4/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (24/40): El estigma / El poeta


Llegué a la aldea del mismo modo que había llegado la mayoría de la gente antes que yo: buscando signos de vida. Era reconfortante ver que algún tipo de civilización volvía a resurgir, aunque fuese de un modo tan rudimentario. Quizá, de hecho, fuese aún más reconfortante precisamente por ser rudimentario. Era un asentamiento de poco más de mil personas. Edificios pequeños, construidos con madera y restos de metal y plástico. Todo el mundo imaginaba que debían existir más asentamientos en otros lugares, pero de momento nadie había escuchado nada. Las pocas personas que llegaban a la aldea se quedaban a vivir, así que tampoco había mucha posibilidad de difusión de noticias. Algunos pensaban que de momento era mejor así.

Todos los recién llegados eran bienvenidos. Me trataron bien. Se aseguraron de que comiese, bebiese y que cogiese fuerzas, que no tuviese ninguna enfermedad, que no me faltase de nada de lo que ellos disponían. Después de varios días caminando solo, sin comida y sin descanso, aquello parecía demasiado bueno para ser cierto.

Cuando me vieron recuperado, me hicieron la pregunta de rigor. "¿A qué te dedicabas en tu anterior vida?" A qué me dedicaba. La pregunta me sonaba tan extraña... Quizá fuese por la locución "en tu anterior vida" que me sonaba terriblemente fuera de lugar. Es el mundo el que ha muerto, no nosotros, nuestra vida sigue. Pero a qué me dedicaba yo. Yo mismo no era capaz de responderme, como si nunca me hubiese dedicado realmente a nada. Debieron ver mi desconcierto, porque volvieron a preguntarme. "Queremos saber cuál era tu profesión antes, porque seguramente sea útil aquí ahora." Aquella aclaración, si lo era, no me hizo entender mejor la pregunta. "Procuramos que, en la medida de lo posible, todos los recién llegados puedan dedicarse a algo similar a lo que hacían antes, queremos que puedan usar su experiencia previa, aquí hace falta aún tanto... médicos, técnicos, albañiles... lo que sea".

No supe qué contestarles. Ese pragmatismo exacerbado, ese aferrarse al pasado como si el mundo siguiese siendo el mismo, me parecía tan ajeno a la realidad, que opté por quedarme callado. Entendía su entusiasmo, pero al mismo tiempo me parecía peligroso. En ese momento me prometí que jamás, pasase lo que pasase, volvería a retomar mi profesión. Al fin, alguien tomó la iniciativa y comentó: "Es un tipo robusto, podemos usarle de soldado".

Fui un buen soldado. Usé la fuerza que tenía que usar para combatir conflictos internos y externos. Nunca más de la necesaria. Pero procuré que tampoco menos. La gente me quería, y al mismo tiempo sabían que no debían meterse conmigo. Me respetaban, respetaban mi contundencia y mi sobriedad. Sabían que mis actos hablaban de mí mucho mejor que mis palabras. Eso era lo único que quería. Mi nueva profesión se adaptaba a mí mejor de lo que nunca hubiera imaginado. Era tan feliz como podía serlo una persona en las circunstancias en las que nos encontrábamos.

Mi caída llegó del mismo modo que llegan todas las caídas. Una mañana me llamaron a voces porque una señora se estaba peleando con otra persona por unos tomates. Era una mujer mayor, así que la aparté con delicadeza, sin inmutarme por los golpes que me daba con su mano. Empezó a armar un escándalo. Gritaba que qué derecho tenía yo, que le quitase las manos de encima, y que me iba a denunciar a las autoridades, hasta que alguien le dijo que yo era el soldado. "Pero qué coño va a ser él un soldado, yo le conozco: él es poeta."

Por mucho que yo tratase de convencerla de lo contrario, ella seguía insistiendo. "Él es poeta, lo juro, yo le conozco". Acabé por marcharme, casi corriendo. Dije que el altercado estaba resuelto y dejé atrás a la señora. Sus palabras, que al principio habían causado incredulidad, fueron calando en la gente de la aldea. Y ya no pude quitarme de encima el estigma.

Ya nadie me buscaba cuando había una disputa, o si necesitaban un escolta para salir de la aldea. Ahora venían a consultarme el significado de tal o cual palabra, o para crear o descubrir una metáfora, o para ayudarles a expresar algo que sentían en el fondo de su alma y no conseguían exteriorizarlo. Como si el mundo actual requiriese algún tipo de metáfora. Como si la vida no fuese lo bastante sobria como para encima frivolizarla con metonimias. Como si un verso pudiese cambiar al realidad. Como si el alma del hombre necesitase algún tipo de alimento y no se conformase con lo que come su cuerpo.

La retórica había sido la mano en la sombra que había hecho que el mundo se desmenuzase desde dentro. Y ellos, estos degenerados con los que convivía, querían resucitarla. Sus miradas estaban llenas de anhelo y esperanza. Me suplicaban que les recitase algo, lo que fuese. No entienden que las palabras se las lleva el viento. No entienden que una palabra comienza a ser un arma en el mismo instante en el que empieza a designar algo más que su significado concreto. Un corazón es un órgano, y en el momento en el que empieza a ser otra cosa, el lenguaje se vuelve hipócrita primero y dañino después.

Por eso yo sólo quería hablar con acciones.

Traté por todos los medios de que me dejasen ser, de nuevo, un soldado. Pero por muchas palabras que empleé, no me hicieron caso. No sería tan buen poeta si las palabras me traicionaban cuando más las necesitaba. Pero ellos tampoco vieron eso.


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