25/11/20

La chispa en el tímpano

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En casa tenemos una trampilla justo encima del marco de la puerta de entrada. Es cuadrada, como de este tamaño, más o menos. Algo más grande que mi antebrazo, y algo más pequeña que mi brazo completo. Da a una especie de cubículo tan estrecho como profundo. No sabría decir cuánto de profundo. Sé que mi cuerpo completo cabría ahí dentro tumbado sin ningún problema, pero no sé cuánto más allá se adentra. Me viene la imagen de un pasillo en una pirámide egipcia, por el que los arqueólogos se desplazan arrastrándose como serpientes, y la luz de las antorchas se pierde en la distancia.

Algunas veces hemos utilizado el espacio como almacén provisional, aunque la altura a la que está lo vuelve bastante incómodo. Siempre que subimos algún objeto, es pequeño, ligero, y se deja muy cerca de la puerta. Para no perderlo. Para que no sea engullido por la sombra y la distancia; y luego sea imposible encontrarlo. Hasta donde sabemos, el pasillo no tiene fin.

 

Tenemos que pintar el interior el cubículo. No recuerdo la razón. Sencillamente hemos acordado que debía ser así, y ya no nos podemos echar atrás. Yo no quiero entrar ahí. Ni siquiera me animo a mirar en el interior. No es solo el miedo ontológico que me provoca la idea de pintar una superficie infinita. El mero hecho de mirar a través de la trampilla, de asomarme a su oscuridad, me causa una sensación muy parecida a la del vértigo. El cubículo no es una boca, es directamente un estómago. Afortunadamente, Song-Yeon no comparte mis miedos: ya ha subido y se ha colado dentro. Para ella es como un juego. Todo su cuerpo metido en ese hueco voraz, pintando. Sé que está ahí, aunque la oscuridad me impida verla. A veces me llega su voz, muy atenuada, como a través de la pared. También escucho — también atenuado — cierto hilo musical. Trompetas, congas, ritmo cubano.

La voz amortiguada de Song me pide que le lleve una escalera para bajar de allí. Rebusco por la casa. Detrás de una puerta encuentro una escalera de mano de aluminio. Plegable, de color verde. No es esa la escalera que busca Song-Yeon. Si es metálica, no le va a servir, y eso lo sé a ciencia cierta. Sigo con la búsqueda. Abro puertas, miro en armarios, debajo de muebles. En algunos lugares de la casa se escucha mejor la música de antes. La trompeta pa-pa-pa-paaa, pa-pa-pa-paaaa. Tardo una eternidad, pero al final consigo encontrar una escalera de madera. En ella encuentro, además, que en la parte superior de cada mástil hay sendos hatajos bien anudados con un cordel, lo que le confiere cierto aspecto de brocha. Ahora sí, esta es la escalera que necesita Song. Se la llevo corriendo y la apoyo en la entrada del cubículo. Las brochas custodian ambos lados de la trampilla, con lo que ahora tiene cierto aspecto de gruta sagrada.

Song no parece molesta por mi tardanza. A cambio de la escalera me da una botella de color rojo muy intenso. Solo veo su mano pálida asomándose entre la oscuridad. Más allá del codo es imposible ver nada. Me insiste en que por favor no derrame una sola gota del agua de la botella. Sé que lo dice muy seria, aunque su cara permanezca oculta. Es de vital importancia que se conserve llena. Lo siento como una responsabilidad demasiado grande. Me invade el miedo. Un miedo que es premonición de un desastre inevitable, aunque aún sin forma. Que se me caiga al suelo, que la agite demasiado, que alguien la coja cuando no estoy mirando… A pesar de que el tapón está firmemente cerrado, puedo ver cómo algunas gotitas de agua están pugnando por escapar, apretujándose a través de la rosca.

 

Hace mucho frío. Tanto que la propia habitación se ha teñido de un color blanquecino. No es normal que haga tanto frío en casa. Quizá se cuele por alguna ventana o rendija. Apenas tengo abrigo. Mi cuerpo tirita. Es un temblor que comienza en las piernas y va subiendo hacia mi pecho y mis brazos. Un movimiento veloz y constante, ta-ta-ta-ta-ta-ta, al que a veces le entra a contratiempo un espasmo duro, que me agita por completo PUM… PUM… Todo mi cuerpo está capturado por el temblor, pero cuando los espasmos tratan de alcanzar la cabeza, tengo que hacer una gran fuerza y contener, contener, contener. Evitar toda clase de movimiento. Mis dientes son fósforos. Mis dientes son fósforos, y, si castañean, podrían prenderse. Primero uno, luego otro, y acabar quemando toda la casa. Hago mi cabeza dura, de un metal infranqueable. Comprimo mi cuello y mi rostro. El resto de mi cuerpo se abandona a su danza espasmódica, pero mi cabeza es un castillo. Mis vértebras están tan bloqueadas que crujen. Mi mandíbula es el último bastión contra la muerte.

 

Aguanto, aguanto, aguanto.

Comprimo, comprimo, comprimo.

 

Por el rabillo del ojo veo que hay una persona a mi lado. Un hombrecillo enjuto y vestido con un traje de aspecto elegante. Me giro penosamente. Tengo que mostrarle que necesito ayuda, mostrarle mi situación desesperada. Pero no puedo hablar. No puedo correr el riesgo de ser atacado por un espasmo. Un temblor, un castañeo, una chispa que se dispara, un efecto dominó. Cenizas. Así que le miro. Le miro con todas mis fuerzas. Le lanzo una mirada fija y desorbitada. Mi máscara de cristal y hierro se agrieta en torno a la mandíbula y a los párpados. El hombrecillo se gira hacia mí con parsimonia, y me devuelve una mirada tranquila, casi aburrida. Escucho ahora el sonido de una guitarra. Después, empieza a sonrojarse poco a poco. Las mejillas, las orejas, la frente. Me sonríe afable. La guitarra se volvió loca, y hay que ingresarla. Todo el rostro del hombrecillo va tomando el mismo tono colorado, hasta que su cabeza entera es una gran pelota roja.

 

Este lugar es oscuro y húmedo. Hay tierra por todas partes. Miro hacia arriba y veo los cimientos de mi casa. Me muevo sorprendentemente bien bajo la tierra. La noto suave y dócil en mis manos. Doy un manotazo y eso abre un agujero grande. He vuelto a mi elemento después de mucho tiempo. La tierra me da seguridad, soy un ser subterráneo. El abrazo de sus paredes es agradablemente hogareño. La tierra es casi delicada, como si estuviese moldeando algodón. Me desplazo a través de ella sin esfuerzo alguno, como un príncipe, apartándola de mi camino. Me llega el recuerdo vago de que en algún momento de hoy tuve frío, pero ahora no siento nada, y eso me contraria. Estoy cómodo, pero desearía que hiciese más frío ahora. Más que desearlo, siento su ausencia como una amenaza. Escucho una voz dentro de la tierra. Me llega a través de esta y vibra en todo mi cuerpo, con un tono de eco. Es la voz de Song-Yeon. Song-Yeon ha quedado atrapada en la tierra y pide mi ayuda.

 

Empiezo a escarbar tan rápido como puedo. Lanzo manotazos desesperados, pero ya no funciona como antes. La tierra se ha vuelto dura y rocosa; y mis manos al intentar golpearla se van transformando en humo. A pesar de todo, no me rindo, agito el humo de mis manos con vehemencia para ir limando poco a poco la roca. Avanzo a pasos cortos, hago mella. La pared hace un sonido ffffffffffffffffffff uniforme. El polvo negruzco y ceniciento que se desprende, se va acumulando en el suelo y enterrando mis piernas. Por fin encuentro una mano delgada y pálida, que se excita cuando me siente. Continúo fresando con la misma vehemencia, pero acaso con más delicadeza. Logro sacar a la luz, primero el torso, y finalmente el rostro de Song. Ella no hace absolutamente nada por desenterrarse. Me mira con una sonrisa irónica, como preguntándome si no me olvido de algo, de algo muy importante. No decimos ni una palabra. Su expresión se transforma a una que denota felicidad, como alegrándose de mi confusión. Empieza a cantar.

 

“En el barrio La Cachimba se ha formado la corredera…” Le pregunto qué pasa, pero no me hace caso.
“… en el barrio La Cachimba se ha formado la corredera…” Mueve los brazos y la cadera rítmicamente.

“… allí fueron los bomberos con sus campanas, sus sirenas…” Su sonrisa ilumina su rostro. Hacía tiempo que no la veía tan feliz.

“… allí fueron los bomberos con sus campanas, sus sirenas…” Me olvido de algo. ¿Me olvido de algo? Algo importante.

“… ay, mamá, ¿qué pasó? ...” Sus movimientos agitan todo y hace que aún más tierra caiga sobre mis piernas, sepultándome poco a poco.

“… ay, mamá…” Pero no importa, porque soy humo.

“… ¿qué pasó? …”

 

La casa arde. No encuentro a Song-Yeon. El fuego cubre todas las salidas. Si tuviese tierra, podría sofocar algo. Si tuviese. Si pudiese. El fuego me está cercando. El único sitio que parece libre de las llamas es la trampilla sobre la puerta. Me asomo a ella. Ni siquiera con toda la luz del incendio se puede ver el final. Trago saliva. Busco otra posible vía de escape, pero estoy rodeado. El fuego parece empeñado en empujarme hacia el cubículo. No quiero entrar. Las llamas se acercan, me hostigan con fiereza y me lanzan pequeños envites intimidatorios. No puedo resistir mucho más, y termino trepando al cubículo. Entro dentro de ese vacío gástrico. Me quedo pegado al borde, esperando, mirando hacia fuera. Quizá aún aparezca Song. No miro hacia atrás. No quiero comprobar que no puedo ver mi cuerpo completo. Estoy dentro de la oscuridad. Estoy dentro el estómago. Recuerdo entonces que escogí la escalera de madera y no la metálica. La escalera de madera ya habrá sido consumida por el fuego, y ahora Song nunca podrá subir hasta aquí. Las llamas siguen haciéndose fuertes allí abajo. La ceniza vuela por todas partes, su negrura se confunde con la de la sombra, y las motas se pierden en el cubículo. Recuerdo también la botella de agua que me había dado Song, y que hace mucho que no sé dónde está. Si tuviese agua ahora, si tuviese tierra… No sé cómo he podido hacer las cosas tan mal. Las llamas comienzan a trepar también hacia la trampilla. No sé dónde está Song-Yeon. Se escucha música desde el exterior. No sé cómo he podido hacer las cosas tan mal. Estuvo todo mal desde el principio y solo ahora me doy cuenta. Y solo ahora me doy cuenta de que ha sido mi culpa. Porque he olvidado algo. Algo muy importante. No es la botella de agua de Song. Antes de dormir he olvidado algo importante. He hecho las cosas muy mal. Se escucha música desde el exterior, desde más allá de la casa, desde un lugar que lo envuelve todo. No sé dónde está Song, pero empiezo a entender que nunca va a poder llegar conmigo hasta el cubículo a salvo del fuego. Las congas suenan a un ritmo frenético y furioso, como tocadas por cien manos. He olvidado algo antes de caer dormido. El cubículo me va tragando poco a poco hacia lo oscuro. Una lengua de fuego se asoma por la trampilla. La música lo envuelve todo.

 

 

“Al cuarto de Tula

le cogió candela,
se quedó dormida, y no
apago la vela”

 

 

 


 

1/5/20

Histœrias diarias de cuarentena (40/40): El elefante

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(Sala enorme con un montón de estanterías. Las estanterías están llenas de frascos).


UNO: Hola, bienvenida. ¿Cómo fue tu viaje?

SARA: Hola. Bien, creo… ¿dónde estoy?

UNO: Bienvenida, estás en el Gran Almacén. Yo me llamo Uno, y seré tu ayudante aquí.

SARA: ¿El Gran Almacén? Oh, ya veo. Tenéis un montón de cosas guardadas aquí.

UNO: Así es. Pero no lo llames cosas, por favor. Dentro de cada frasco hay un alma.

SARA: ¿Un alma? ¿Pero de quién? ¿Qué tenéis ahí guardado?

UNO: Tranquila. Son sólo las almas de otros como tú, que también han acabado aquí después de morir.

SARA: Espera, ¿quieres decir que yo estoy muerta? Espera, algo recuerdo… estaba en un coche. Luego se puso todo negro. No dolió nada. Siempre pensé que morirse sería distinto.

UNO: Eso está bien. Ahora estás aquí. Aquí es donde guardamos las almas que esperan a ser reencarnadas y vivir otras vidas en otros cuerpos.

SARA: Es decir, que la muerte es como estar metida en un bote durante años.

UNO: Bueno, es más como estar dormida durante mucho tiempo. Por eso no te acuerdas de nada de tus anteriores vidas, porque pasas tanto tiempo durmiendo que al final la realidad termina pareciendo un sueño.

SARA: Yo no sé si quiero dormir tanto tiempo…

UNO: No te preocupes, Sara, puedes esperar el tiempo que sea necesario; yo me quedaré contigo hasta que estés lista. Mientras tanto, quizá quieras ver a alguien.

SARA: ¿A quién?

UNO: A quien tú quieras. Podemos abrir un frasco y sacar a alguien de su sueño durante un rato.

SARA: ¿A quien yo quiera? Entonces... ¿Puedo ver a mi abuelo?

UNO: Bueno… a tu abuelo precisamente lo reencarnaron la semana pasada. Está viviendo de nuevo, otra vida, en otro cuerpo... Pero muy feliz según he oído decir.

SARA: ¿Y qué es mi abuelo ahora?

UNO: Es un erizo. Mira, si quieres podemos verle (hace un cuadrado con los dedos índice y pulgar de ambas manos, a través del cual SARA mira). ¿Ves? Ahora está durmiendo.

SARA: Oh… ¡Hola abuelo erizo! ¿Puedo saludarle?

UNO: No, desde aquí no te puede oír… estamos muy lejos. Pero cada vez que quieras puedo mostrártelo.

SARA: Entiendo… Bueno… pues entonces… (empieza a examinar los frascos de la estantería, y acaba cogiendo uno). Entonces quiero ver a este elefante.

UNO: Sara, lamento de verdad informarte que eso que estás mirando no es un elefante, sino una tortuga.

SARA: Uno… me habías prometido que podría hablar con quien quisiera. No me estás ayudando mucho.

UNO: Tienes razón Sara. Disculpa. Ahora mismo la saco. (Abre el frasco, del que sale la TORTUGA).

SARA: Hola tortuga.

TORTUGA: Hola humana. ¿Por qué esa cara tan larga?

SARA: Bueno… no te ofendas… pero yo estaba esperando encontrarme con un elefante.

UNO: Sara, si te fijas, las tortugas y los elefantes tienen mucho en común. Lentos, robustos, viven muchos años, lo que les da sabiduría…

TORTUGA: Bueno, Uno, basta de intentar venderme como un elefante. No soy un elefante. Yo soy una tortuga.

UNO: Una tortuga excelente.

SARA: Oye, Tortuga… ¿cómo es lo de estar encerrada en un frasco?

TORTUGA: No es tan terrible como suena. Al estar dormida casi no me entero de nada. Y puedo soñar mucho. Aunque a veces me gustaría salir un poco a estirar las piernas…

SARA: ¿Cuánto llevas ahí metida?

TORTUGA: Creo que ya más de cincuenta años, estoy esperando a ver si hay una plaza libre de pez. Es lo que me gustaría ser en mi próxima vida.

SARA: Un pez… ¿Entonces puedo elegir en qué reencarnarme?

UNO: Sí, bueno, más o menos. Puedes pedir… pero es más fácil que te toque lo que tú quieres si eliges algo que no quiere todo el mundo. Si eliges lo de todos, te tocará esperar mucho… o quizá te asignen otra cosa.

SARA: Yo quería ser un elefante. Pero para eso antes quiero hablar con uno. Quiero que me cuente cómo es la vida de un elefante. Uno, consígueme un elefante, por favor.


30/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (39/40): Gargajos

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Lo que aquí sucede, nadie puede pararlo. Pero quién querría pararlo. Lo que aquí sucede es algo grande, mucho más grande que cualquiera de las personas que participan en ello. Todos colaboran en el proyecto. Cada uno con lo que puede, sea grande o pequeño. Hasta el más mínimo granito de arena sirve, y nadie va a reprochar al otro por poner de menos.

Es el proyecto de vida de muchas personas unidas, todos en la comunidad dedican su vida al propósito conjunto. Quien tiene algo que ofrecer, lo ofrece. Quien no, dedica su tiempo trabajando allí. La mayoría hacen ambas cosas. Los quehaceres diarios son su supervivencia, pero su vida es el proyecto común. Se levantan excitados, con ganas de ver nuevos progresos, y el tiempo que no están en el recinto, lo pasan hablando con otros sobre su última colaboración, o fantaseando sobre cómo será todo cuando lo terminen.

Porque es un misterio. Saben que todo lo que hacen es para despertar al ser que vive encerrado en la roca. Pero poco más saben.

Siempre hay alguien circulando entre los alambiques que pueblan el recinto, encendidos sobre su fuego perpetuo. Entre los vapores y la condensación, y la sensación constante de estar dentro de una cocina. Fuera hace frío, pero dentro hace calor. Sobre los recipientes vacíos que esperan en las encimeras, los visitantes van depositando sus sacrificios. Lágrimas, restos de la cena de anoche, un regalo de una persona que ya no está, sangre. Después los voluntarios del recinto los recogen y los tratan.

Hay un fuerte sentimiento de unión entre todos. Ahora tienen algo a lo que agarrarse. No una seguridad, pero sí una esperanza. Si todo sale bien, este proceso conjunto, este ser pétreo al que dedican su tiempo y sus obras, puede convertirse en salvación. Y esa unión comunitaria es magia, algo que, sin importar el resultado final del proyecto, ya está operando en ellos.

Todos los que participan en el proyecto forman parte de la magia. Están imbuidos en ella. Pero Nicolav no. Nicolav recela de todo. Nicolav recela porque siente que toda la comunidad se está agarrando a un clavo ardiendo, y que el experimento puede, perfectamente, salir mal. Puede que no ocurra nada, y el ser desconocido siga durmiendo para siempre. O puede que las consecuencias sean inversas a las esperadas, y más que un salvador, encuentren un tirano. Ha tratado de hablar varias veces con otros miembros de la comunidad, pero siente que sus inquietudes causan rechazo instantáneo entre los demás, de modo que termina callándose. Incluso Alicia, que siempre había confiado en él, recela de su compañía en las horas de comida.

Aún va más allá. Su recelo inicial le ha llevado a la sospecha continua. Rumia su descontento consigo mismo, y cada fractura que encuentra en el sistema, le hace reforzar su opinión. Permanece siempre atento a cualquier fallo que pueda encontrar, para entregarse al extraño placer de aumentar la desidia contra aquello que se detesta. Encontró de esta forma que, a pesar de la alabanza masiva al sistema, individualmente muchos buscan formas de sortearlo. Descubrió que dos chicas, de las más plañideras y orgullosas de las lágrimas que llevaban, suelen rellenar sus aportes con aguas residuales. Que un viejito que entrega la tierra bajo sus uñas después de haber estado escarbando con sus manos desnudas durante horas, entrega sencillamente tierra. Que en vez de carne, muchos ofrecen plumas; en vez de sangre, agua teñida con vino; y en vez de vino, gargajos de agua y amapola.

Nicolav no ha compartido sus inquietudes con nadie esta vez. En parte porque dentro de su odio, espera ver al sistema caer por sí mismo, y deleitarse con ello. Pero en parte también porque no puede negar la existencia de la magia, y su influencia en la comunidad es algo incontestable. La magia funciona. La comunidad funciona. Todo se basa en una mentira, y aún así, de un modo pérfido, funciona. Y esta idea tan perversa le produce un placer que no es capaz de describir. Un placer que puede ser la anticipación de la caída del sistema, o la fascinación de que un castillo tan inmenso pueda mantenerse imponente y enhiesto a pesar de no tener cimiento alguno.


28/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (38/40): Laberinto

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Quisiera entrar en el laberinto. La visión imponente de sus muros exteriores, que se advierten desde cualquier punto de la ciudad, me causan al mismo tiempo pavor y fascinación. Tan oscuro, una construcción terrorífica de un obsidiana mate. Inmensa. Más alta que cualquiera de los edificios de la ciudad. Más ancha que la vista. A sus pies helados no llega nunca el sol y se acumula la niebla. En su superficie se percibe solamente un hueco, una entrada de cinco metros de altura, que en su fachada rasa parece apenas una grieta.

Se presentaron una mañana, venidos de todas partes, un ejército colosal de albañiles. Cada uno conocía exclusivamente la parte del laberinto que debía construir, y tenía instrucciones precisas de cómo debía hacerlo. Cuando terminaba, debía marcharse. Tenían prohibido hablar con nadie, ni con nosotros, ni con otros albañiles. A veces pasaban vehículos de los supervisores. Ellos sí hablaban a los albañiles, para darles alguna indicación, pero su presencia era aún más fantasmagórica que la de aquellos. Con el tiempo, según iban terminado, su presencia fue cada vez menor. Igual que no debían hablar con nadie, tenían la obligación de emprender el camino de vuelta sin compañía de ningún tipo. Dicen que para mantener el secreto del laberinto aún más a salvo, dos asesinos esperaban a los lados del camino, acababan con la vida del albañil que volvía hacia su hogar, y su cuerpo era enterrado en las paredes del laberinto.

Nadie sabe quién fue el arquitecto de todo aquello. Parece una obra demasiado vasta para atribuirla a una sola mente. Sabemos que no ha sido nadie de la ciudad. Aquí solo contrataron su construcción y le dan uso. Quien no cumple las normas, es conducido a la entrada, y allí desaparece.

Muchas veces nos hemos asomado a la puerta. Desde allí vemos un pasadizo que lleva hasta un recodo, por donde desaparecen los condenados, y detrás nada más. Nadie se ha atrevido a pisar dentro del laberinto. Mucho menos a llegar hasta el recodo. A nadie que haya cruzado esa esquina se le ha vuelto a ver con vida.

Deseo ser el primero en hacerlo. El primero en asomarme hasta ese primer recodo, y después más allá. He leído que para escapar de un laberinto, bastaría con colocar la mano izquierda sobre la pared, y seguir caminando siempre sin separarla, hasta que se divise la salida. Sin embargo, imagino un laberinto que sea una columna, donde uno podría estar dando vueltas alrededor de ella sin tocar la salida. Eso sin contar con laberintos cuyas paredes se muevan. O con trampas. O con bestias.

He comprado cable de aleación. Bastante ligero y flexible, pero muy resistente a la tensión y a la cizalla. No me fío de la fragilidad de una cuerda. Una cadena sería demasiado pesada para transportarla en las manos. Quinientos metros de cable. En realidad son insuficientes para recorrer el laberinto, pero sirven para una primera incursión. Un saber a qué atenerme después.

Solo necesito algo seguro donde amarrar el cable. No quiero que me acompañen. Si voy al laberinto, debo hacerlo solo.

Nadie en la ciudad habla del laberinto. El terror que nos produce, con su omnipresencia hostil es palpable en todo momento. No hace falta incluirlo también en las conversaciones para que su efecto se sienta. Yo no le tengo menos miedo, ni me considero más valiente que el resto. Pero hay algo en el laberinto que me atrae irremediablemente. No es sólo el misterio, no es sólo la prohibición. No es la atracción de lo desconocido, o la necesidad de aventura. En el laberinto solo hay una puerta, la puerta por donde entran los condenados. No existe ningún otro tipo de acceso, ni respiradero. Y es eso, la existencia de un laberinto que tiene entrada, pero no salida. Esa inconsistencia. Ese disparate. Una obra tan magna basada en un contrasentido. No dejo de preguntármelo.

27/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (37/40): Toda la vida

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Puedo hacer lo que quiera. Es decir, más o menos. Pero básicamente sí, lo que quiera. Es mi privilegio. Tengo el derecho a equivocarme. Eso me han dicho, ahora estás en una edad en la que tienes derecho a equivocarte. Ellos mismo me lo han dicho. Y vaya si me voy a equivocar.

Vaya si me voy a equivocar. Otros niños... ellos no se equivocan. Ellos procuran no hacerlo. No entiendo por qué. Sucumben en seguida al juego adulto de que hay que hacerlo todo bien y seguir un camino recto. Pero olvidan que nosotros no somos como ellos, nosotros no somos adultos. Todo niño que se comporte así deja, inmediatamente, de ser un niño.

Yo no soy un adulto. Yo no tengo que seguir ningún camino recto. Yo tengo toda la vida por delante. Estoy a eones de alcanzar la edad que tienen ellos ahora. Y ellos también dicen que aún tienen mucha vida por delante. Me puedo equivocar. Vaya si me voy a equivocar. Van a ver. Van a ver. Si errar es humano, van a ver. Voy a ser más humano que todos ellos juntos.

Además ellos tienen responsabilidades. Descubro que ser adulto es eso, tener responsabilidades. Ahora están convirtiendo en adulto a mi hermano Dani. Le dicen "no, no puedes hacer lo que quieras, ahora eres adulto y tienes responsabilidades". Pobre Dani. Creo que él se siente orgulloso de ello. Orgulloso de sus responsabilidades.

Me da pena Dani. Primero me mira un poco altanero, por encima del hombro, porque él tiene responsabilidades y yo no. Eso le hace sentirse más como los mayores. Pero luego le veo irse con la cabeza gacha a hacer sus tareas. No entiendo qué fijación tienen Dani y otros niños en ser como los mayores. Cuando se lo pregunto él me dice que soy muy inmadura para entenderlo. Me da que eso significa que en realidad él mismo no tiene respuesta.

Son ellos mismos quienes me lo han dicho. Los propios adultos. Que tengo derecho a equivocarme. Es como tener carta blanca. No es que necesite tener carta blanca. Haría lo que tengo que hacer aunque no me la hubiesen dado. De hecho, hasta da un poco de rabia que me hayan dado carta blanca, porque estas cosas es mejor hacerlas sin necesitar permiso de los demás. Pero eso no va a arruinar mis planes. ¿Cómo va a arruinar eso mis planes?

Yo tengo toda la vida por delante. Tengo permiso implícito de los adultos. De eso hay que aprovecharse. Y sobre todo, tengo mis manos, tengo mi tirachinas, tengo la navaja suiza que me regalaron. Tengo mi honestidad. Tengo mis cómplices. Tengo una imaginación devastadora. Y tengo un cartucho infinito de primeras veces que vaciar. Vaya si me voy a equivocar.

26/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (36/40): Enviar una carta

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Mañana escribiré a Pablo. O pasado mañana. O más tarde. En cualquier caso, nunca será demasiado tarde.

Pablo y yo vivimos a unos ocho mil kilómetros de distancia. En tiempos donde gozamos de la posiblidad de mandar mensajes a tiempo real, nosotros nos escribimos a distancia real. La comunicación puede tardar meses en llegar desde un punto hasta el otro, como si efectivamente hubiese un mensajero parsimonioso llevando la carta a pie. De él hasta mí y viceversa. Con sus paradas necesarias, con sus tiempos para sentarse y admirar el paisaje, o dar una vuelta más de la necesaria, o quedarse unos días en un pueblo que le ha gustado especialmente.

Hay un paso que aprendí en un entrenamiento de danza butō, que consiste precisamente en dar un paso, un paso caminando. Un paso muy largo, no en distancia, sino en tiempo. La distancia es, de hecho, bastante corta, apenas algo más de la medida del pie. Debe ser tan duradero como se pueda. Un paso que dure un minuto, un paso que dure un día, un paso que dure un año. La única regla es que el pie no puede detenerse. En la dilatación infinitesimal está prohibida la pausa.

Pablo y yo escribimos desde dos perspectivas opuestas. Él es un magnífico analista del mundo en el que vivimos y publica artículos con una precisión esclarecedora. Yo no sé hablar de la realidad, la rompo y me invento mundos y ficciones. Y aun así, compartimos universales. Que esto pueda ocurrir a pesar de la oposición y la distancia, me hace recuperar cierta fe en la capacidad del entendimiento humano. O quizá, precisamente, lo que hace falta para entenderse es fe. O quizá, precisamente, distancia.

Envidio al mensajero que nos lleva las cartas. Quisiera ser yo el que camina pacientemente, perdiéndome voluntariamente en las rutas, dando rodeos para admirar el paisaje, o para saludar a alguien que vive en una ciudad a tan sólo unos pocos cientos de kilómetros, y ya que estamos aquí, por qué no ir a este otro lugar en el que hay un museo famoso, o una escultura, o el perfil de una montaña que es clavado a la cara de un dirigente político, y de allí internarse en cierto bosque a ver una cascada que ha mencionado alguien en el restaurante donde comía, que no sé si se refiere al bosque en el que estoy internándome o a otro, pero qué tenemos que perder.

Como si el auténtico mensaje que nos enviamos fuese "tenemos todo el tiempo del mundo", y no el contenido de la carta que porta. Quisiera acabar llegando a mi destino más por casualidad que por otra cosa, porque cuando uno da infinitos rodeos, necesariamente ha de pasar por todas partes. Y llegar a mi destino y decir "Oh, ¿es usted Pablo? Pues no se lo va a creer, pero llevo en este bolsillo, y desde hace tres años, una carta para usted".

Como si hubiese una seguridad universal en que la carta va a llegar al final a su destino, y no importa antes o después, porque el resultado va a ser el mismo. Y como la carta va a llegar inevitablemente, uno puede permitirse todos los rodeos y las florituras. Uno puede desentenderse de la carta, olvidarse de la carta y de la misión de entregarla, y sin embargo, estará siempre avanzando, incluso cuando retrocede, avanzando hacia el momento de entregarla. En una dilatación infinitesimal, como un paso de butō, sin detenerse nunca.

Tabajar en el opuesto absoluto de la urgencia. Elogiar la distancia. Construir la distancia como un nuevo valor. Si fuésemos inmortales, lo haríamos todo, o no haríamos nada.

23/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (35/40): El hambre

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Siempre tengo hambre.
Calo en seguida a las personas que abusan de una misma especia en todas sus comidas, de forma que todas ellas saben exactamente igual. Me dan asco.
He visitado todas las cadenas de comida rápida que existen.
El azúcar en los alimentos procesados mata. No lo digo por salud; no podría importarme menos el problema de la obesidad infantil. Pero es un falso potenciador de sabor que mata los aromas reales del alimento.
He visitado tantos restaurantes convencionales como he podido.
A pesar de esto, no se engañen: odio a los sibaritas.
Para mí, el principal atributo de una comida es siempre la cantidad.
De niño solía lamer las manos o las muñecas de la gente. Me interesaba conocer su sabor intrínseco, distinto para cada persona. Sabía que era algo que no debía hacer, pero pasó mucho tiempo hasta que fui capaz de parar.
He probado miles de cosas que no se consideran comestibles, sólo por la necesidad de satisfacer mi curiosidad.
El olfato es una forma espúrea del gusto, pero tiene la ventaja de la distancia.
No considero que existan sabores desagradables, simplemente, categorías en el gusto.
Siempre tengo hambre.
He trabajado en decenas de restaurantes distintos, alguno de ellos bastante lujoso. No considero que en ninguno de ellos cocinasen bien. En todos procuré atiborrarme.
Igual que todas las personas tienen su olor característico, también tienen su sabor.
Quisiera probar todas y cada una de las infinitas combinaciones de aromas que existen en el mundo. Sé que es una tarea irrealizable, pero me afano en ello.
Todas las culturas existentes tienen un umbral terriblemente alto en cuanto a lo que consideran comestible y lo que no.
No me gusta engullir. No tengo prisa. Podría — y prefiero — pasarme todo el día comiendo.
Siempre tengo hambre.
El sabor característico de una persona podría utilizarse como método de identificación personal, tan fiable como el iris o la huella dactilar.
Por mi parte, creo que si algo puede ser digerido por el estómago humano, es digno de ser comido. Ciertas cosas no digeribles, pero sí ingeribles también lo son.
Aspiro a encontrar el sabor de los intangibles. La belleza, el odio, la patria, la saciedad.
Aborrezco a la mayoría de las personas y sus hábitos alimenticios. Les da igual tener boca o culo.
Masticar, tragar, digerir, rumiar, deglutir, embuchar, manducar,  mascar, zampar, tascar, devorar, desmenuzar, ingerir, consumir.
El hambre agudiza el ingenio. Siempre tengo hambre.
He viajado por muchos países, recorriendo sus gastronomías. Necesito probarlo todo. Busco eternamente un sabor que soy aparentemente incapaz de encontrar.
Quién llama trozo de carne a una persona. La mayoría no sirven ni para eso.
Cuando me propongo comer algo, sea lo que sea, hago todo lo que sea necesario para conseguirlo.
 

20/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (34/40): Figurines

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Nuestras cosas son más listas que nosotros, porque se saben inútiles. Aquí todo cobra más valor cuanto menor es su propósito.

El taller de Fiona es un diminuto recinto donde se apila todo. Montañas de toda clase de objetos que ella ha ido recogiendo de vete a saber dónde, y que ahora descansan allí, bajo la trémula luz, siendo nada, a la espera. Hasta que en algún momento la mano de Fiona se alargue a coger alguno. En su taller ella los modifica, los combina con otros y crea figuras extrañas e irreales.

En un principio, huyendo de la funcionalidad, Fiona había empezado fabricando figuras con pretensión ornamental. Pero pronto entendió que lo ornamental también una forma de utilidad. Así que se fue encaminado hacia  construcciones que andaban entre lo azaroso y el feísmo. Algo que pudiese ser cualquier cosa, pero jamás fuese ninguna. Algunas de sus figuras las tira, otras las deja perdidas por su almacén. De modo que nuevas cosas se van acumulando sobre ellas, hasta que un día su mano las recoja otra vez, se modifiquen, se junten con otras partes y se conviertan en una nueva figura.

Luis pasa mucho tiempo en el taller de Fiona. Mira las figuras que ella ha fabricado. No las observa, sólo las mira, pero se pasa horas mirándolas. Ella nunca les pone título a sus obras terminadas. Él lo hace por ella.

— "Tetera cuneiforme". "Puercoespín dinámico"

—  Sabes que cuando les das un nombre, les estás dando una importancia que yo jamás pretendí que tuviesen.

— Es mi pequeña contribución a tu obra, termino de terminarla.

— Lo mío ni son obras, ni están terminadas.

Para Luis, ponerles nombre institucionaliza el sentido de inutilidad que ella quiere darle a sus figuras. Para ella, es darle una importancia que no tienen, y traiciona directamente su idea original de crear algo que no sea nada. Pero le halaga que Luis se tome la molestia de hacerlo.

— En cualquier caso, cada vez que recoges algo del suelo, cada vez que lo guardas, lo usas y lo manipulas, estás convirtiendo en útil algo que pertenecía a la basura.

La búsqueda de la inutilidad es infinita. A lo largo de muchas conversaciones alrededor del concepto, ambos han llegado a esa misma conclusión. Plantar un árbol es, en cierto modo, inútil. Observar el correr de un río es inútil. Pero lo son de distinto modo. Hay grados en el utilitarismo. Para Fiona, dedicarse a sus figuras es un modo estimulante de desarrollar la inutilidad. Claro que Luis le picará siempre con que si es estimulante, ya sirve para algo. Fiona sabe que hacer algo que no lleve a ningún fin y que encima sea desagradable, es de un masoquismo que rompe la barrera de lo absurdo.

Tampoco considera que sus figuras sean un hobby. Si bien es condición necesaria que un hobby sea inútil, en lo que ella hace hay un buscar más allá. Para Fiona la búsqueda de lo improductivo es más importante que lograr el entretenimiento o la satisfacción personal.

Tanto Fiona como Luis saben que son buenos en la búsqueda de lo inane, con todas las dificultades que ello entraña. Discutir sobre la inutilidad es ya de por sí inútil y se pasan horas haciéndolo. La misma frase "Voy a hacer algo inútil" encarna una paradoja inevitable: o bien una acción sirve para algo, o bien es útil en su función de recrear la inutilidad.

Y sin embargo — esto también lo saben ambos — no es un camino perdido, más bien es una búsqueda similar a la de buscar la perfección. Inalcanzable, pero todo paso en pos de ella es siempre un avance. Una línea hacia algo. Acaso, hoy en día, la única que merece la pena recorrer.


17/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (33/40): Charlestón

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El Maestro de Ceremonias está enfadado. Cuando se enfada, bebe y golpea todo a su paso. Hoy ha venido poca gente al circo, por eso el Maestro de Ceremonias está tan enfadado. Y ya llevamos varios días de mala racha consecutivos; por eso bebe y golpea todo a su paso. Ahora mismo le echa la culpa a Lilo, el domador. Un tipo orondo y bonachón, que mira tímido al suelo mientras el Maestro carga contra él. La culpa es de los animales, dice, de tus sucios animales. La gente ya no viene a un circo con animales. Los tiempos cambian. La gente ahora piensa de un modo distinto. El Maestro le dice a Lilo que va a echarle del circo, le grita que le va a encerrar en una jaula con todos sus animales, a ver cómo le comen a él, o cómo se comen entre ellos, porque es lo único que puede hacer con él ahora. El domador mira al suelo compungido.

Yo entiendo a la gente que no viene al circo por los animales. Quizá soy de una generación distinta a la del Maestro. Quizá, al no ser director del circo me puedo permitir pensar cosas que él no. Yo entiendo a la gente que no viene al circo por los animales, pero ellos no nos entienden a nosotros. Claro que no debemos traer más fieras salvajes aquí, pero qué hacemos con los que tenemos ahora, qué hacemos con los que nacen aquí. Yo vine al mundo el mismo día que Charlestón, el león más joven. Y desde el primer día estuvimos juntos. Fuimos compañeros de aventuras y juegos. Hemos crecido como hermanos, nos conocemos y queremos. Confiamos el uno en el otro. Más de una vez me ha defendido de los peligros de la vida errante y yo siempre he velado por su seguridad.

Yo sé que el Maestro no habla en serio cuando dice que se librará de Lilo y los animales. Son familia. El Maestro puede ser muy vehemente, pero también tiene empatía, y sabe mantener la cabeza fría cuando ha de hacerlo. Dice que el circo ha cambiado más en la última década que en los anteriores noventa años, y que empieza a estar cansado.

Por cierto que ni yo, ni nadie en el circo conoce la edad del Maestro de Ceremonias. Está en el circo desde siempre, y se mantiene siempre con el mismo aspecto. Todos dicen que cuando se enrolaron en el circo, el Maestro era el hombre que estaba allí desde siempre. Ni siquiera la Pitonisa, o el Viejo Nigromante le han conocido más joven o más anciano.

Aunque los tiempos cambien, el Maestro tiene la experiencia del mundo. Cuida de nosotros, por eso le seguimos. Cuida de la familia. Porque aunque ninguno tiene una relación con ningún animal como la que tengo yo con Charlestón, son familia. Son para nosotros lo que un gato o un perro son para un urbanita. Nos desharemos de nuestras fieras cuando ellos se deshagan de las suyas.

Claro que los animales son trabajadores en el circo, porque todos lo somos. Hasta los niños trabajan aquí. Los animales son iguales a nosotros en todo. Viajan en sus vagones como nosotros, tienen las mismas comidas diarias que nosotros y gozan de nuestras mismas libertades. Cuando acampamos lejos de centros urbanos, no sería raro encontrarse con un elefante caminando por el trigal sin vigilancia, o un tigre trepando por un camión abandonado.

Yo suelo viajar con Charlestón en su misma jaula. Ambos lo preferimos. Él viaja más tranquilo así. Además, su jaula es un poco más grande que la mía, y más cómoda. Mientras el tren nos lleva, yo levanto un poco la tela que cubre su jaula para que pueda ver el mundo y nos de el aire en la cara. Mi jaula apenas tiene un ventanuco, estoy mejor aquí. Estamos bien aquí guardados. Esperando en conserva. Esperando a que el público llegue y nos de un sentido. Mientras tanto le hablo a Charlestón sobre una posible vida fuera del circo. Me pregunto si para él sería posible sobrevivir en otro lugar. Sé que para mí no. He nacido aquí y no conozco otra vida más allá de la jaula y la arena. No tengo cabida fuera del circo. Soy tan bueno en lo mío como inútil fuera de aquí. Creo que a él le ocurriría lo mismo. Pero me gusta contarle esas historias.


15/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (32/40): Séquito de ojeras

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Desde que llegué, no he dormido nunca más de tres horas diarias. Dicen los demás que eso es el principio, que luego te acostumbras y pasas a dormir dos, o incluso una sola. Dicen que después te acostumbras aún más y esa hora que duermes en realidad la divides a lo largo del día en pequeños microsueños. Uno se acostumbra a todo. A algunos les sirve el estar moviéndose y hacer algo de ejercicio, porque mientras mantienen el cuerpo activo, no se duermen nunca. Otros dicen que esa técnica les resulta contraproducente, porque en algún momento llega el cansancio todo junto y es más complicado luchar contra él.

Los monitores nos ayudan. Nos controlan para que nunca durmamos demasiado. Nos encienden luces cegadoras, o ponen ruidos muy fuertes para luchar contra nuestra pereza. Sobre todo a los nuevos, somos los que más tenemos que acostumbrarnos. Entre los veteranos hay alguna recaída, pero no son habituales. Los monitores están muy orgullosos de su éxito y nosotros de nuestro aumento de la productividad.

Por lo demás, aunque uno siga los consejos ajenos, cada cual ha de hacerse responsable de encontrar su propia forma de dormir menos. El café y otros estimulantes están prohibidos, el reducir las horas de sueño debe hacerse como superación personal y no como dependencia de una sustancia. Si no, el entrenamiento a la larga no sirve para nada.

Las primeras semanas son bastante duras, y eso también lo saben los demás. Hay momentos en los que parece imposible pasarse otra noche sin dormir mínimo seis horas. Sin embargo, una vez que cruzas "la barrera", como la conocen los veteranos, todo empieza a ser diferente. Dónde está "la barrera" depende de cada persona. Para algunos se cruza a los cuatro o cinco días, otros necesitan semanas. Pero una vez que la cruzas, la vida se vuelve distinta. Entras en un plano de la realidad en el que te encuentras a varios pasos de distancia con el mundo. Efectivamente, es como si hubiese una barrera entre la realidad sensible y tu percepción, una niebla inasible. Y entonces todo se vuelve amable. Las cosas dejan de ser importantes, y sientes una felicidad sin motivo. Tu cuerpo suelta los lastres, como la ansiedad, o el miedo al futuro, y ya nada importa demasiado.

Otro aliciente para los nuevos es la existencia de César. César lleva un año aquí. Superó "la barrera" en la primera semana, después siguió mejorando, trabajando todos los días, hasta que logró llegar al estado de no dormir nunca. Ni siquiera una cabezada, un microsueño semanal. Nada. Hay quien se dedica a seguirle durante todo el día, buscando esa pausa, sin éxito. La mente de César es más despierta que la de cualquiera de nosotros, monitores incluidos. Él no está atado a las leyes de la causalidad, el espacio o el tiempo. Privado de sueño, su mente es conciencia plena, productividad pura.

Nos entrenamos a diario para ser como César. Durmiendo cada día menos, un segundo menos. Distanciándonos del mundo. César ni siquiera parpadea, su mente está en un más-allá, en un aún-más-lejos tal, que no necesita los ojos para ver el mundo. Que no necesita las manos para moverlo. A veces siento que me habla en una especie de sueño lúcido, en las horas en las que estoy más despierto y más agotado, y me anima a continuar. Somos su séquito de ojerosos. Cada vez más lejos, cada vez más lejos, hasta que el mundo se vuelva una mota de vaho lejano.


13/4/20

Histœrias diarias de cuarentena (31/40): Mi cuerpo

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La separación entre cuerpo y mente ha sido un axioma de cualquier filosofía europea desde hace milenios. Sin embargo, ese axioma nunca caló profundamente en Atlán, porque Atlán no está propiamente dicho en Europa, sino justo debajo de Europa. Una cueva, situada en algún lugar a los pies de los Alpes, lleva a un laberinto de galerías, una de las cuales terminará, tras varios días de camino, desembocando en Atlán.

La ciudad subterránea había sido olvidada desde los tiempos antiguos. Al igual que Europa, se había ido expandiendo, siempre hacia lo ancho, y había desarrollado su propia historia paralela. En ningún momento Europa miró hacia abajo, y desde Atlán nunca se miró hacia arriba. Eran tan pocos los viajeros que iban de un lugar al otro, que el reino de la superficie resultaba tan mítico a ojos de los atlantes como Atlán podía serlo para el resto del mundo.

Aun así, ni la falta de comunicación, ni la ignorancia mutua en la que se tenían los de arriba y los de abajo, fueron una barrera lo suficientemente sólida como para frenar un fenómeno tan radicalmente expansivo como el cristianismo. En Atlán estaban prácticamente aislados de toda la cultura occidental, pero eso no les impedía ser cristianos.

Conocí esta historia a través de un seminarista atlante que había decidido viajar fuera de su tierra por un tiempo, antes de ordenarse sacerdote. Salir de Atlán no estaba explícitamente prohibido, pero era algo peligroso. Resultaba fácil perderse en las galerías de cuevas subterráneas, y aún lo era más extraviarse en la superficie. Más veces que menos, marcharse significaba no volver. Viajar se había convertido en una costumbre desaconsejada para cualquier atlante, y, como ocurre con la mayoría de estas costumbres, en cualquier cultura del mundo, quien rompe un dogma, por mucho que este sea autoimpuesto, termina convirtiéndose en una especie de proscrito.

Cuando encontré al seminarista, él ya se encontraba en una espantada carrera de vuelta a casa. Dijo haber durado pocas semanas aquí, y que huía horrorizado por las costumbres que había visto en la superficie. Contrariamente a lo que imaginé en un primer momento, no fueron cosas como la luz del sol, o que en vez de una bóveda de piedra, se encontrase con un techo azul que parecía no tener fin. Su mayor desentendimiento con nuestra cultura fue, precisamente, la religión.

En su verborrea indignada, entendí que le resultaba aberrante el puritanismo cristiano, que para él debía ser prácticamente herético. Si el gran dogma es que Dios es amor, se preguntaba, ¿por qué aquí los religiosos renunciaban al amor carnal, incluso predicaban contra él? ¿Cómo se puede amar sólo con la mente, prescindiendo del cuerpo? Para el seminarista, la pregunta era casi más filosófica que teológica. Sencillamente no había lugar. Incluso le había dado la impresión de que también ponían límites al amor imaginado, a la ilusión del amor, al amor secreto y cualquier otra forma de amar, aunque no se exteriorizase de ninguna forma.

En la superficie, la gente había abandonado el gran regalo divino de amarse los unos a los otros, o lo habían diluido, quedándose con formas espurias de amor, amores mutilados. Cada vez que hablaba de una forma más elevada de amor, ellos lo tachaban de lujuria, obscenidad y concupiscencia. Más de una vez tuvo que salir huyendo ante la amenaza de una turba que quería darle una paliza, sólo porque en mitad de una conversación, se le había ocurrido acariciarle la cara a su interlocutor.

El amor es lo único que jamás podrá sobrar en el mundo, por eso es un don divino. El amor es aquello que nunca damos demasiado. Nadie gana siendo avaro con unas riquezas que no se gastan, y que, más aún, aumentan cuanto más se prodigan. En Atlán nadie ama a otro en secreto. Por eso en Atlán todos los hombres y mujeres pueden amarse cuando y donde quieran, con la confianza de que es mutuo y que están cumpliendo con los mandatos divinos. En la superficie, demostrar amor públicamente solía acarrear una condena en nombre del mismo Dios que dijo "amaos los unos a los otros".

Todo esto no me lo decía con enfado, sino con la lástima de alguien que da por perdido algo que le era querido. Le pedí que me explicase cómo eran allí las eucaristías. Me lo explicó mientras se ponía en pie, dispuesto a marcharse definitivamente de aquí y no volver jamás. Sus misas eran un festín donde cuerpos y almas se fundían y se devoraban mutuamente. Cada ocasión era elegido un feligrés distinto para ser el centro de la ceremonia, y que se entregase con su cuerpo, mientras que los demás le rodeaban y le usaban para darse y darle placer. Piel con piel, bocas y aliento. Dejarse ir, dejarse llevar. Compartirse. Todo acto de amor estaba permitido. Y aquél era un amor sagrado. Cada beso, cada mordisco en la piel, cada vello erizado eran ritualizados. Nada había más puro, más consagrado, más pío, que el acto de colocar unos labios sobre el cuerpo que allí se ofrecía. Era la mismísma palabra de Dios, cuando el Verbo se hizo Carne. Y era la encarnación de las palabras que Jesús nos dejó: tomad y comed todos de él, porque este es mi cuerpo.