16/2/23

El anarquista


Cuando era pequeño, había un chico en mi grupo de amigos que se llamaba Justo. Tenía ojos oscuros e inteligentes y pelo castaño, con un remolino muy acentuado, que llegaba casi hasta su flequillo, lo que le confería una expresión entre desgarbada y pícara. Y era, con mucha diferencia, el más cabrón de todos nosotros. Justo se había autoasignado la potestad de decidir a qué jugábamos cada día, quién hacía equipo con quien, si una regla regla válida o no, intermediaba en los intercambios de cromos, elegía las modas, interfería en nuestras decisiones importantes. Justo se fue convirtiendo en árbitro de nuestra vida social, metiendo mano cómo y cuánto le apetecía. Si alguien protestaba por alguna decisión, él decía que lo que hacía era Justo. Tan simple como eso. Y funcionaba. Como si fuese un argumento irrebatible, todos agachábamos la cabeza y decíamos “Claro, es Justo”, y punto. Sometidos a la tiranía del lenguaje, como si este fuese un espejo de la verdad. Mirando atrás, parece imposible que cayésemos en algo tan sencillo, pero hoy en día, cualquier político logra mucho más con métodos menos refinados. 

 

El sistema de Justo no funcionaba solo con los niños. Al chaval le sobraba carisma, y tenía una sonrisa encantadora. Si a alguno de nosotros nos daba por chivarnos a nuestros padres, él no tardaba ni cinco minutos en metérselos en el bolsillo. “Es que yo pensé que eso era Justo, como me llamo así…” y les hacía una mueca. En seguida los adultos le reían las gracias y caían a sus pies. Al fin y al cabo, no hacía nada tan grave. Eran solo travesuras. “Este niño es un terremoto”. Nadie podía enfadarse con Justo.

Cuanto menos consecuencias había, más libre se sentía Justo para hacer lo que quisiese. Lo que quisiese. Con una intuición que solo pueden tener los niños, Justo fue tomando consciencia de su poder, y poniendo a prueba sus límites. Decidía si había alguien que ya no podía participar en los juegos, o si había que dejar de hablarle y hacer como si no existiese, nos decía que le hiciésemos los deberes, nos obligaba a prestarle nuestras cosas y era él quien decía por cuánto tiempo, podía dictaminar si íbamos o no a clase, conocía todos nuestros secretos… Justo era gerente y juez implacable de nuestras vidas. Los adultos consentían. Las políticas de Justo estaban avaladas por un poder superior, así que nosotros tragábamos.

Todo cambió para mí una tarde. Justo se quedó con unos juguetes nuevos que acababan de comprarle a Carlos. “A partir de ahora son míos”. Y se los guardó en la mochila. No fue un préstamo, fue un robo. Recuerdo la cara de Carlos, pasando del orgullo herido a las lágrimas. Y a los demás mirando con resignación, y sin hacer nada. No sé por qué, yo me adelanté: “Pero eso es injusto”.  Justo me miró con desprecio, luego sonrió. “¿Cómo va a ser injusto si soy Justo?” Y todos los demás asintieron. Carlos, entre lágrimas, asintió también. Qué rabia de palabras. Qué dolor de falta de vocabulario. Conocer la injusticia y no tener forma de expresarla. Todo lo que pude decir fue una frase que, a todas luces, sonaba a mentira. Sentí que había conseguido escapar de una cárcel de lenguaje, aquella que dice que el nombre es lo que designa a la persona, para caer en otra, la de mi propia limitación verbal. Qué dolor de palabras para siempre.

Con Justo aprendí lo que era el despotismo más cruel. Ambos lo aprendimos. Cada uno desde una cara de la moneda. Aunque ninguno de los dos conocíamos esa palabra. 

Nació en mí una fuerza de oposición hacia Justo, y todo lo que él representaba. Me motivaba una ira secreta, crecida desde la impotencia, un espíritu de insurrección; aunque también me fuesen ajenas aquellas palabras. Cada vez que Justo ordenaba algo, como si su poder fuese la cosa más natural del mundo, algo en mí se rebelaba, algo en mí exigía hacer lo contrario. Y yo lo sabía. A partir de ahora, Justo no podía tener poder sobre mí. Y Justo lo sabía también. Y no tuvo piedad. 

A partir de entonces, Justo tuvo siempre un ojo puesto en mí. Y un deseo en mi contra, que yo nunca supe si era venganza, prepotencia u odio. Siempre buscaba la forma de hacerme daño, dentro de sus reglas. El último espacio siempre era para mí. La peor de las opciones, era la única que me quedaba. Exploraba conmigo nuevas formas de desprestigio y humillación, que, sin volverse demasiado evidentes para los demás, pudiesen hacerme tanto daño como le fuera posible.

Descubrí que no importaba si yo protestaba o no, si contestaba sus injusticias o callaba, si hacía exactamente lo que él quería, o incluso si le halagaba. Su actitud hacia mí no cambió. Ya no pude volver a ser uno más en el grupo. Justo no quería doblegarme, no quería que volviese a su redil; quería acabar conmigo. Porque sabía que yo había descubierto lo que él era, y ese era un saber que no desaparecería si no lo hacía yo.

Aprendí que Justo se movía entre lo vago y lo ambiguo, aunque tampoco entendiese el significado concreto de esas palabras. Sabía que él actuaba en la zona gris, y que si un día hubiese sido directo y, por ejemplo, me hubiese partido la cara de un puñetazo, habría perdido todo su poder. Mientras no hiciese nada escandaloso, mientras no cayese su careta, nadie parecía pensar que hubiese una opción mejor que seguirle. La crueldad puede ser en sí misma un sistema político. 

Para entonces. el chaval había trascendido a su nombre, y ya ni siquiera le hacía falta hacer su pequeño juego de palabras para salirse con la suya. A ojos de los demás, se había convertido en la encarnación del bien y la justicia, y poco más había que decir.

Pensé. Y quizá tardé demasiado en llegar a en pensarlo. Pero pensé, terminé por pensar que si lo de Justo era una venganza, justo era que me vengase yo también. O que me defendiese, o me desquitase, o que avvanzase, o que luchase, o que contraatacase. Las palabras eran lo de menos. Lo importante era la acción. 

No era fácil ganar a Justo, no en su propio juego. Él era de una casta distinta, la casta de quien ha nacido con un buen nombre. Una casta a la que yo nunca podría acceder. Durante un tiempo, mi única acción fue la simple oposición. Quizá lo mío era más orgullo que venganza, pero tenía claro que mi lucha era no doblegarme. Cada vez que Justo me miraba, encontraba una mirada desafiante de vuelta. Cada vez que él opinaba, yo opinaba lo contrario. Decir que no era mi forma última de resistencia. Quería ser la montaña que él no pudiese mover. Había una violencia silenciosa e implícita entre ambos, y yo me sentía orgulloso de ello. Cada día, le demostraba que yo era invencible, y eso me hacía grande.

Una mañana, durante un partido, Justo le hizo una zancadilla a Carlos, en el momento en el que este estaba a punto de meter un gol. El posible gol de la victoria. Carlos cayó rodando por el suelo. Justo se apresuró a decir que la falta había sido de Carlos, y que era tarjeta roja, que Carlos tenía que abandonar el campo y que ya no podía volver a jugar. Y cuando Carlos estaba dándose la vuelta para marcharse, Justo le llamó. “Quítate la camiseta y dámela. No te mereces llevar esa camiseta”. Su camiseta nueva. Su camiseta favorita. Y Carlos lo hizo. Se quitó la camiseta sin decir nada, se la entregó a Justo, y se marchó, con el torso desnudo, atravesando el patio del colegio. Los demás miraban, sin decir nada. Durante un momento pude ver en sus ojos algo parecido a la desaprobación; no sé si esa palabra la conocía entonces. 

Esperé que alguien se adelantase. Que alguien protestase como yo lo había hecho en su momento. Nadie lo hizo. No entendí por qué. No lo he entendido nunca. Gracias a Justo, aprendí que lo que es evidente para uno, no tiene por qué serlo para el resto del mundo.

Justo reanudó el partido. Todo siguió como si nada hubiese ocurrido. El partido terminó y el equipo de Justo había ganado. Nadie volvió a hacer un intento de verdad de acercarse a su portería. Cuando él se fue, reuní a algunos de los otros, para hacerles ver mi posición. Quería que ellos también entendiesen que si Justo parecía tener carta blanca era solo porque nosotros se la dábamos, que podíamos acabar con esto si queríamos, que éramos más libres de lo que pensábamos, que la justicia no estaba en manos de un déspota con un nombre afortunado. No fui capaz. Entendí mi fracaso justo cuando empecé a hablar. El gran discurso de mi cabeza se convirtió en un balbuceo sin mucho sentido. Dije muchas palabras, pero me comuniqué poco. Y sentí el rechazo creciente en los demás hacia mí. “No, esperad, dejadme que me explique mejor”. Las mismas miradas que me dedicaba Justo, ahora estaban también en los ojos de los demás.

No sé si es que los demás preferían el malo conocido. No sé si no supe explicarme. Dudé de si era yo quien había estado equivocado todo este tiempo, y sin saberlo había sido el malo de la historia. Entonces aprendí que me faltaba carisma para iniciar revoluciones, y que las buenas razones por sí solas no son suficientes, que yo no era capaz de movilizar a nadie, y que mis batallas serían siempre solitarias. Justo aprendió desde ese momento que ya no hacía falta esconder sus cartas, que podía hacerme lo que quisiera y los demás le aprobarían.

Recuerdo el día en que Carlos vino a pegarme. Recuerdo el dolor y la rabia de ver que no era Justo, sino Carlos, quien se me acercaba con el puño en ristre. Y le dije “Yo soy el único que te ha defendido siempre”. Y recuerdo sentir que eso le enfadó aún más, y que la rabia y el dolor de ambos se mezclaron y que en un momento estábamos los dos en el suelo pegándonos y con sangre en la cara y los nudillos como mártires furiosos. Con ganas de arrancarnos las entrañas el uno al otro y a nosotros mismos sin saber por qué. Rugientes y patéticos hermanos desgarrados. Todo nuestro enfado y nuestra impotencia se fueron en otro esfuerzo inútil. 

Horas más tarde, en la oficina del director, quería decir que todo esto era culpa de Justo. Que era él quien nos había llevado a esa situación a todos. Y pensé, me di cuenta, de que no tenía sentido nada de eso. Visualicé mis palabras como volutas de humo. Antes de decir nada, entendí que, de haberlo intentado, habría quedado como un mentiroso o un loco a los ojos de todos. Incluido Carlos. Qué dolor descubrir que hasta la gente que sabía la verdad estaba dispuesta a olvidarla. Con las palabras que tenía en ese momento, no podía llegar más lejos de donde estaba. Las palabras no servían. Y me callé. Ante todas sus preguntas, me callé. Creo que llegaron a decir que era yo quien había ido a por Carlos en un primer momento, y me callé. Dijeron que yo era un agitador que hablaba mal de mis compañeros y trataba de crear cizaña entre ellos, y me callé. Deseé no volver a decir ni oír palabras.

Me castigaron en el instituto. Me castigaron en mi casa. Cuando terminó el castigo, mis antiguos compañeros me castigaron también. En ese momento, podría haber aprendido que el mundo es un sitio extraño y feo, que debía encontrar mi propia manera de luchar y resistir. Pero lo que aprendí, lo único que aprendí, fue que lo extraño y feo era yo.

Y entonces empezó el bullying.

Aunque en aquel entonces, nadie conocía esa palabra.





Prometí hace poco empezar a escribir utopías. En el fondo, este texto tiene algo de utópico, solo que la utopía es extaescénica: si el protagonista ha llegado a escribir esto, se entiende que en algún momento, cambió de nuevo su relación con las palabras. Las palabras son el medio de liberación, y eso lo sabe el protagonista desde el principio. Solo le hacía falta llegar a conocerlas.
 

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