el eco de unas voces. Das vergüenza. No necesitamos turistas. Paredes, habría que construir miles de paredes para que la gente de carne no pudiese entrar aquí. Vuelve por donde has venido.

Yo estaba de paso, pero igualmente no era bienvenido allí, por las razones que fuesen. Quise hablar con ellos, pero ninguno me prestaba atención. Aparecían, se desaparecían, ponían caras macabras. Las voces sonaban en mi oído como un eco, sin un cuerpo que las articulase. De cuando en cuando, creía volver a ver al tipo que se me había quedado mirando, con sus largos bigotes, detrás de mí, o esperándome al fondo de una calle. Pero si trataba de acercarme, volvía a desvanecerse.

Nadie nunca me había advertido de lo desagradables que eran los fantasmas con aquellos que no estábamos muertos aún. Cómo la muerte era tan macabra hasta el punto de permitirse el lujo de execrar la vida mientras no tuviese planeado llevársela. En ningún lugar me había sentido tan extranjero como allí. Toda la ciudad parecía cerrarse a mi presencia. El hombre de los bigotes apareció de nuevo y, esta vez, se sentó a mi lado, levitando en silencio.

- Allí de donde yo vengo, los fantasmas suelen estar por debajo de los vivos. Más que eso, envidian lo que somos. Jamás nos tratarían sin respeto. Se esconden de nosotros, y pocos hay que se atrevan a salir ante nuestra presencia.

- Pues qué estúpidos son allí. Los muertos somos más, muchos más, y llevamos aquí desde más tiempo. No sé por qué en tu tierra se esconden. Valemos mucho más que cualquier mierda de carne y hueso.

- Quizá es porque allí enterramos a los muertos, entienden desde el principio que su sitio es un poco por debajo de nosotros.

- Quizá... Pero aquí no os atreveríais a hacerlo. Aquí sabemos lo que valemos. Un trozo de carne no nos dura ni medio asalto, los vivos sois frágiles y perecederos.

- ¿Y no tenéis miedo? De que después de tratar mal a tanto vivo, alguno dedique su vida de fantasma a vengarse, cuando estéis en igualdad de condiciones.

- Qué idiota eres. Espero que la muerte te llegue con dolor. A ver si así espabilas un poco.



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