23/10/23

Adaptación de milagros (Contar la Ribadera)

0 comentarios

 

Pude intuir el incendio desde mi habitación. Al despertarme, una sensación extraña en el aire. Miedo, saltar de la cama y asomarme a la ventana. En la lejanía se alzaba un humo denso que subía arrebolado más arriba de lo más alto de la montaña, haciendo que esta pareciese más imponente de lo que ya era. Si me quedaba  por unos minutos mirando hacia los árboles, podía distinguir los ocasionales destellos rojizos de una llamarada. El fuego aún estaba lejos, pero si nadie hacía nada, iría avanzando, quemaría toda la montaña, descendería por el valle, y finalmente llegaría hasta nosotros, a La Ribadera.

Corrí a la calle. El resto de vecinos hacía lo propio, salían de sus casas señalando al cielo. Hablábamos unos con otros. La urgencia se transmitía en las palabras y en los gestos. Se formaban grupos, mirábamos intermitentemente a la nube de humo, nos revolvíamos como hormigas cuando se pisa un hormiguero. Más y más personas salían de sus casas, hablando a gritos con incredulidad. La alarma se contagiaba de una vivienda a otra. Pronto todo el pueblo había entendido que aquello era un asunto de vida o muerte y que nuestra supervivencia estaba ligada a la del bosque de la montaña. En palabras del alcalde, “No podía imaginarse un asunto de mayor urgencia”. De boca en boca se repitió lo imperativo de hacer algo cuanto antes, se insistió en la necesidad de recordar cada uno nuestro propio papel, se lanzaron arengas, toda la ciudad en pie al grito de el pueblo unido contra las llamas.

Dos horas después, ataviado con una mochila, una cantimplora y una pala, yo era la única persona en el camino que salía del pueblo. Nadie vino ni siquiera a despedirme o a desearme buena suerte. Todos los que en la mañana apretaban los dientes con espanto, habían vuelto ahora a sus asuntos, que, por supuesto, también eran importantes. El deseo de que el fuego se extinguiese bullía en sus corazones, no así en sus manos. Comencé a caminar en solitario, hacia el norte, por el camino ascendente de las jaras. Como una antítesis de Prometeo, me encomendé a la tarea de quitarle el fuego a los hombres.

Aunque el incendio podía verse en línea recta, entre la montaña y hacia el cielo; era imposible acceder a aquel lugar directamente. Para llegar hasta él había que sortear una zona de riscos, haciendo una horquilla de varios kilómetros para ascender por la ladera oriental, que era la única practicable.

Caminé varias horas. El calor aumentaba con la hora del día. La senda avanzaba en eses y pequeñas subidas y bajadas. Las hayas, que en los alrededores de La Ribadera eran escasas, se encontraban cada vez en mayor número. Agradecí la sombra que daban. Los matojos y las altabacas invadían el camino, por ser este poco transitado. Había segmentos en los que la vegetación lo borraba completamente y me obligaba a caminar a ciegas durante un trecho. Siempre lograba volver a encontrar la vía sin dar mucho rodeo.

En uno de los repechos encontré algunas casas y edificios de piedra, ruinosos y comidos por la hiedra y los matorrales. De la mayoría de ellos no quedaba más que algunas rocas desperdigadas, como indicio de lo que, en algún momento, debió ser su planta. El único que se mantenía corpóreo y en pie era el que otrora había sido el ayuntamiento. Una estructura regia y cuadrangular de piedra, ahora casi por completo verde, por las plantas y los líquenes que trepaban hasta su techo de teja.

En tiempos, aquel pueblo había estado hermanado con La Ribadera, y era vía de acceso para nosotros a todo lo que había más allá de la montaña. Ahora era una ciudad que carecía de nombre, y hacía mucho que no quedaba nadie vivo que pudiese recordarlo. Hace muchos años, el lugar había recibido el acoso de un grupo de bandidos, capitaneados por el Quejigo, figura funestamente célebre en lo que se refiere a la historia de los bandoleros en nuestro país. Al principio, la banda hacía pequeñas escaramuzas en el pueblo, en las que se quedaban con tantos bienes como podían, para después volver a su guarida en las montañas. Después fueron invadiendo algunas de las casas, echando a sus ocupantes y utilizando el espacio como almacén de armas y víveres. Marcaban la puerta con un triángulo grabado a cuchillo sobre el marco, sabiendo que a partir de ese momento ninguno de los lugareños sería tan osado como para entrar allí, mucho menos para poner las manos sobre sus pertenencias. Poco a poco fueron ocupando más y más edificios, echando violentamente a los ocupantes de sus casas y quedándose con lo que había en ellas. Cada vez pasaban los bandidos más tiempo en el pueblo, y cada vez eran mayores sus abusos, dado que no encontraban una oposición propiamente dicha. Los habitantes fueron huyendo, hasta que cinco meses después lo hizo el último de ellos, herido en el orgullo por la capitulación de aquel lugar, que fue ocupado por los bandidos como propio, y que en ese mismo instante perdió su nombre para siempre.

Algunos de los exiliados vinieron a La Ribadera, pero la mayoría de ellos se fueron al norte, al otro lado de la montaña, a Castaredena o a Figuelse. En aquellos tiempos, esta comarca aún gozaba de una cierta importancia y reconocimiento en el país, y más aún las localidades al norte de la montaña. Hay quien dice que gracias a este reconocimiento nacional, hay quien dice que gracias a la injerencia de uno de los exiliados que contaba con el favor de un ministro, se logró llamar la atención de la capital. Desde allí enviaron todo un destacamento del ejército para poner fin a la amenaza.

Cualquiera hubiera pensado que la presencia de un contingente militar habría sido obstáculo suficiente para expulsar a unos bandidos que no tenían raíces en ese pueblo, y que habrían preferido emigrar a lugares menos vigilados. Pero El Quejigo no era cualquier bandido, y, lejos de amedrentarse, ordenó a los suyos atrincherarse en el ayuntamiento, dispuestos a defenderse con uñas y dientes. Los bandidos eran menos, peor armados, y apenas tenían caballos, pero contaban con la ventaja que les proporcionaba el terreno y los edificios, y muchos años a sus espaldas de escaramuzas en las montañas. Lograron hacer retroceder el primer envite de los sorprendidos militares con cierta facilidad. Aquella noche celebraron y brindaron con licor de cardo.

Los soldados no disponían de artillería, que era difícil de maniobrar en un terreno tan escarpado, pero sí contaban con un teniente avispado, y con un sentido de la estrategia tan vasto como su paciencia. A fin de evitar un derramamiento de sangre seguro entre sus filas, decidió renunciar a cualquier tentativa de ataque directo, sitiar el lugar, y esperar a que los propios bandidos se rindiesen. El asedio duró varias semanas. El Quejigo también era un gran estratega, y su banda estaba mejor aprovisionada de lo que el general había previsto. El ejército, por su parte, contaba con el apoyo de los habitantes de la zona, que les surtían diariamente con empanadas de legumbres y vino peleón. La mayoría de los proveedores eran habitantes de la Rivadera, que temían ser los siguientes en ser atacados si los bandidos no recibían un castigo ejemplar. Los exiliados, por su parte, daban la causa más bien por perdida, y prefirieron enfocarse en crear su nueva vida en el hogar que les había acogido, en vez de malgastar sus recursos.

La rutina del antiguo pueblo se convirtió en una serie de pequeñas batallas en sus calles, en las que los bandidos hacían tentativas de mellar las defensas para huir del sitio, y los soldados contrarrestaban. Más que ataques propiamente dichos, aquello eran provocaciones, distracciones, la búsqueda de un error o un punto débil en el enemigo.

Los combatientes de ambos bandos trabajaban diariamente en sus defensas, y para ello arrancaban piedras, tablones de madera, y muebles de las casas para construir barricadas y parapetos, que eran continuamente destruidos en los ataques, y sus restos se usaban en nuevas defensas, avanzando o retrocediendo el frente de batalla unos pequeños pasos aquí o allá. Solo el ayuntamiento seguía en pie, reconvertido en el centro de operaciones del Quejigo, que se jactaba de ser el nuevo alcalde de ese emplazamiento, y el único elegido por el cien por cien de los habitantes.

Las reyertas se fueron convirtiendo casi en una costumbre, sin que ninguno de los bandos consiguiese superar al otro. Aumentando el odio y disminuyendo la moral en los combatientes. Cuando algo parecido a la rutina empezó a instalarse en el campo de batalla, fue cuando los alimentos de los bandidos empezaron a escasear. El Quejigo reunió a todos sus hombres, para informarles que aquella misma noche darían en todo por el todo. Bebieron las últimas existencias de licor de cardo, brindaron por la muerte. Pasada la medianoche se lanzaron a la batalla en un ataque sorpresa, convencidos de que, dado que si se rendían ahora, serían ahorcados igualmente, por qué no pugnar por ser uno de los pocos afortunados supervivientes. El Quejigo, además de la vida, se jugaba su reputación como uno de los bandidos más fieros de la historia del país, y había decidido que, si esa noche le tocaba ir al infierno, bien valía hacerlo por la puerta grande.

Los bandidos cargaron con un salvajismo desproporcionado contra las defensas del lado oeste. Con las caras pintadas, gritos terroríficos y mechas encendidas, formando una visión monstruosa. Los soldados estaban desprevenidos, pero pese a la conmoción del ataque, lograron organizar la respuesta antes de que nadie escapase del sitio. La batalla se desarrolló a oscuras y en un terrible caos, y terminó convirtiéndose en la carnicería que el joven teniente había tratado de evitar desde el principio. Él mismo no vivió para contemplar todas las consecuencias de la hecatombe, y su nombre, al contrario del del Quejigo, ha sido olvidado de la historia. Así son las cosas de los hombres.

Dicen que aquella noche el sonido de los alaridos llegaba hasta La Ribadera, como si los estuviesen profiriendo en los propios oídos de los lugareños, que ambos bandos se vieron obligados a cometer el sacrilegio de de degollar a sus enemigos en la mismísima iglesia, y que hasta los techos habían quedado salpicados de sangre, para después ser derrumbados por las explosiones. Al final, apenas una tercera parte de los soldados que habían llegado en un principio, volvía a sus casas; heridos y desmoralizados, a pesar de haber ganado la batalla, irse de allí sin dejar a ni uno solo de esos hijos de puta con vida y haber terminado para siempre con el linaje del Quejigo. El lugar fue señalado como maldito, y pasaron décadas antes de que nadie se atreviese a poner un pie por allí.

Decidí sentarme durante unos minutos. Cerré los ojos. Quizá el viento me trajese voces del pasado, voces que se habían quedado arraigadas por el dolor de esa tierra. No logré escuchar nada. Sin embargo, mi cuerpo se sentía inquieto allí. Cuántos cuerpos habrían caído muertos sobre la piedra en la que yo estaba sentado. Cuánto del polvo del suelo era sangre seca. Aquel era un lugar donde enemigos se habían masacrado en gran número. Unos contra otros. Yo tenía un único enemigo, el fuego. Y estaba solo contra él. Comí un puñado de nueces, que abrí golpeando con una de las piedras del suelo. Después me puse en pie y seguí caminando.

Fue mucho tiempo después de los tiempos del Quejigo. No sé cuántos años, pero desde luego ya había terminado la guerra civil, que otro grupo de bandidos llegó a la zona. Eran mucho menos numerosos que el grupo del Quejigo, pero quizá en honor a este, se instalaron en las ruinas del ayuntamiento. Al principio los lugareños pensaban que eran guerrilleros, de los que aún hacían oposición a los sublevados de la Guerra en las montañas, pero pronto se hizo evidente que los recién llegados estaban más interesados en el robo que en ningún tipo de actividad política, que que no les importaba asaltar a personas que hubiesen pertenecido a uno u otro bando, y que incluso el líder quiso adoptar el nombre del Quejigo, como si por derecho fuese heredero suyo. Con esa misma idea, reconstruyeron el ayuntamiento para hacerlo habitable, pero no hicieron lo propio con el resto de edificios, por ser ellos demasiado pocos, y la destrucción demasiado grande.

Para entonces ya no había contingentes militares que pudiesen acudir en socorro de los aldeanos. La posguerra y la hambruna habían mermado los recursos del país en general y de la milicia en particular. La importancia de nuestra comarca había decaído enormemente a estas alturas de la historia, y nadie iba a enviar un contingente de legionarios muertos de hambre a una región de muertos de hambre para echar a unos bandidos sin importancia, cuando bandidos los había en todas partes. La Ribadera tuvo que aguantar los ataques durante varios años. Resistiendo en silencio. Estoicamente. Sin encontrar la manera de levantar la cabeza y salir hacia delante. Del mismo modo que un cuerpo enfermo ha de resistir al parásito que le daña, e incluso trabajar el doble para alimentar ambas vidas a su pesar, así debía trabajar La Ribadera por sobrevivir a la presencia de los bandidos.

La ayuda, finalmente, no vino desde el poder político, sino desde el mismísimo cielo. Una  noche de lluvia torrencial, en un mes de octubre que ya llevaba varias tormentas encadenadas, hubo un enorme corrimiento de tierra, que arrasó el paso central de la montaña y lo dejó inservible para siempre. Donde antes había un camino, ahora se abría un acantilado. A partir de entonces, quien quisiera atravesar la montaña, tendría que hacerlo por el largo sendero de la ladera este, que yo acababa de subir. El rodeo era lo suficientemente largo y penoso como para que hasta los propios bandidos considerasen que el viaje no merecía la recompensa que obtenían por sus fechorías, y decidiesen, un buen día, marcharse a tierras más prósperas que les permitiesen ejercer sus artes con mayor comodidad.

Aquella tormenta, y el posterior derrumbe y cierre de la vía, fueron elevados inmediatamente a la categoría de milagro. Hubo celebraciones, misas extraordinarias, sacaron a la virgen en procesión durante varios días seguidos. Las personalidades ilustres de La Ribadera iniciaron los trámites para lograr que canonizasen a don Ignacio, el cura del pueblo, por haber intercedido en la salvación de todos los conciudadanos. Mandaron cartas y regalos a la diócesis. Uno de los grandes de la villa presumía de estar haciendo grandes avances con cierto cardenal que, según se jactaba, era un gran amigo de la infancia y que le había prometido que el mismísimo Papa había manifestado un gran interés por el asunto, en una de las misivas que se habían intercambiado.

Pero menos de una semana después, las hagiográficas intenciones se tornaron de vuelta. Corrió la voz de que, al día siguiente del aterro, don Ignacio había blasfemado con la frase: “Es que ahora nos hemos quedado donde Cristo perdió el mechero”. La queja no era baladí. En efecto, el pueblo se había librado de la amenaza de los bandidos, pero a cambio se había sumido en un aislamiento profundo, del que a día de hoy, todavía no ha escapado. La expresión provocó un enfado mayúsculo a todo el mundo, dicen las malas lenguas que no tanto por la expresión en sí, sino porque todos ellos sabían en el fondo que el buen cura tenía razón. En cualquier caso, aquellas no eran palabras que pudiese proferir ningún representante de Dios en la tierra. Las personalidades que tan alegremente habían promovido la canonización, comenzaron a presionar al arzobispo para que excomulgase, o al menos destituyese, a ese tal Ignacio.

El arzobispo, a cuyos oídos ya había llegado la noticia de lo difícil e incómodo que se había vuelto el acceder a nuestro pueblo, evitó ir en persona a examinar los hechos, alegando un estado de salud delicado, y la destitución del cura tuvo que hacerse efectiva por carta. Carta que, por cierto, nunca llegó a su destino.

En cualquier caso, las palabras de don Ignacio fueron proféticas, pues desde entonces La Ribadera quedó tan aislada del resto del mundo, que ya no hubo ningún viajero, ni explorador, ni peregrino, ni migrante que recorriese el camino de la ladera de la montaña, si no era para marcharse de nuestro pueblo definitivamente y por siempre.

Quizá yo era el primero desde entonces que lo atravesaba con la intención sincera de volver. Aunque para eso, antes tenía que derrotar a un incendio. Asegurar que existiese un lugar al que regresar. Por mi parte, no tenía un gran interés en el mundo de más allá. Creo que era algo común a los que nos habíamos quedado en La Ribadera, pues de otro modo, nos habríamos ido. Puede que elegir quedarnos sea nostalgia y amor a nuestras raíces, o puede que sea falta de realidad, falta de perspectiva en el mundo. Algo de aquello debería haber, porque ahora que el incendio había aparecido, nadie se había parado a pensar en sus posibles fatales consecuencias. Por primera vez, vi una distancia entre ellos, que ignoraban la amenaza como si no existiese, y yo, el único que había decidido subir a la montaña.

Al terminar la rampa, me encontré la caseta del teleférico. Aún a medias, con los bordes corroídos y oxidados, y el musgo habitando en los huecos; porque nunca llegó a terminarse. De haberlo hecho, habría servido como vehículo para atravesar la montaña y escapar de nuestro aislamiento. Pero el proyecto había sido un fracaso desde antes incluso de ponerse en marcha. La coordinación era inexistente, los distintos organismos no conseguían ponerse de acuerdo; la ayuda y los materiales que tenían que llegar desde fuera nunca llegaron; y lo que se tenía que planificar desde dentro, sufría constantes cambios y no se asentaba. Todos dicen que ese fracaso es lo mejor que nos podía haber pasado, y que el teleférico habría acabado con La Ribadera tal y como la conocemos.

Desde aquí, en línea recta hacia abajo, se atisbaba el pueblo. Mi gente. Pensé en lanzarles un grito, pero a esta distancia no me escucharían, mucho menos podrían verme. Mi gente. Amaba La Ribadera con todas mis fuerzas. Yo soy de los que eligieron quedarse, y lo elegiré siempre. Por primera vez, allí solo, me sentí como un extranjero en mi propio pueblo. Seguí caminando.

Tengo un vago recuerdo de mi infancia en el que a todos los niños se nos encomendó la tarea de trenzar cables de acero, unos con otros, para la construcción del teleférico. Una mañana Don Cándido terminó su clase un poco antes y dio paso a dos hombres del taller, que traían cada uno dos espuertas llenas de cable enrollado. Nos enseñaron a trenzarlos, y cómo de aquella manera, esos cables finitos iban conformando uno más grueso. Después, estos nuevos cables los trenzarían ellos en el taller para hacer uno aún más gordo. Nos mostraron la forma correcta de hacerlo, los posibles errores que no debíamos cometer. Nos explicaron cómo nuestra labor era parte fundamental de la estructura del teleférico.

A partir de entonces, todos los días al salir de lo de Don Cándido nos íbamos al solar que había junto al taller a trenzar los cables. Nos ponían por parejas, y pasábamos toda la tarde; a ratos sujetando los cables, al rato pasándolos entre nuestros dedos con cada vez más habilidad. Organizábamos pequeñas competiciones por ver quién lo hacía más rápido. Solíamos cantar canciones mientras trabajábamos. A veces las de toda la vida, y a veces cambiábamos algunas letras para adaptarlas a nuestra nueva labor, aunque manteníamos la melodía. Para la merienda nos traían siempre tortas de calabaza y anís. Las cocinaba la señora Marta. La recibíamos con jolgorio cuando llegaba con la olla caliente, recubierta de paños humeantes y con  las tortas dentro. Trenzar me gustaba mucho, era como estar en la escuela, pero nos permitían hablar unos con otros, y levantarnos, y estar más a nuestra bola. Además era algo que se me daba mejor que a la mayoría, al contrario que los estudios. Aprovechábamos toda la luz de la tarde, y ya cuando oscurecía nos mandaban a casa a hacer los deberes.

Había cierta algarabía también entre los adultos. La emoción de la anticipación. Todos volcados en fabricar un futuro mejor. Un buen día, sin embargo, cuando llegamos al solar, uno de los obreros que había venido a nuestra clase el primer día nos hizo un mohín de hastío y nos dijo que no era necesario trenzar más cable y que volviésemos a nuestra casa.  Los adultos repetían que el teleférico habría sido en realidad una estafa, una pérdida de tiempo en base a ciertos intereses. Allá quedaron los cables de acero, trenzados o sin trenzar amontonados en el solar detrás de una tapia, y con el tiempo se oxidaron y crecieron zarzas entre ellos, zarzas que tenían todas las hojas pardas.

Llego hasta el incendio. Me acerco lentamente, como si fuese un animal peligroso. Me acerco tanto, que noto el calor de las llamas, ardiendo en mis mejillas aun a muchos metros de distancia. Me siento sobrepasado. El fuego es más grande que La Ribadera entera. Yo solo no podré extinguirlo. Entre todos los vecinos del pueblo, actuando al unísono no habríamos podido extinguirlo. Quizá tenían razón en no venir aquí. He pecado de orgullo. Quizá la única solución posible sea esperar un nuevo milagro. Tener fe o perecer. No podemos extinguir el incendio, no podemos cruzar al otro lado de la montaña.

No soy más que un hombre iluso de una pequeña villa. Por no hacer como todos los demás, moriré solo. Por segunda vez me veo fuera de lugar también entre los míos. Ahora temo que toda nuestra historia, la importancia que un día tuvimos, desaparezca con nosotros. Todo lo que podemos contar, que no puede contar nadie sino nosotros. Acaso no haya nadie al otro lado de la montaña que nos recuerde ya.

Tomo mi pala y empiezo a cavar. Arranco matojos. Tiro de las raíces de los árboles, hago palanca con el mango y trato de derribarlos. Cavo una zanja, y uso la tierra también como barricada. Me afano en hacer un cortafuegos, uno de al menos tres o cuatro metros de ancho, antes de que el fuego llegue. Arraso una línea de bosque para defender el bosque. Como una bestia acorralada, sin pensar siquiera. Pero cómo no va a ser el incendio más rápido que yo. Cuando alcance la caseta del teleférico, el fuego podrá bajar por el acantilado y yo no. Y llegará a La Ribadera en forma de bola llameante, como un caballo desbocado, contra el que nadie podrá hacer nada.

Entonces lo veo. Saliendo entre los árboles, una figura vestida con un extraño traje amarillento, que refleja las llamas en ráfagas irisadas. Avanza hacia mí pesadamente. Se quita un casco cilíndrico de la cabeza y descubro que hay un hombre debajo, que me examina con curiosidad. Aparecen nuevas figuras detrás de él. Se mueven despacio, no parecen sentir la incandescencia que les rodea. Algunas de ellas extienden sus brazos y expulsan chorros de agua por sus manos. El incendio se va extinguiendo. Estos hombres extraños van ganando la batalla. El que se ha quitado la máscara me extiende una mano.

¿Eres del pueblo de abajo? ¿Estás solo?

No le devuelvo el saludo. Desconfío de esas figuras que no son del todo humanas, que visten como nunca lo haría una persona, y que conjuran agua mágicamente de sus brazos. Desconfío de los hombres que vienen del lugar donde nació el fuego.

Hacía muchos años que nadie salía de ahí. ¿Quieres venir con nosotros?

No quiero ir con ellos. No sé quiénes son, pero no quiero ir con ellos. El fuego echa sus últimos estertores. Hay nubes de vapor en el aire, pero casi ni rastro de llamas. Hemos ganado. Han ganado.

Hago un gesto de agradecimiento con la cabeza al hombre que tengo enfrente. Después una especie de saludo general a los demás. No pronuncio ninguna palabra. A pesar de que se han dirigido a mí en perfecto castellano, mi sensación general de que esas personas y yo no hablamos el mismo idioma. Uno de los dos no debería estar allí.

Me llevo la pala al hombro, doy la espalda a esas figuras, y empiezo a caminar de vuelta. Imagino que me están mirando. Me siento ridículo, pero no flaqueo. Sigo mi camino erguido. Con la postura que tendría si hubiese sido yo quien les ha salvado a ellos, y no al revés. Creo que me gritan algo, esta vez es una voz femenina quien lo hace. No escucho. Elijo no escuchar sus palabras. Afortunadamente nadie me sigue, no sabría qué hacer si alguno de ellos me hubiese seguido, si me hubiesen dicho algo más, si me hubiesen ofrecido volver con ellos.

Vuelvo hacia La Ribadera. Vuelvo por donde las jaras y las hayas, que aún conservan el calor latente, y cierto sudor en sus oquedades. Cuando llegue a casa, nadie sabrá lo que he hecho, pero quedará mi historia. La historia que yo cuente, y que contarán otros después. Tengo toda la noche para pensarla. La historia de cómo una vez más supimos pervivir. Al amanecer, cuando me vean entrando al pueblo por el camino del norte, la cara con hollín y las manos con ampollas, veré todo con otros ojos. Nuestro pueblo seguirá siendo nuestro y seguirá siendo entero. Nuestra historia seguirá hacia delante, como un milagro que no conoce nadie más. Detrás de mí, aún quedan los reflejos iridiscentes de los trajes de los extraños, aunque el fuego ya se ha extinguido.


Gong Xian. Paisajes de los doce meses.


16/2/23

El anarquista

0 comentarios

Cuando era pequeño, había un chico en mi grupo de amigos que se llamaba Justo. Tenía ojos oscuros e inteligentes y pelo castaño, con un remolino muy acentuado, que llegaba casi hasta su flequillo, lo que le confería una expresión entre desgarbada y pícara. Y era, con mucha diferencia, el más cabrón de todos nosotros. Justo se había autoasignado la potestad de decidir a qué jugábamos cada día, quién hacía equipo con quien, si una regla regla válida o no, intermediaba en los intercambios de cromos, elegía las modas, interfería en nuestras decisiones importantes. Justo se fue convirtiendo en árbitro de nuestra vida social, metiendo mano cómo y cuánto le apetecía. Si alguien protestaba por alguna decisión, él decía que lo que hacía era Justo. Tan simple como eso. Y funcionaba. Como si fuese un argumento irrebatible, todos agachábamos la cabeza y decíamos “Claro, es Justo”, y punto. Sometidos a la tiranía del lenguaje, como si este fuese un espejo de la verdad. Mirando atrás, parece imposible que cayésemos en algo tan sencillo, pero hoy en día, cualquier político logra mucho más con métodos menos refinados. 

 

El sistema de Justo no funcionaba solo con los niños. Al chaval le sobraba carisma, y tenía una sonrisa encantadora. Si a alguno de nosotros nos daba por chivarnos a nuestros padres, él no tardaba ni cinco minutos en metérselos en el bolsillo. “Es que yo pensé que eso era Justo, como me llamo así…” y les hacía una mueca. En seguida los adultos le reían las gracias y caían a sus pies. Al fin y al cabo, no hacía nada tan grave. Eran solo travesuras. “Este niño es un terremoto”. Nadie podía enfadarse con Justo.

Cuanto menos consecuencias había, más libre se sentía Justo para hacer lo que quisiese. Lo que quisiese. Con una intuición que solo pueden tener los niños, Justo fue tomando consciencia de su poder, y poniendo a prueba sus límites. Decidía si había alguien que ya no podía participar en los juegos, o si había que dejar de hablarle y hacer como si no existiese, nos decía que le hiciésemos los deberes, nos obligaba a prestarle nuestras cosas y era él quien decía por cuánto tiempo, podía dictaminar si íbamos o no a clase, conocía todos nuestros secretos… Justo era gerente y juez implacable de nuestras vidas. Los adultos consentían. Las políticas de Justo estaban avaladas por un poder superior, así que nosotros tragábamos.

Todo cambió para mí una tarde. Justo se quedó con unos juguetes nuevos que acababan de comprarle a Carlos. “A partir de ahora son míos”. Y se los guardó en la mochila. No fue un préstamo, fue un robo. Recuerdo la cara de Carlos, pasando del orgullo herido a las lágrimas. Y a los demás mirando con resignación, y sin hacer nada. No sé por qué, yo me adelanté: “Pero eso es injusto”.  Justo me miró con desprecio, luego sonrió. “¿Cómo va a ser injusto si soy Justo?” Y todos los demás asintieron. Carlos, entre lágrimas, asintió también. Qué rabia de palabras. Qué dolor de falta de vocabulario. Conocer la injusticia y no tener forma de expresarla. Todo lo que pude decir fue una frase que, a todas luces, sonaba a mentira. Sentí que había conseguido escapar de una cárcel de lenguaje, aquella que dice que el nombre es lo que designa a la persona, para caer en otra, la de mi propia limitación verbal. Qué dolor de palabras para siempre.

Con Justo aprendí lo que era el despotismo más cruel. Ambos lo aprendimos. Cada uno desde una cara de la moneda. Aunque ninguno de los dos conocíamos esa palabra. 

Nació en mí una fuerza de oposición hacia Justo, y todo lo que él representaba. Me motivaba una ira secreta, crecida desde la impotencia, un espíritu de insurrección; aunque también me fuesen ajenas aquellas palabras. Cada vez que Justo ordenaba algo, como si su poder fuese la cosa más natural del mundo, algo en mí se rebelaba, algo en mí exigía hacer lo contrario. Y yo lo sabía. A partir de ahora, Justo no podía tener poder sobre mí. Y Justo lo sabía también. Y no tuvo piedad. 

A partir de entonces, Justo tuvo siempre un ojo puesto en mí. Y un deseo en mi contra, que yo nunca supe si era venganza, prepotencia u odio. Siempre buscaba la forma de hacerme daño, dentro de sus reglas. El último espacio siempre era para mí. La peor de las opciones, era la única que me quedaba. Exploraba conmigo nuevas formas de desprestigio y humillación, que, sin volverse demasiado evidentes para los demás, pudiesen hacerme tanto daño como le fuera posible.

Descubrí que no importaba si yo protestaba o no, si contestaba sus injusticias o callaba, si hacía exactamente lo que él quería, o incluso si le halagaba. Su actitud hacia mí no cambió. Ya no pude volver a ser uno más en el grupo. Justo no quería doblegarme, no quería que volviese a su redil; quería acabar conmigo. Porque sabía que yo había descubierto lo que él era, y ese era un saber que no desaparecería si no lo hacía yo.

Aprendí que Justo se movía entre lo vago y lo ambiguo, aunque tampoco entendiese el significado concreto de esas palabras. Sabía que él actuaba en la zona gris, y que si un día hubiese sido directo y, por ejemplo, me hubiese partido la cara de un puñetazo, habría perdido todo su poder. Mientras no hiciese nada escandaloso, mientras no cayese su careta, nadie parecía pensar que hubiese una opción mejor que seguirle. La crueldad puede ser en sí misma un sistema político. 

Para entonces. el chaval había trascendido a su nombre, y ya ni siquiera le hacía falta hacer su pequeño juego de palabras para salirse con la suya. A ojos de los demás, se había convertido en la encarnación del bien y la justicia, y poco más había que decir.

Pensé. Y quizá tardé demasiado en llegar a en pensarlo. Pero pensé, terminé por pensar que si lo de Justo era una venganza, justo era que me vengase yo también. O que me defendiese, o me desquitase, o que avvanzase, o que luchase, o que contraatacase. Las palabras eran lo de menos. Lo importante era la acción. 

No era fácil ganar a Justo, no en su propio juego. Él era de una casta distinta, la casta de quien ha nacido con un buen nombre. Una casta a la que yo nunca podría acceder. Durante un tiempo, mi única acción fue la simple oposición. Quizá lo mío era más orgullo que venganza, pero tenía claro que mi lucha era no doblegarme. Cada vez que Justo me miraba, encontraba una mirada desafiante de vuelta. Cada vez que él opinaba, yo opinaba lo contrario. Decir que no era mi forma última de resistencia. Quería ser la montaña que él no pudiese mover. Había una violencia silenciosa e implícita entre ambos, y yo me sentía orgulloso de ello. Cada día, le demostraba que yo era invencible, y eso me hacía grande.

Una mañana, durante un partido, Justo le hizo una zancadilla a Carlos, en el momento en el que este estaba a punto de meter un gol. El posible gol de la victoria. Carlos cayó rodando por el suelo. Justo se apresuró a decir que la falta había sido de Carlos, y que era tarjeta roja, que Carlos tenía que abandonar el campo y que ya no podía volver a jugar. Y cuando Carlos estaba dándose la vuelta para marcharse, Justo le llamó. “Quítate la camiseta y dámela. No te mereces llevar esa camiseta”. Su camiseta nueva. Su camiseta favorita. Y Carlos lo hizo. Se quitó la camiseta sin decir nada, se la entregó a Justo, y se marchó, con el torso desnudo, atravesando el patio del colegio. Los demás miraban, sin decir nada. Durante un momento pude ver en sus ojos algo parecido a la desaprobación; no sé si esa palabra la conocía entonces. 

Esperé que alguien se adelantase. Que alguien protestase como yo lo había hecho en su momento. Nadie lo hizo. No entendí por qué. No lo he entendido nunca. Gracias a Justo, aprendí que lo que es evidente para uno, no tiene por qué serlo para el resto del mundo.

Justo reanudó el partido. Todo siguió como si nada hubiese ocurrido. El partido terminó y el equipo de Justo había ganado. Nadie volvió a hacer un intento de verdad de acercarse a su portería. Cuando él se fue, reuní a algunos de los otros, para hacerles ver mi posición. Quería que ellos también entendiesen que si Justo parecía tener carta blanca era solo porque nosotros se la dábamos, que podíamos acabar con esto si queríamos, que éramos más libres de lo que pensábamos, que la justicia no estaba en manos de un déspota con un nombre afortunado. No fui capaz. Entendí mi fracaso justo cuando empecé a hablar. El gran discurso de mi cabeza se convirtió en un balbuceo sin mucho sentido. Dije muchas palabras, pero me comuniqué poco. Y sentí el rechazo creciente en los demás hacia mí. “No, esperad, dejadme que me explique mejor”. Las mismas miradas que me dedicaba Justo, ahora estaban también en los ojos de los demás.

No sé si es que los demás preferían el malo conocido. No sé si no supe explicarme. Dudé de si era yo quien había estado equivocado todo este tiempo, y sin saberlo había sido el malo de la historia. Entonces aprendí que me faltaba carisma para iniciar revoluciones, y que las buenas razones por sí solas no son suficientes, que yo no era capaz de movilizar a nadie, y que mis batallas serían siempre solitarias. Justo aprendió desde ese momento que ya no hacía falta esconder sus cartas, que podía hacerme lo que quisiera y los demás le aprobarían.

Recuerdo el día en que Carlos vino a pegarme. Recuerdo el dolor y la rabia de ver que no era Justo, sino Carlos, quien se me acercaba con el puño en ristre. Y le dije “Yo soy el único que te ha defendido siempre”. Y recuerdo sentir que eso le enfadó aún más, y que la rabia y el dolor de ambos se mezclaron y que en un momento estábamos los dos en el suelo pegándonos y con sangre en la cara y los nudillos como mártires furiosos. Con ganas de arrancarnos las entrañas el uno al otro y a nosotros mismos sin saber por qué. Rugientes y patéticos hermanos desgarrados. Todo nuestro enfado y nuestra impotencia se fueron en otro esfuerzo inútil. 

Horas más tarde, en la oficina del director, quería decir que todo esto era culpa de Justo. Que era él quien nos había llevado a esa situación a todos. Y pensé, me di cuenta, de que no tenía sentido nada de eso. Visualicé mis palabras como volutas de humo. Antes de decir nada, entendí que, de haberlo intentado, habría quedado como un mentiroso o un loco a los ojos de todos. Incluido Carlos. Qué dolor descubrir que hasta la gente que sabía la verdad estaba dispuesta a olvidarla. Con las palabras que tenía en ese momento, no podía llegar más lejos de donde estaba. Las palabras no servían. Y me callé. Ante todas sus preguntas, me callé. Creo que llegaron a decir que era yo quien había ido a por Carlos en un primer momento, y me callé. Dijeron que yo era un agitador que hablaba mal de mis compañeros y trataba de crear cizaña entre ellos, y me callé. Deseé no volver a decir ni oír palabras.

Me castigaron en el instituto. Me castigaron en mi casa. Cuando terminó el castigo, mis antiguos compañeros me castigaron también. En ese momento, podría haber aprendido que el mundo es un sitio extraño y feo, que debía encontrar mi propia manera de luchar y resistir. Pero lo que aprendí, lo único que aprendí, fue que lo extraño y feo era yo.

Y entonces empezó el bullying.

Aunque en aquel entonces, nadie conocía esa palabra.





Prometí hace poco empezar a escribir utopías. En el fondo, este texto tiene algo de utópico, solo que la utopía es extaescénica: si el protagonista ha llegado a escribir esto, se entiende que en algún momento, cambió de nuevo su relación con las palabras. Las palabras son el medio de liberación, y eso lo sabe el protagonista desde el principio. Solo le hacía falta llegar a conocerlas.