30/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (39/40): Gargajos

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Lo que aquí sucede, nadie puede pararlo. Pero quién querría pararlo. Lo que aquí sucede es algo grande, mucho más grande que cualquiera de las personas que participan en ello. Todos colaboran en el proyecto. Cada uno con lo que puede, sea grande o pequeño. Hasta el más mínimo granito de arena sirve, y nadie va a reprochar al otro por poner de menos.

Es el proyecto de vida de muchas personas unidas, todos en la comunidad dedican su vida al propósito conjunto. Quien tiene algo que ofrecer, lo ofrece. Quien no, dedica su tiempo trabajando allí. La mayoría hacen ambas cosas. Los quehaceres diarios son su supervivencia, pero su vida es el proyecto común. Se levantan excitados, con ganas de ver nuevos progresos, y el tiempo que no están en el recinto, lo pasan hablando con otros sobre su última colaboración, o fantaseando sobre cómo será todo cuando lo terminen.

Porque es un misterio. Saben que todo lo que hacen es para despertar al ser que vive encerrado en la roca. Pero poco más saben.

Siempre hay alguien circulando entre los alambiques que pueblan el recinto, encendidos sobre su fuego perpetuo. Entre los vapores y la condensación, y la sensación constante de estar dentro de una cocina. Fuera hace frío, pero dentro hace calor. Sobre los recipientes vacíos que esperan en las encimeras, los visitantes van depositando sus sacrificios. Lágrimas, restos de la cena de anoche, un regalo de una persona que ya no está, sangre. Después los voluntarios del recinto los recogen y los tratan.

Hay un fuerte sentimiento de unión entre todos. Ahora tienen algo a lo que agarrarse. No una seguridad, pero sí una esperanza. Si todo sale bien, este proceso conjunto, este ser pétreo al que dedican su tiempo y sus obras, puede convertirse en salvación. Y esa unión comunitaria es magia, algo que, sin importar el resultado final del proyecto, ya está operando en ellos.

Todos los que participan en el proyecto forman parte de la magia. Están imbuidos en ella. Pero Nicolav no. Nicolav recela de todo. Nicolav recela porque siente que toda la comunidad se está agarrando a un clavo ardiendo, y que el experimento puede, perfectamente, salir mal. Puede que no ocurra nada, y el ser desconocido siga durmiendo para siempre. O puede que las consecuencias sean inversas a las esperadas, y más que un salvador, encuentren un tirano. Ha tratado de hablar varias veces con otros miembros de la comunidad, pero siente que sus inquietudes causan rechazo instantáneo entre los demás, de modo que termina callándose. Incluso Alicia, que siempre había confiado en él, recela de su compañía en las horas de comida.

Aún va más allá. Su recelo inicial le ha llevado a la sospecha continua. Rumia su descontento consigo mismo, y cada fractura que encuentra en el sistema, le hace reforzar su opinión. Permanece siempre atento a cualquier fallo que pueda encontrar, para entregarse al extraño placer de aumentar la desidia contra aquello que se detesta. Encontró de esta forma que, a pesar de la alabanza masiva al sistema, individualmente muchos buscan formas de sortearlo. Descubrió que dos chicas, de las más plañideras y orgullosas de las lágrimas que llevaban, suelen rellenar sus aportes con aguas residuales. Que un viejito que entrega la tierra bajo sus uñas después de haber estado escarbando con sus manos desnudas durante horas, entrega sencillamente tierra. Que en vez de carne, muchos ofrecen plumas; en vez de sangre, agua teñida con vino; y en vez de vino, gargajos de agua y amapola.

Nicolav no ha compartido sus inquietudes con nadie esta vez. En parte porque dentro de su odio, espera ver al sistema caer por sí mismo, y deleitarse con ello. Pero en parte también porque no puede negar la existencia de la magia, y su influencia en la comunidad es algo incontestable. La magia funciona. La comunidad funciona. Todo se basa en una mentira, y aún así, de un modo pérfido, funciona. Y esta idea tan perversa le produce un placer que no es capaz de describir. Un placer que puede ser la anticipación de la caída del sistema, o la fascinación de que un castillo tan inmenso pueda mantenerse imponente y enhiesto a pesar de no tener cimiento alguno.


28/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (38/40): Laberinto

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Quisiera entrar en el laberinto. La visión imponente de sus muros exteriores, que se advierten desde cualquier punto de la ciudad, me causan al mismo tiempo pavor y fascinación. Tan oscuro, una construcción terrorífica de un obsidiana mate. Inmensa. Más alta que cualquiera de los edificios de la ciudad. Más ancha que la vista. A sus pies helados no llega nunca el sol y se acumula la niebla. En su superficie se percibe solamente un hueco, una entrada de cinco metros de altura, que en su fachada rasa parece apenas una grieta.

Se presentaron una mañana, venidos de todas partes, un ejército colosal de albañiles. Cada uno conocía exclusivamente la parte del laberinto que debía construir, y tenía instrucciones precisas de cómo debía hacerlo. Cuando terminaba, debía marcharse. Tenían prohibido hablar con nadie, ni con nosotros, ni con otros albañiles. A veces pasaban vehículos de los supervisores. Ellos sí hablaban a los albañiles, para darles alguna indicación, pero su presencia era aún más fantasmagórica que la de aquellos. Con el tiempo, según iban terminado, su presencia fue cada vez menor. Igual que no debían hablar con nadie, tenían la obligación de emprender el camino de vuelta sin compañía de ningún tipo. Dicen que para mantener el secreto del laberinto aún más a salvo, dos asesinos esperaban a los lados del camino, acababan con la vida del albañil que volvía hacia su hogar, y su cuerpo era enterrado en las paredes del laberinto.

Nadie sabe quién fue el arquitecto de todo aquello. Parece una obra demasiado vasta para atribuirla a una sola mente. Sabemos que no ha sido nadie de la ciudad. Aquí solo contrataron su construcción y le dan uso. Quien no cumple las normas, es conducido a la entrada, y allí desaparece.

Muchas veces nos hemos asomado a la puerta. Desde allí vemos un pasadizo que lleva hasta un recodo, por donde desaparecen los condenados, y detrás nada más. Nadie se ha atrevido a pisar dentro del laberinto. Mucho menos a llegar hasta el recodo. A nadie que haya cruzado esa esquina se le ha vuelto a ver con vida.

Deseo ser el primero en hacerlo. El primero en asomarme hasta ese primer recodo, y después más allá. He leído que para escapar de un laberinto, bastaría con colocar la mano izquierda sobre la pared, y seguir caminando siempre sin separarla, hasta que se divise la salida. Sin embargo, imagino un laberinto que sea una columna, donde uno podría estar dando vueltas alrededor de ella sin tocar la salida. Eso sin contar con laberintos cuyas paredes se muevan. O con trampas. O con bestias.

He comprado cable de aleación. Bastante ligero y flexible, pero muy resistente a la tensión y a la cizalla. No me fío de la fragilidad de una cuerda. Una cadena sería demasiado pesada para transportarla en las manos. Quinientos metros de cable. En realidad son insuficientes para recorrer el laberinto, pero sirven para una primera incursión. Un saber a qué atenerme después.

Solo necesito algo seguro donde amarrar el cable. No quiero que me acompañen. Si voy al laberinto, debo hacerlo solo.

Nadie en la ciudad habla del laberinto. El terror que nos produce, con su omnipresencia hostil es palpable en todo momento. No hace falta incluirlo también en las conversaciones para que su efecto se sienta. Yo no le tengo menos miedo, ni me considero más valiente que el resto. Pero hay algo en el laberinto que me atrae irremediablemente. No es sólo el misterio, no es sólo la prohibición. No es la atracción de lo desconocido, o la necesidad de aventura. En el laberinto solo hay una puerta, la puerta por donde entran los condenados. No existe ningún otro tipo de acceso, ni respiradero. Y es eso, la existencia de un laberinto que tiene entrada, pero no salida. Esa inconsistencia. Ese disparate. Una obra tan magna basada en un contrasentido. No dejo de preguntármelo.

27/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (37/40): Toda la vida

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Puedo hacer lo que quiera. Es decir, más o menos. Pero básicamente sí, lo que quiera. Es mi privilegio. Tengo el derecho a equivocarme. Eso me han dicho, ahora estás en una edad en la que tienes derecho a equivocarte. Ellos mismo me lo han dicho. Y vaya si me voy a equivocar.

Vaya si me voy a equivocar. Otros niños... ellos no se equivocan. Ellos procuran no hacerlo. No entiendo por qué. Sucumben en seguida al juego adulto de que hay que hacerlo todo bien y seguir un camino recto. Pero olvidan que nosotros no somos como ellos, nosotros no somos adultos. Todo niño que se comporte así deja, inmediatamente, de ser un niño.

Yo no soy un adulto. Yo no tengo que seguir ningún camino recto. Yo tengo toda la vida por delante. Estoy a eones de alcanzar la edad que tienen ellos ahora. Y ellos también dicen que aún tienen mucha vida por delante. Me puedo equivocar. Vaya si me voy a equivocar. Van a ver. Van a ver. Si errar es humano, van a ver. Voy a ser más humano que todos ellos juntos.

Además ellos tienen responsabilidades. Descubro que ser adulto es eso, tener responsabilidades. Ahora están convirtiendo en adulto a mi hermano Dani. Le dicen "no, no puedes hacer lo que quieras, ahora eres adulto y tienes responsabilidades". Pobre Dani. Creo que él se siente orgulloso de ello. Orgulloso de sus responsabilidades.

Me da pena Dani. Primero me mira un poco altanero, por encima del hombro, porque él tiene responsabilidades y yo no. Eso le hace sentirse más como los mayores. Pero luego le veo irse con la cabeza gacha a hacer sus tareas. No entiendo qué fijación tienen Dani y otros niños en ser como los mayores. Cuando se lo pregunto él me dice que soy muy inmadura para entenderlo. Me da que eso significa que en realidad él mismo no tiene respuesta.

Son ellos mismos quienes me lo han dicho. Los propios adultos. Que tengo derecho a equivocarme. Es como tener carta blanca. No es que necesite tener carta blanca. Haría lo que tengo que hacer aunque no me la hubiesen dado. De hecho, hasta da un poco de rabia que me hayan dado carta blanca, porque estas cosas es mejor hacerlas sin necesitar permiso de los demás. Pero eso no va a arruinar mis planes. ¿Cómo va a arruinar eso mis planes?

Yo tengo toda la vida por delante. Tengo permiso implícito de los adultos. De eso hay que aprovecharse. Y sobre todo, tengo mis manos, tengo mi tirachinas, tengo la navaja suiza que me regalaron. Tengo mi honestidad. Tengo mis cómplices. Tengo una imaginación devastadora. Y tengo un cartucho infinito de primeras veces que vaciar. Vaya si me voy a equivocar.

26/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (36/40): Enviar una carta

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Mañana escribiré a Pablo. O pasado mañana. O más tarde. En cualquier caso, nunca será demasiado tarde.

Pablo y yo vivimos a unos ocho mil kilómetros de distancia. En tiempos donde gozamos de la posiblidad de mandar mensajes a tiempo real, nosotros nos escribimos a distancia real. La comunicación puede tardar meses en llegar desde un punto hasta el otro, como si efectivamente hubiese un mensajero parsimonioso llevando la carta a pie. De él hasta mí y viceversa. Con sus paradas necesarias, con sus tiempos para sentarse y admirar el paisaje, o dar una vuelta más de la necesaria, o quedarse unos días en un pueblo que le ha gustado especialmente.

Hay un paso que aprendí en un entrenamiento de danza butō, que consiste precisamente en dar un paso, un paso caminando. Un paso muy largo, no en distancia, sino en tiempo. La distancia es, de hecho, bastante corta, apenas algo más de la medida del pie. Debe ser tan duradero como se pueda. Un paso que dure un minuto, un paso que dure un día, un paso que dure un año. La única regla es que el pie no puede detenerse. En la dilatación infinitesimal está prohibida la pausa.

Pablo y yo escribimos desde dos perspectivas opuestas. Él es un magnífico analista del mundo en el que vivimos y publica artículos con una precisión esclarecedora. Yo no sé hablar de la realidad, la rompo y me invento mundos y ficciones. Y aun así, compartimos universales. Que esto pueda ocurrir a pesar de la oposición y la distancia, me hace recuperar cierta fe en la capacidad del entendimiento humano. O quizá, precisamente, lo que hace falta para entenderse es fe. O quizá, precisamente, distancia.

Envidio al mensajero que nos lleva las cartas. Quisiera ser yo el que camina pacientemente, perdiéndome voluntariamente en las rutas, dando rodeos para admirar el paisaje, o para saludar a alguien que vive en una ciudad a tan sólo unos pocos cientos de kilómetros, y ya que estamos aquí, por qué no ir a este otro lugar en el que hay un museo famoso, o una escultura, o el perfil de una montaña que es clavado a la cara de un dirigente político, y de allí internarse en cierto bosque a ver una cascada que ha mencionado alguien en el restaurante donde comía, que no sé si se refiere al bosque en el que estoy internándome o a otro, pero qué tenemos que perder.

Como si el auténtico mensaje que nos enviamos fuese "tenemos todo el tiempo del mundo", y no el contenido de la carta que porta. Quisiera acabar llegando a mi destino más por casualidad que por otra cosa, porque cuando uno da infinitos rodeos, necesariamente ha de pasar por todas partes. Y llegar a mi destino y decir "Oh, ¿es usted Pablo? Pues no se lo va a creer, pero llevo en este bolsillo, y desde hace tres años, una carta para usted".

Como si hubiese una seguridad universal en que la carta va a llegar al final a su destino, y no importa antes o después, porque el resultado va a ser el mismo. Y como la carta va a llegar inevitablemente, uno puede permitirse todos los rodeos y las florituras. Uno puede desentenderse de la carta, olvidarse de la carta y de la misión de entregarla, y sin embargo, estará siempre avanzando, incluso cuando retrocede, avanzando hacia el momento de entregarla. En una dilatación infinitesimal, como un paso de butō, sin detenerse nunca.

Tabajar en el opuesto absoluto de la urgencia. Elogiar la distancia. Construir la distancia como un nuevo valor. Si fuésemos inmortales, lo haríamos todo, o no haríamos nada.

23/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (35/40): El hambre

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Siempre tengo hambre.
Calo en seguida a las personas que abusan de una misma especia en todas sus comidas, de forma que todas ellas saben exactamente igual. Me dan asco.
He visitado todas las cadenas de comida rápida que existen.
El azúcar en los alimentos procesados mata. No lo digo por salud; no podría importarme menos el problema de la obesidad infantil. Pero es un falso potenciador de sabor que mata los aromas reales del alimento.
He visitado tantos restaurantes convencionales como he podido.
A pesar de esto, no se engañen: odio a los sibaritas.
Para mí, el principal atributo de una comida es siempre la cantidad.
De niño solía lamer las manos o las muñecas de la gente. Me interesaba conocer su sabor intrínseco, distinto para cada persona. Sabía que era algo que no debía hacer, pero pasó mucho tiempo hasta que fui capaz de parar.
He probado miles de cosas que no se consideran comestibles, sólo por la necesidad de satisfacer mi curiosidad.
El olfato es una forma espúrea del gusto, pero tiene la ventaja de la distancia.
No considero que existan sabores desagradables, simplemente, categorías en el gusto.
Siempre tengo hambre.
He trabajado en decenas de restaurantes distintos, alguno de ellos bastante lujoso. No considero que en ninguno de ellos cocinasen bien. En todos procuré atiborrarme.
Igual que todas las personas tienen su olor característico, también tienen su sabor.
Quisiera probar todas y cada una de las infinitas combinaciones de aromas que existen en el mundo. Sé que es una tarea irrealizable, pero me afano en ello.
Todas las culturas existentes tienen un umbral terriblemente alto en cuanto a lo que consideran comestible y lo que no.
No me gusta engullir. No tengo prisa. Podría — y prefiero — pasarme todo el día comiendo.
Siempre tengo hambre.
El sabor característico de una persona podría utilizarse como método de identificación personal, tan fiable como el iris o la huella dactilar.
Por mi parte, creo que si algo puede ser digerido por el estómago humano, es digno de ser comido. Ciertas cosas no digeribles, pero sí ingeribles también lo son.
Aspiro a encontrar el sabor de los intangibles. La belleza, el odio, la patria, la saciedad.
Aborrezco a la mayoría de las personas y sus hábitos alimenticios. Les da igual tener boca o culo.
Masticar, tragar, digerir, rumiar, deglutir, embuchar, manducar,  mascar, zampar, tascar, devorar, desmenuzar, ingerir, consumir.
El hambre agudiza el ingenio. Siempre tengo hambre.
He viajado por muchos países, recorriendo sus gastronomías. Necesito probarlo todo. Busco eternamente un sabor que soy aparentemente incapaz de encontrar.
Quién llama trozo de carne a una persona. La mayoría no sirven ni para eso.
Cuando me propongo comer algo, sea lo que sea, hago todo lo que sea necesario para conseguirlo.
 

20/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (34/40): Figurines

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Nuestras cosas son más listas que nosotros, porque se saben inútiles. Aquí todo cobra más valor cuanto menor es su propósito.

El taller de Fiona es un diminuto recinto donde se apila todo. Montañas de toda clase de objetos que ella ha ido recogiendo de vete a saber dónde, y que ahora descansan allí, bajo la trémula luz, siendo nada, a la espera. Hasta que en algún momento la mano de Fiona se alargue a coger alguno. En su taller ella los modifica, los combina con otros y crea figuras extrañas e irreales.

En un principio, huyendo de la funcionalidad, Fiona había empezado fabricando figuras con pretensión ornamental. Pero pronto entendió que lo ornamental también una forma de utilidad. Así que se fue encaminado hacia  construcciones que andaban entre lo azaroso y el feísmo. Algo que pudiese ser cualquier cosa, pero jamás fuese ninguna. Algunas de sus figuras las tira, otras las deja perdidas por su almacén. De modo que nuevas cosas se van acumulando sobre ellas, hasta que un día su mano las recoja otra vez, se modifiquen, se junten con otras partes y se conviertan en una nueva figura.

Luis pasa mucho tiempo en el taller de Fiona. Mira las figuras que ella ha fabricado. No las observa, sólo las mira, pero se pasa horas mirándolas. Ella nunca les pone título a sus obras terminadas. Él lo hace por ella.

— "Tetera cuneiforme". "Puercoespín dinámico"

—  Sabes que cuando les das un nombre, les estás dando una importancia que yo jamás pretendí que tuviesen.

— Es mi pequeña contribución a tu obra, termino de terminarla.

— Lo mío ni son obras, ni están terminadas.

Para Luis, ponerles nombre institucionaliza el sentido de inutilidad que ella quiere darle a sus figuras. Para ella, es darle una importancia que no tienen, y traiciona directamente su idea original de crear algo que no sea nada. Pero le halaga que Luis se tome la molestia de hacerlo.

— En cualquier caso, cada vez que recoges algo del suelo, cada vez que lo guardas, lo usas y lo manipulas, estás convirtiendo en útil algo que pertenecía a la basura.

La búsqueda de la inutilidad es infinita. A lo largo de muchas conversaciones alrededor del concepto, ambos han llegado a esa misma conclusión. Plantar un árbol es, en cierto modo, inútil. Observar el correr de un río es inútil. Pero lo son de distinto modo. Hay grados en el utilitarismo. Para Fiona, dedicarse a sus figuras es un modo estimulante de desarrollar la inutilidad. Claro que Luis le picará siempre con que si es estimulante, ya sirve para algo. Fiona sabe que hacer algo que no lleve a ningún fin y que encima sea desagradable, es de un masoquismo que rompe la barrera de lo absurdo.

Tampoco considera que sus figuras sean un hobby. Si bien es condición necesaria que un hobby sea inútil, en lo que ella hace hay un buscar más allá. Para Fiona la búsqueda de lo improductivo es más importante que lograr el entretenimiento o la satisfacción personal.

Tanto Fiona como Luis saben que son buenos en la búsqueda de lo inane, con todas las dificultades que ello entraña. Discutir sobre la inutilidad es ya de por sí inútil y se pasan horas haciéndolo. La misma frase "Voy a hacer algo inútil" encarna una paradoja inevitable: o bien una acción sirve para algo, o bien es útil en su función de recrear la inutilidad.

Y sin embargo — esto también lo saben ambos — no es un camino perdido, más bien es una búsqueda similar a la de buscar la perfección. Inalcanzable, pero todo paso en pos de ella es siempre un avance. Una línea hacia algo. Acaso, hoy en día, la única que merece la pena recorrer.


17/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (33/40): Charlestón

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El Maestro de Ceremonias está enfadado. Cuando se enfada, bebe y golpea todo a su paso. Hoy ha venido poca gente al circo, por eso el Maestro de Ceremonias está tan enfadado. Y ya llevamos varios días de mala racha consecutivos; por eso bebe y golpea todo a su paso. Ahora mismo le echa la culpa a Lilo, el domador. Un tipo orondo y bonachón, que mira tímido al suelo mientras el Maestro carga contra él. La culpa es de los animales, dice, de tus sucios animales. La gente ya no viene a un circo con animales. Los tiempos cambian. La gente ahora piensa de un modo distinto. El Maestro le dice a Lilo que va a echarle del circo, le grita que le va a encerrar en una jaula con todos sus animales, a ver cómo le comen a él, o cómo se comen entre ellos, porque es lo único que puede hacer con él ahora. El domador mira al suelo compungido.

Yo entiendo a la gente que no viene al circo por los animales. Quizá soy de una generación distinta a la del Maestro. Quizá, al no ser director del circo me puedo permitir pensar cosas que él no. Yo entiendo a la gente que no viene al circo por los animales, pero ellos no nos entienden a nosotros. Claro que no debemos traer más fieras salvajes aquí, pero qué hacemos con los que tenemos ahora, qué hacemos con los que nacen aquí. Yo vine al mundo el mismo día que Charlestón, el león más joven. Y desde el primer día estuvimos juntos. Fuimos compañeros de aventuras y juegos. Hemos crecido como hermanos, nos conocemos y queremos. Confiamos el uno en el otro. Más de una vez me ha defendido de los peligros de la vida errante y yo siempre he velado por su seguridad.

Yo sé que el Maestro no habla en serio cuando dice que se librará de Lilo y los animales. Son familia. El Maestro puede ser muy vehemente, pero también tiene empatía, y sabe mantener la cabeza fría cuando ha de hacerlo. Dice que el circo ha cambiado más en la última década que en los anteriores noventa años, y que empieza a estar cansado.

Por cierto que ni yo, ni nadie en el circo conoce la edad del Maestro de Ceremonias. Está en el circo desde siempre, y se mantiene siempre con el mismo aspecto. Todos dicen que cuando se enrolaron en el circo, el Maestro era el hombre que estaba allí desde siempre. Ni siquiera la Pitonisa, o el Viejo Nigromante le han conocido más joven o más anciano.

Aunque los tiempos cambien, el Maestro tiene la experiencia del mundo. Cuida de nosotros, por eso le seguimos. Cuida de la familia. Porque aunque ninguno tiene una relación con ningún animal como la que tengo yo con Charlestón, son familia. Son para nosotros lo que un gato o un perro son para un urbanita. Nos desharemos de nuestras fieras cuando ellos se deshagan de las suyas.

Claro que los animales son trabajadores en el circo, porque todos lo somos. Hasta los niños trabajan aquí. Los animales son iguales a nosotros en todo. Viajan en sus vagones como nosotros, tienen las mismas comidas diarias que nosotros y gozan de nuestras mismas libertades. Cuando acampamos lejos de centros urbanos, no sería raro encontrarse con un elefante caminando por el trigal sin vigilancia, o un tigre trepando por un camión abandonado.

Yo suelo viajar con Charlestón en su misma jaula. Ambos lo preferimos. Él viaja más tranquilo así. Además, su jaula es un poco más grande que la mía, y más cómoda. Mientras el tren nos lleva, yo levanto un poco la tela que cubre su jaula para que pueda ver el mundo y nos de el aire en la cara. Mi jaula apenas tiene un ventanuco, estoy mejor aquí. Estamos bien aquí guardados. Esperando en conserva. Esperando a que el público llegue y nos de un sentido. Mientras tanto le hablo a Charlestón sobre una posible vida fuera del circo. Me pregunto si para él sería posible sobrevivir en otro lugar. Sé que para mí no. He nacido aquí y no conozco otra vida más allá de la jaula y la arena. No tengo cabida fuera del circo. Soy tan bueno en lo mío como inútil fuera de aquí. Creo que a él le ocurriría lo mismo. Pero me gusta contarle esas historias.


15/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (32/40): Séquito de ojeras

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Desde que llegué, no he dormido nunca más de tres horas diarias. Dicen los demás que eso es el principio, que luego te acostumbras y pasas a dormir dos, o incluso una sola. Dicen que después te acostumbras aún más y esa hora que duermes en realidad la divides a lo largo del día en pequeños microsueños. Uno se acostumbra a todo. A algunos les sirve el estar moviéndose y hacer algo de ejercicio, porque mientras mantienen el cuerpo activo, no se duermen nunca. Otros dicen que esa técnica les resulta contraproducente, porque en algún momento llega el cansancio todo junto y es más complicado luchar contra él.

Los monitores nos ayudan. Nos controlan para que nunca durmamos demasiado. Nos encienden luces cegadoras, o ponen ruidos muy fuertes para luchar contra nuestra pereza. Sobre todo a los nuevos, somos los que más tenemos que acostumbrarnos. Entre los veteranos hay alguna recaída, pero no son habituales. Los monitores están muy orgullosos de su éxito y nosotros de nuestro aumento de la productividad.

Por lo demás, aunque uno siga los consejos ajenos, cada cual ha de hacerse responsable de encontrar su propia forma de dormir menos. El café y otros estimulantes están prohibidos, el reducir las horas de sueño debe hacerse como superación personal y no como dependencia de una sustancia. Si no, el entrenamiento a la larga no sirve para nada.

Las primeras semanas son bastante duras, y eso también lo saben los demás. Hay momentos en los que parece imposible pasarse otra noche sin dormir mínimo seis horas. Sin embargo, una vez que cruzas "la barrera", como la conocen los veteranos, todo empieza a ser diferente. Dónde está "la barrera" depende de cada persona. Para algunos se cruza a los cuatro o cinco días, otros necesitan semanas. Pero una vez que la cruzas, la vida se vuelve distinta. Entras en un plano de la realidad en el que te encuentras a varios pasos de distancia con el mundo. Efectivamente, es como si hubiese una barrera entre la realidad sensible y tu percepción, una niebla inasible. Y entonces todo se vuelve amable. Las cosas dejan de ser importantes, y sientes una felicidad sin motivo. Tu cuerpo suelta los lastres, como la ansiedad, o el miedo al futuro, y ya nada importa demasiado.

Otro aliciente para los nuevos es la existencia de César. César lleva un año aquí. Superó "la barrera" en la primera semana, después siguió mejorando, trabajando todos los días, hasta que logró llegar al estado de no dormir nunca. Ni siquiera una cabezada, un microsueño semanal. Nada. Hay quien se dedica a seguirle durante todo el día, buscando esa pausa, sin éxito. La mente de César es más despierta que la de cualquiera de nosotros, monitores incluidos. Él no está atado a las leyes de la causalidad, el espacio o el tiempo. Privado de sueño, su mente es conciencia plena, productividad pura.

Nos entrenamos a diario para ser como César. Durmiendo cada día menos, un segundo menos. Distanciándonos del mundo. César ni siquiera parpadea, su mente está en un más-allá, en un aún-más-lejos tal, que no necesita los ojos para ver el mundo. Que no necesita las manos para moverlo. A veces siento que me habla en una especie de sueño lúcido, en las horas en las que estoy más despierto y más agotado, y me anima a continuar. Somos su séquito de ojerosos. Cada vez más lejos, cada vez más lejos, hasta que el mundo se vuelva una mota de vaho lejano.


13/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (31/40): Mi cuerpo

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La separación entre cuerpo y mente ha sido un axioma de cualquier filosofía europea desde hace milenios. Sin embargo, ese axioma nunca caló profundamente en Atlán, porque Atlán no está propiamente dicho en Europa, sino justo debajo de Europa. Una cueva, situada en algún lugar a los pies de los Alpes, lleva a un laberinto de galerías, una de las cuales terminará, tras varios días de camino, desembocando en Atlán.

La ciudad subterránea había sido olvidada desde los tiempos antiguos. Al igual que Europa, se había ido expandiendo, siempre hacia lo ancho, y había desarrollado su propia historia paralela. En ningún momento Europa miró hacia abajo, y desde Atlán nunca se miró hacia arriba. Eran tan pocos los viajeros que iban de un lugar al otro, que el reino de la superficie resultaba tan mítico a ojos de los atlantes como Atlán podía serlo para el resto del mundo.

Aun así, ni la falta de comunicación, ni la ignorancia mutua en la que se tenían los de arriba y los de abajo, fueron una barrera lo suficientemente sólida como para frenar un fenómeno tan radicalmente expansivo como el cristianismo. En Atlán estaban prácticamente aislados de toda la cultura occidental, pero eso no les impedía ser cristianos.

Conocí esta historia a través de un seminarista atlante que había decidido viajar fuera de su tierra por un tiempo, antes de ordenarse sacerdote. Salir de Atlán no estaba explícitamente prohibido, pero era algo peligroso. Resultaba fácil perderse en las galerías de cuevas subterráneas, y aún lo era más extraviarse en la superficie. Más veces que menos, marcharse significaba no volver. Viajar se había convertido en una costumbre desaconsejada para cualquier atlante, y, como ocurre con la mayoría de estas costumbres, en cualquier cultura del mundo, quien rompe un dogma, por mucho que este sea autoimpuesto, termina convirtiéndose en una especie de proscrito.

Cuando encontré al seminarista, él ya se encontraba en una espantada carrera de vuelta a casa. Dijo haber durado pocas semanas aquí, y que huía horrorizado por las costumbres que había visto en la superficie. Contrariamente a lo que imaginé en un primer momento, no fueron cosas como la luz del sol, o que en vez de una bóveda de piedra, se encontrase con un techo azul que parecía no tener fin. Su mayor desentendimiento con nuestra cultura fue, precisamente, la religión.

En su verborrea indignada, entendí que le resultaba aberrante el puritanismo cristiano, que para él debía ser prácticamente herético. Si el gran dogma es que Dios es amor, se preguntaba, ¿por qué aquí los religiosos renunciaban al amor carnal, incluso predicaban contra él? ¿Cómo se puede amar sólo con la mente, prescindiendo del cuerpo? Para el seminarista, la pregunta era casi más filosófica que teológica. Sencillamente no había lugar. Incluso le había dado la impresión de que también ponían límites al amor imaginado, a la ilusión del amor, al amor secreto y cualquier otra forma de amar, aunque no se exteriorizase de ninguna forma.

En la superficie, la gente había abandonado el gran regalo divino de amarse los unos a los otros, o lo habían diluido, quedándose con formas espurias de amor, amores mutilados. Cada vez que hablaba de una forma más elevada de amor, ellos lo tachaban de lujuria, obscenidad y concupiscencia. Más de una vez tuvo que salir huyendo ante la amenaza de una turba que quería darle una paliza, sólo porque en mitad de una conversación, se le había ocurrido acariciarle la cara a su interlocutor.

El amor es lo único que jamás podrá sobrar en el mundo, por eso es un don divino. El amor es aquello que nunca damos demasiado. Nadie gana siendo avaro con unas riquezas que no se gastan, y que, más aún, aumentan cuanto más se prodigan. En Atlán nadie ama a otro en secreto. Por eso en Atlán todos los hombres y mujeres pueden amarse cuando y donde quieran, con la confianza de que es mutuo y que están cumpliendo con los mandatos divinos. En la superficie, demostrar amor públicamente solía acarrear una condena en nombre del mismo Dios que dijo "amaos los unos a los otros".

Todo esto no me lo decía con enfado, sino con la lástima de alguien que da por perdido algo que le era querido. Le pedí que me explicase cómo eran allí las eucaristías. Me lo explicó mientras se ponía en pie, dispuesto a marcharse definitivamente de aquí y no volver jamás. Sus misas eran un festín donde cuerpos y almas se fundían y se devoraban mutuamente. Cada ocasión era elegido un feligrés distinto para ser el centro de la ceremonia, y que se entregase con su cuerpo, mientras que los demás le rodeaban y le usaban para darse y darle placer. Piel con piel, bocas y aliento. Dejarse ir, dejarse llevar. Compartirse. Todo acto de amor estaba permitido. Y aquél era un amor sagrado. Cada beso, cada mordisco en la piel, cada vello erizado eran ritualizados. Nada había más puro, más consagrado, más pío, que el acto de colocar unos labios sobre el cuerpo que allí se ofrecía. Era la mismísma palabra de Dios, cuando el Verbo se hizo Carne. Y era la encarnación de las palabras que Jesús nos dejó: tomad y comed todos de él, porque este es mi cuerpo.



12/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (30/40): Vas a ser muy feliz, de verdad

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-    Enhorabuena. Enhorabuena por vuestra boda, de verdad… es… fantástico.
-    Sí, ¿verdad?
-    Es que… me has dejado en shock, de verdad. Ha sido como “buah”. Y mira que lo sabía, o sea, que se veía venir que ibais a acabar casándoos. Porque, eso, estáis hechos el uno para el otro. Es decir, tenéis vuestras diferencias, claro. Pero eso os complementa ¿no? Tú, por ejemplo eres mucho más sensible. Tienes una sensibilidad que… Y no todo el mundo entiende eso. Pero así aprendéis el uno del otro.
-    Gracias. La verdad es que tengo nervios. Pero vamos a hacerlo sencillo. Y planificando poco a poco, que no se nos acumule todo.
-    Sabes que si necesitas algo… ayuda para lo que sea…
-    Lo sé, gracias.
(Silencio)
-    De verdad que me alegro mucho. Deberíamos celebrarlo. Hacer una juntada y tomar algo todos o algo así. Mira que alguna vez lo hemos hablado en el grupo, que ya os tocaba boda. Pero que me lo digas así de repente…
-    Claro, eso mismo me paso a mí cuando me lo pidió. La misma sensación. Como algo que he querido siempre, y al mismo tiempo llega tan rápido que daba como vértigo.
-    Claro, pero es una buena noticia, y…
-    Como que vino sin avisar y dije sí, sin saber lo que decía.
-    Claro, pero eso, es algo bueno. Y cuando lo has contado tenías una cara de felicidad… Te va a hacer muy feliz todo esto. Y yo me alegro mucho por ti, porque sabes que te quiero muchísimo, que te he querido siempre… y… ya… ya me entiendes.
(Silencio)
-    Tenías que haber visto la cara de mi madre cuando se lo conté. A ella sí que le sorprendió… y me puso una cara… casi se le cae el vaso al suelo. Y sabes que ella nunca ha sido una persona torpe. Todo lo contrario. ¿Sabes que hubo un año que empezó a practicar esgrima?
-    No, no sabía
-    A sus cincuenta y cuatro años la tía, o cincuenta y cinco, o por ahí. Primero se quedó callada, y luego me dijo que quizá estaba cometiendo un error… Eso fue lo primero que dijo. Pero luego me abrazó y me dijo “vas a ser muy feliz” y me dijo que me apoyaría en todo. Acabamos la tarde bebiéndonos media botella de vino entre las dos, y partiéndonos de risa.
(Silencio)
-    Tu madre… Tu madre también es una persona muy especial. Dale saludos de mi parte.
-    Está muy bien ahora. Llevaba una época mala, pero ya vuelve a estar bien.
-    Me alegro. Las madres son… hay que hacerle caso a las madres. Saben mucho. Es decir (pausa) Enhorabuena. Vas a ser muy feliz, de verdad.


9/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (29/40): Alimentar a la bestia

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El ascensor asciende hasta mi piso lenta y quejumbrosamente, con un chirrido lastimero. Abre sus puertas con un deje de melancolía y cansancio. Me mira con los ojos hinchados, grises y suplicantes. No hace falta ser un lince: hoy el ascensor no ha comido. Puede que incluso lleve varios días sin hacerlo. Dejo caer por el hueco entre el ascensor y el rellano unos tickets de la compra que tenía en el bolsillo. Él los engulle agradecido, pero sé que no es suficiente. Me prometo llevarle una barra de pan completa a la vuelta.

Empezó cuando yo era niño. Cuando usaba el ascensor (y me acordaba) solía dejar caer algo por ese hueco entre él y el rellano para darle algo de comer. En agradecimiento por hacer el enorme esfuerzo por subirme a mí y a mis cosas, y además para que tuviese la energía necesaria para hacerlo.

Y poco a poco el ascensor se fue acostumbrando a ello. Si no le alimentaba, me subía de una forma más renqueante, como si de repente le costase un esfuerzo indecible realizar la misma tarea que llevaba años realizando sin recibir ninguna recompensa a cambio. Poco a poco, también empezó a hacerlo con los vecinos. Llamaron al técnico numerosas veces, pero mientras él estuviese presente, el ascensor funcionaba perfectamente, haciendo quedar al resto de vecinos como estúpidos. Finalmente, en una junta vecinal, me decidí a contarles toda la verdad, y a explicarles la necesidad de alimentar regularmente al ascensor para que siguiese funcionando como antes. Me tomaron por idiota.

Me vi entonces con la secreta misión de alimentar al ascensor incluso cuando no lo usaba, y cuidar su salud. Me preocupaba por él, aunque también me parecía que se estaba volviendo demasiado exigente y malcriado; y que la cuestión sobre su alimentación era más un tema de capricho que de supervivencia. Por otro lado, me daba miedo que, ahora que les había contado la verdad, si el ascensor seguía fallando, los vecinos la tomasen conmigo a falta de un mejor culpable.

La voracidad del ascensor siguió en aumento. Ya no le valía con papeles o restos de basura. Ahora quería alimentos, pan, dulces, chocolate. Más de un vecino estuvo a punto de pillarme mientras trataba de hacer que un pedazo de bizcocho entrase por el hueco. Después de alimentarle, se mostraba agradecido y me subía y bajaba a velocidad de vértigo, hacía cambios de ritmo, simulaciones de caída libre... todo para entretenerme y complacerme.

Hasta que, con el tiempo, dejó también de mostrarse agradecido conmigo, y exigía cada vez más. Ninguna comida le parecía suficiente. Devoraba lo que yo le ofrecía, pero después seguía con la misma actitud dejada y cansada. Si acaso, como única muestra de que había recibido mi ofrenda, me llegaba un pequeño eructo desde lo más profundo del sótano. El ascensor se estaba aprovechando de mí. Era mi deber ponerle a dieta.

Pasé semanas sin darle ningún tipo de alimento. Nada. Me volví inmune a los borborigmos que hacía cada vez que pasaba por su lado. Usé siempre las escaleras, para evitar la tentación si me subía a él. Y no pregunté a ningún vecino por su funcionamiento, para que la lástima no me hiciese ir corriendo a socorrerle. Una tarde, desde mi casa escuché un grito. Parecía la voz de mi vecina. Cuando salí al rellano, me encontré, frente a la puerta del ascensor unos zapatos de señora, un bolso, un paraguas. Pero ni rastro de mi vecina. El ascensor me miraba desafiante, orgulloso, imponente, pleno.

8/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (28/40): La carretera

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Mis perseguidores no estaban muy lejos de mí cuando llegué a la carretera. Me detuve en seco. Esa carretera no debía estar ahí. Esa maldita carretera. Tenía seis carriles, tres en cada dirección, y una pequeña mediana con algunas plantas, entre ellos. El silencio era absoluto. El sol pegaba con fuerza. Mis perseguidores se acercaban. Algunas plantas, casi arbóreas, invadían levemente la carretera, haciendo alguna mella en este o aquel carril.

Miré a ambos lados. El mismo erial parecía extenderse a izquierda y derecha. Corrí hacia la izquierda, siempre paralelo a la carretera, pero guardando una distancia prudencial con ella. El sol seguía golpeando. Poco después escuché un grito: mis perseguidores habían llegado a la carretera y se habían encontrado con el mismo problema que yo. No me cabía duda de que pronto continuarían con su caza; seguí corriendo.

En cierto momento, encontré una posible salvación. Un abeto reseco se erguía en mitad de la mediana. Proyectaba una sombra que casi cruzaba la carretera, a falta de medio metro. Me vi capaz de salvar esa distancia, y, en efecto, de un salto, lo logré. Caminé a lo largo de la sombra del abeto hacia la mediana. A mi lado la carretera ardía, pero en la sombra estaba seguro.

Desde la mediana no parecía haber una forma de cruzar al otro lado. Las plantas impedían a su vez el avanzar rápidamente a través de ella. Traté de ocultarme entre ellas lo mejor que pude, pero, sin éxito; mis perseguidores me descubrieron en cuanto pasaron por mi lado. Pero tuve suerte, el sol se había movido en ese tiempo lo suficiente como para que la sombra del abeto no fuese alcanzable desde la orilla de la carretera, ni siquiera con un gran salto. Ninguno de mis perseguidores fue tan estúpido como para aventurarse en la carretera a pleno sol.

Nos quedamos allí, mirándonos en silencio. Ellos a mí y yo a ellos. Cada uno a un lado de la carretera. Viendo cómo la sombra del abeto se movía lentamente, a lo largo de los tres carriles, hacia mí, hacia la mediana. Ninguno podíamos hacer mucho más que esperar en aquel momento. A mí me venía bien aquel descanso, pero intuía que a mis perseguidores también.

Con el tiempo, la sombra llegó a la mediana. Ellos sacaron unas tiras de cecina y empezaron a comérselas. Yo no tenía nada que llevarme a la boca, y mi estómago rugía. Las horas se hacían largas. Al menos yo seguía conservando la sombra del abeto. No quería imaginar cómo lo estarían pasando ellos, sentados bajo la sombra que podían improvisar con sus ropajes y bártulos. Empecé a dormitar levemente, sin caer rendido del todo. Me pareció que ellos hacían lo mismo.

La sombra del abeto cruzó la mediana y atravesó la carretera hasta el lado contrario. Caminé sobre ella del mismo modo que había hecho antes, y, de otro salto, llegué a la otra orilla. Corrí alejándome de la carretera todo lo que pude. La maldita carretera. La maldita carretera me había hecho perder todo el día, pero a cambio me había alejado de mis perseguidores. Había ganado tiempo, algo de ventaja. Un par de horas quizá. Hasta que la noche cayese sobre la carretera, y mis perseguidores emprendiesen de nuevo su caza.

7/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (27/40): El entierro de la mosca

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En mi pueblo, además del entierro de la sardina en carnavales, se hace el entierro de la mosca. Es un evento que se hace al final del verano. Para celebrar de alguna forma, no se sabe si alegre o triste, que con el frío ya no quedan moscas vivas en el pueblo. Que desaparecen todas hasta el siguiente verano y dan un pequeño respiro a nuestras pieles, cansadas de darnos manotazos. 

Se fabrican unos pequeños ataúdes muy ornamentados, con madera de haya o de encina. piezas maestras de ebanistería que se empiezan a preparar el 1 de mayo del año anterior. Prácticamente todo el mundo en el pueblo participa de alguna forma en su elaboración. Y esos ataúdes se llevan vacíos por todo el pueblo hasta el cementerio de moscas, que es un roble que hay justo a la salida de atrás del cementerio nuestro, el cementerio humano. Se diría que el cementerio de las moscas está un paso más allá del más allá. Se hace una gran fiesta y una procesión y comparsa, se prepara comida y viene gente de los pueblos vecinos. Es una de las grandes fiestas y orgullos del pueblo.

No hay un día fijado para el entierro. Los ancianos hablan con la gente, mantienen un registro. Todos los días van preguntando a los demás si ese día han visto alguna mosca viva o no. Cuando ocurre que todos los habitantes del pueblo aseguran que no han visto ni una sola mosca viva en las últimas veinticuatro horas, se declara, de forma oficial, que al día siguiente se celebrará de entierro de la mosca.



6/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (26/40): El nombre de todos ellos

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El cuello se desdobla hacia atrás, y eleva el esternón. El esternón se levanta y sale del pecho, y al estar libre se convierte poco a poco en un cactus verde. Sus espinas crecen, se alargan sin fin hasta llenar toda la habitación, y forman una tela de araña. Tirando de uno de los hilos de la tela, toda ella se encoje y forma un ovillo de lana mullido. El ovillo se contrae y de su parte inferior nace un huevo. El huevo se rompe y de él sale una planta.

La planta crece y crece. No se para, y su final está más lejos de lo que alcanza la vista, se confunde con el cielo. Jamás seré capaz de llegar hasta la cima de la planta. La planta que nació de mi esternón, de mí. La planta que soy yo, y yo nunca podré llegar hasta arriba de ella.

Si fuese un pez, nadaría en círculos alrededor del remolino. Si fuese un ave me zambulliría en el hielo. No puedo ver el fin de mí mismo. ¿Conoce alguien las fronteras de su propia alma para poder decir "yo soy yo"?

Hay una habitación, y mi padre me espera en el centro de ella. La habitación está llena de mucha otra gente. No cabe una sola persona más, así que tengo que empujar a todo el mundo para llegar hasta mi padre. Tengo que colarme en cualquier hueco, apartar, hacer fuerza, dar y llevarme codazos. Me cuesta mucho tiempo y esfuerzo lograrlo, pero al final logro llegar hasta él. Cuando llego, me dice que no tenía por qué haberme esforzado tanto, que todos los demás de la habitación son fantasmas y que les podría haber atravesado sin problema. Me explica que son todos los fantasmas de la familia. Todos y cada uno de mis antepasados. Que es una pena que no los conozca, pero que ahora que estamos todos reunidos, es una gran oportunidad para hacerlo. Yo sigo sintiéndome apretado por todo el resto de la gente, no hay forma de estar cómodo, y no han cesado los empujones y los codazos. Aun así, le pregunto. Le pido que me cuente, o que me presente a alguien. Mi padre me mira muy serio. Hijo, me dice, hijo, todos los fantasmas se llaman Guillermo.

5/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (25 /40): Inseparables

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Cada día, cada vez, después de hacer el amor, nos quedábamos un rato en la misma posición en la que habíamos acabado. Con un cuerpo descansando sobre el otro, dándonos calor. Nos quedábamos así hasta que empezábamos a notar el frío, o alguno de los dos sentía la necesidad de levantarse, o de cambiar de postura, o nos llamaban los quehaceres diarios.

Al separarnos, quedaba entre nosotros una especie de película,, un humor, no-mucosa, no-adiposo, que iba de mi cuerpo al suyo y viceversa. Si yo iba, por ejemplo, al baño, el humor no se despegaba de mi cuerpo. Se estiraba, hacía esquina en el pasillo y en el quicio de la puerta, y entraba conmigo al aseo; mientras que del otro lado seguía adherido al cuerpo de él, que seguía tumbado en su cama.

Una vez que el humor nos había unido, no desaparecía tan fácilmente. Yo me iba a mi trabajo, y él al suyo, y aquella película viscosa se iba alargando hasta convertirse casi en un hilito translúcido, que se aferraba a nosotros con fuerza, decidido a no soltarnos. Mi jefe me miraba y decía "Señorita, tiene usted algo que le sale del cuello de su camisa", mirándome con cierto desagrado, sin atreverse a tocarlo. Yo me encogía de hombros y seguía trabajando en silencio, como quitándole importancia. No hacía mucho caso, porque sabía que lo importante de todo es que al otro lado del hilo estaba él, y que había algo que unía mi respiración con la suya, y mis latidos a los suyos, y mis movimientos a los suyos. Éramos inseparables. Porque aunque el humor no era tirante ni tenso, yo sabía que si le daba algún ligero tirón, él lo sentiría al otro lado, y lo mismo pasaba al revés. El humor me permitía estar conectado con él todo el tiempo. Pasase lo que pasase, habría siempre una parte de mi cuerpo tocando una parte de su cuerpo.

Éramos inseparables. Éramos inseparables. Siameses en la distancia. Besos al vuelo.

Aunque el humor no era tirante, ni tenía tensión, su fortaleza constituía la promesa inviolable de un nuevo encuentro. Como el sedal de un pescador que debía ser recogido. No sé cómo habría sido capaz de soportar la ausencia de su cuerpo de no existir el humor. Sin esas gotitas del sudor de él que se desplazaban por toda la ciudad y llegaban hasta mí a lomos del humor. Esa intimidad sin estar cerca, saber que no podíamos alejarnos ni aun estando lejos. Podía sentirle siempre junto a mí, en mí, pegado a mí, adherido a mí.

Esperando, sólo esperando, a que llegase de nuevo la noche y volver a él, a su cuerpo completo, a su cuerpo sin intermediarios. Ir viendo cómo al acortar nuestra distancia el humor vuelve a ganar consistencia, fuerza, color, viscosidad.

Irremediablemente volvemos a juntarnos, a unirnos en nuestra bola, nuestro capullo denso, sólo para nosotros dos. Y recargarlo, y hacerlo cada día más fuerte, más denso, más sensible. Para que mañana pueda notar a través del humor cada parpadeo de él. Más sensible, más nuestro.


4/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (24/40): El estigma / El poeta

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Llegué a la aldea del mismo modo que había llegado la mayoría de la gente antes que yo: buscando signos de vida. Era reconfortante ver que algún tipo de civilización volvía a resurgir, aunque fuese de un modo tan rudimentario. Quizá, de hecho, fuese aún más reconfortante precisamente por ser rudimentario. Era un asentamiento de poco más de mil personas. Edificios pequeños, construidos con madera y restos de metal y plástico. Todo el mundo imaginaba que debían existir más asentamientos en otros lugares, pero de momento nadie había escuchado nada. Las pocas personas que llegaban a la aldea se quedaban a vivir, así que tampoco había mucha posibilidad de difusión de noticias. Algunos pensaban que de momento era mejor así.

Todos los recién llegados eran bienvenidos. Me trataron bien. Se aseguraron de que comiese, bebiese y que cogiese fuerzas, que no tuviese ninguna enfermedad, que no me faltase de nada de lo que ellos disponían. Después de varios días caminando solo, sin comida y sin descanso, aquello parecía demasiado bueno para ser cierto.

Cuando me vieron recuperado, me hicieron la pregunta de rigor. "¿A qué te dedicabas en tu anterior vida?" A qué me dedicaba. La pregunta me sonaba tan extraña... Quizá fuese por la locución "en tu anterior vida" que me sonaba terriblemente fuera de lugar. Es el mundo el que ha muerto, no nosotros, nuestra vida sigue. Pero a qué me dedicaba yo. Yo mismo no era capaz de responderme, como si nunca me hubiese dedicado realmente a nada. Debieron ver mi desconcierto, porque volvieron a preguntarme. "Queremos saber cuál era tu profesión antes, porque seguramente sea útil aquí ahora." Aquella aclaración, si lo era, no me hizo entender mejor la pregunta. "Procuramos que, en la medida de lo posible, todos los recién llegados puedan dedicarse a algo similar a lo que hacían antes, queremos que puedan usar su experiencia previa, aquí hace falta aún tanto... médicos, técnicos, albañiles... lo que sea".

No supe qué contestarles. Ese pragmatismo exacerbado, ese aferrarse al pasado como si el mundo siguiese siendo el mismo, me parecía tan ajeno a la realidad, que opté por quedarme callado. Entendía su entusiasmo, pero al mismo tiempo me parecía peligroso. En ese momento me prometí que jamás, pasase lo que pasase, volvería a retomar mi profesión. Al fin, alguien tomó la iniciativa y comentó: "Es un tipo robusto, podemos usarle de soldado".

Fui un buen soldado. Usé la fuerza que tenía que usar para combatir conflictos internos y externos. Nunca más de la necesaria. Pero procuré que tampoco menos. La gente me quería, y al mismo tiempo sabían que no debían meterse conmigo. Me respetaban, respetaban mi contundencia y mi sobriedad. Sabían que mis actos hablaban de mí mucho mejor que mis palabras. Eso era lo único que quería. Mi nueva profesión se adaptaba a mí mejor de lo que nunca hubiera imaginado. Era tan feliz como podía serlo una persona en las circunstancias en las que nos encontrábamos.

Mi caída llegó del mismo modo que llegan todas las caídas. Una mañana me llamaron a voces porque una señora se estaba peleando con otra persona por unos tomates. Era una mujer mayor, así que la aparté con delicadeza, sin inmutarme por los golpes que me daba con su mano. Empezó a armar un escándalo. Gritaba que qué derecho tenía yo, que le quitase las manos de encima, y que me iba a denunciar a las autoridades, hasta que alguien le dijo que yo era el soldado. "Pero qué coño va a ser él un soldado, yo le conozco: él es poeta."

Por mucho que yo tratase de convencerla de lo contrario, ella seguía insistiendo. "Él es poeta, lo juro, yo le conozco". Acabé por marcharme, casi corriendo. Dije que el altercado estaba resuelto y dejé atrás a la señora. Sus palabras, que al principio habían causado incredulidad, fueron calando en la gente de la aldea. Y ya no pude quitarme de encima el estigma.

Ya nadie me buscaba cuando había una disputa, o si necesitaban un escolta para salir de la aldea. Ahora venían a consultarme el significado de tal o cual palabra, o para crear o descubrir una metáfora, o para ayudarles a expresar algo que sentían en el fondo de su alma y no conseguían exteriorizarlo. Como si el mundo actual requiriese algún tipo de metáfora. Como si la vida no fuese lo bastante sobria como para encima frivolizarla con metonimias. Como si un verso pudiese cambiar al realidad. Como si el alma del hombre necesitase algún tipo de alimento y no se conformase con lo que come su cuerpo.

La retórica había sido la mano en la sombra que había hecho que el mundo se desmenuzase desde dentro. Y ellos, estos degenerados con los que convivía, querían resucitarla. Sus miradas estaban llenas de anhelo y esperanza. Me suplicaban que les recitase algo, lo que fuese. No entienden que las palabras se las lleva el viento. No entienden que una palabra comienza a ser un arma en el mismo instante en el que empieza a designar algo más que su significado concreto. Un corazón es un órgano, y en el momento en el que empieza a ser otra cosa, el lenguaje se vuelve hipócrita primero y dañino después.

Por eso yo sólo quería hablar con acciones.

Traté por todos los medios de que me dejasen ser, de nuevo, un soldado. Pero por muchas palabras que empleé, no me hicieron caso. No sería tan buen poeta si las palabras me traicionaban cuando más las necesitaba. Pero ellos tampoco vieron eso.