10/11/15

Ya no es junio

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Esta mañana había hormigas correteando dentro del tarro de azúcar que hay en la estantería de la cocina del trabajo. Lo bonito de que el tarro sea de plástico transparente es que puedo verlas revolverse excitadísimas de un lado a otro,  como si fuese una vitrina expuesta para los visitantes.  Subiéndose unas por encima de otras, por las paredes y boca abajo por la tapa.Para ellas debe ser como estar en el blanco paraíso de la glucosa sin fondo. La marmita de la cocaína eterna. Casi las veo sonreír y todo.
No toco nada. No podría interrumpirlas ahora. También es lo bonito de que a mí el café me guste sin azúcar. Me gusta dejar allí esa dosis de caos espontáneo y que florezca por sí sola. Me atrae el desorden, esa composición hormiguil que parece no tener pies ni cabeza, pero que no deja de ser una composición. Son como las lenguas de fuego en una hoguera, me podría pasar horas mirándolas. Además, sufro una satisfacción infantil cada vez que veo algo que no funciona en esta empresa, algún elemento fuera de lugar. Cualquier potencial aleteo de mariposa que pueda precipitar el edificio entero al polvo y la ruina.

Está finalizando agosto. El calor es insoportable. Y hace ya dos meses que no follo. Desde el día que Elena se marchó, concretamente. La búsqueda de un cuerpo que me caliente las sábanas ha pasado a uno de los últimos lugares en mi lista de prioridades. A veces hago amagos de intentarlo con alguna desconocida, pero pierdo el interés en la chica en cuestión rápidamente; en realidad ni siquiera llego a ganarlo del todo. Desde la marcha de Elena estoy en una especie de crisálida sexual y mi pene se ha convertido en algo accesorio, incluso castrable. El sexo ni me va ni me viene. Quizá sea esta manía de ir a tope cuando estoy con alguien, de dejarme llevar. Creo que no puedes estar demasiado tiempo con una persona sin empezar a fascinarte un poco por su mundo y su forma de pensar. Probablemente no puedo simplemente "estar" en la cama con alguien. Si la persona en sí es, además, interesante, caerás de alguna manera. Es inevitable. Es este ciclo de apegos-desapegos lo que me anula por temporadas y me hace no desear más sexo que el que tengo conmigo mismo.

Es una vez más. Las cosas pasan, el mundo gira, la vida sigue, y yo no voy detrás de ella. Yo sigo en el mismo punto haciendo las mismas cosas. Me despego un poco del mundo, como si fuese velcro, y sigo flotando junto a él, unido solamente a través de un ligerísimo hilo. Físicamente sigo aquí, pero es evidente que estoy en otra parte, y lo sabe la gente de mi alrededor, que tengo la atención dividida entre la realidad y un número indeterminado de inopias.
Estoy tecleando código fuente, y al mismo tiempo pensando en que con el calor de estos días, no me hace falta compañía para materializar la manida metáfora de las sábanas siempre empapadas en sudor. Y al mismo tiempo, trato de explicarle a mi cabezota que flotar no me excusa del mundo, y que es físicamente imposible viajar a base de pegar saltos y esperar que la tierra rote bajo mis pies.

Entonces se escucha un quejido en la cocina y cuando me acerco a mirar, hay un hombre vaciando el tarro de azúcar en la basura. Empieza a explicarme que las hormigas llevan todo el verano rondando por aquí, planificando la forma de entrar y comerse nuestro azúcar. Y yo me imagino a las pobres cayendo de sorpresa con todo su paraíso de azúcar en una trampa de plástico y nutritivos deshechos de la que no pueden salir. Me las imagino formando un cónclave y maquinando cómo piensan salir de ahí y fastidiarle la vida al hombre, recorrer su teclado para molestarle; hundirse maquiavélicamente en su taza de café y que solo las descubra cuando la haya acabado y se muera del asco; formar entre todas la figura de un corte de mangas sobre su pantalla del ordenador.

Vuelvo a mi sitio. Las horas se hacen largas y resbaladizas entre tecleos sin sentido; el calor pesa demasiado hasta para escribir una carta al otro lado de Europa.
Las máquinas zumban cuando por fin me toca recoger mis cosas, y me alejo con pies de pájaro bajo un sol que dobla el asfalto y silencia a las chicharras. Hay unos obreros muy valientes taladrando el suelo delante de la parada del autobús, y de los agujeros salen un montón de hormigas asustadas corriendo en círculos, y me pregunto si son las mismas del tarro de azúcar; si una excavadora puede llenar de bichos un azucarero a siete calles de distancia. Algo que para ellas tiene que ser como el otro lado del mundo, y seguro que hay mejores azucareros entre medias.
Y me pregunto entonces cómo fue posible que Elena cruzase un continente entero para acabar justamente junto a mí, con la cantidad de brazos y de camas que hay por el viejo mundo, cómo llegó a hacerse un ovillo precisamente en la mía, y a apoyar el tatuaje cuadrado de su espalda en mi pecho. Cómo con su frialdad aparente llegó a remover mi interior caótico y crear tempestades de tranquilidad y sentirme-bien. Cómo le dio por venir justamente a este lugar, a iluminarme con palabras y abrir mi cuerpo entrelazándolo con su desnudez, y ser capaz de toda la dulzura o la mayor lascivia. Cómo sustituyó la prisa y el ruido con erotismo y ternura. Y cómo hiciste tú para entrelazarte tanto con alguien con quien no querías hacerlo, porque sabías que se tenía que marchar de todos modos. Como fue el cúmulo de circunstancias que te llevó a disolverte en un abrazo en la puerta del aeropuerto Adolfo Suarez Madrid-Barajas y sentir que en ese momento te arrancaban algo y que todo el sentido de las cosas se acababa cuando ella entraba en el edificio con los ojos rojos. Pero cómo, idiota, te entrelazaste tanto, que ves unas hormigas y te acuerdas de ella, y te imaginas sus pecas sonriendo y pronunciando la palabra "hormiguitas" con su acento del este y su pronunciación de dibujo animado cuando aprende una nueva palabra en español. ¿Cómo?



21/10/15

Cuentagotas (le podría pasar a cualquiera)

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Un día llegué a mi casa del trabajo y descubrí que había una pequeña humedad entre el techo y la pared del fondo. Me sentí bastante contrariado, porque las humedades en techos y paredes son ese tipo de problemas que suelen acarrear grandes inversiones de tiempo y hablar con unas personas y otras para que lo solucionen. Normalmente procuro vivir de forma que mi relación con mi casera sea la mínima indispensable. Sé que Nines, a sus ochenta y pico años, es una experta en el arte de la dialéctica, y hasta la más inocente interacción con ella puede acabar convirtiéndose en un diálogo de besugos que puede extenderse durante horas. Pero dadas las circunstancias, no tuve más remedio que llamarla.

Sobreviví al primer lance con ella de forma bastante digna en un tiempo récord de diecisiete minutos, y con la misión de subir a ver a los vecinos de arriba para que tomasen medidas con su suelo que era mi techo; lo cual me pareció bastante razonable. Los de arriba me dijeron que no tenían intención de mover un dedo hasta que un perito no certificase que el origen de la humedad de mi techo era su suelo, lo cual también sonaba muy razonable. A partir de ese momento, se inició un juego de ping-pong en el que cada vez que llamaba a Nines, ella me insistía en la necesidad de volver a subir; mientras que los de arriba repetían que era mi casera quien tenía que llamar a su seguro. Los días pasaban; la humedad se iba haciendo más y más grande, y le crecían brazos grises por el techo de pintura blanca, y círculos amarillos por la pared de pintura blanca. Había subido y bajado las escaleras cien veces, pero la única resolución práctica que había tomado era retirar los libros de esa estantería. Por las noches, me sentía durmiendo en una cueva, o un almacén viejo que hace mucho que nadie visita.

Una semana después, al antes de salir al trabajo, me quedé un rato mirándola embobado, y pareció ser, creí encontrar, que los tonos grises del agua sobre la pintura blanca estaban formando la imagen de una cara, una cara gigantesca que ocuparía todo el techo, pero de la que de momento solo se había revelado una tercera parte. Estaba convencido de que el lugar donde se originó era la frente y ahora ya podía ver las cejas, el principio de la nariz, y un poco de flequillo. Aún nadie había avisado a ningún perito, ni fontanero ni pintor. Así que volví a llamar a mi casera y le expliqué que la gotera estaba creciendo, aunque decidí no mencionarle lo de la cara para que no se pensase cosas raras, y ella me contraatacó con una historia de su pueblo, de un granero que también tenía humedad y que ella se escondía allí para jugar al escondite, porque los niños de aquél entonces jugaban más y eran más sanos y felices. Cuando colgué, me di cuenta de que había perdido más de una hora y casi todas mis energías.

Al llegar esa noche a casa, la humedad había empezado a perfilar las pestañas. Me pregunté si frenaría cuando dibujase la cara entera, o si desearía también tener un cuerpo y acabaría durmiendo con una figura de humedad humanoide contorsionándose por mis paredes.

Dos días más tarde me desperté boca arriba y me encontré frente a frente con la mirada gris de la humedad. Me quedé allí tumbado durante varios minutos, mirándonos fijamente, casi sentía que estaba comunicándome con ella, como si sus ojos estuviesen vivos. Y descubrí que, en efecto, lo estaban. Me puse de pie sobre la cama, me subí a la mesa para verlo más de cerca, y, tal y como creía haber visto desde abajo, comprobé que habían nacido unos renacuajos que nadaban alegremente en círculos en el ojo derecho de la cara de mi humedad.

A partir de este momento, no permití entrar a nadie en mi cuarto, porque tenía miedo de que se asusten con la cara o se escandalicen con los renacuajos, y sobre todo me daba mucho miedo que viesen lo mal que estaba gestionando todo esto y me echen la bronca por no saber apretarle las tuercas a mi casera y hacer que llamase al seguro o llamarlo yo mismo, o hacer lo que sea que cualquier persona normal habría hecho en mi lugar.

Ha pasado un mes más. Mis compañeros de piso están tranquilos, les he dicho que ha quedado todo arreglado y, aunque no les he dejado entrar a mirar, han acabado por creérselo. Sigo sin permitir que nadie se acerque a mi habitación. Llamo a mi casera todas las semanas. Espero que algún día se le acaben las historias del pueblo, o los enfrentamientos con la casera de los de arriba. La humedad sigue creciendo, y ahora ya ha llegado casi al labio superior. Los renacuajos están bien, les han crecido patitas ya, y les falta poco para perder del todo la cola. Hace un par de semanas también empezaron a pasar por aquí algunas aves migratorias. Descansan boca abajo con las patas sumergidas en la humedad. Se alimentan de los juncos que crecen en el flequillo y las pestañas, o de las algas de la nariz. Después siguen su camino. Ayer llegó también una pareja de cisnes. Ahora sí que me da miedo avisar a alguien. Sé que cuando hay animales en la casa hay que seguir otro protocolo y pasar por el ayuntamiento, pero tendría que informar a Nines y me da miedo que todo eso haga aún más lento el proceso. Además, seguro que la buena señora empieza a divagar sobre una casa en la que vivió, donde se le alojó una familia de pterodáctilos. No quiero revivir más historias de su juventud. Cuando llegue el perito para ver humedad, que tendrá que venir, me dirá algo sobre las aves; diré que no me he dado cuenta hasta ahora e iniciará él todos los trámites necesarios, estoy convencido. Mientras tanto, la cara me da cada vez más miedo, a pesar de que su aspecto no es en absoluto amenazador. También tengo miedo de que un día haya demasiada agua en el techo, que acabe colapsando y mi cuarto se convierta en un monzón tropical. Necesito una respuesta de mi casera cuanto antes.

Tras otros dos meses, por fin ha llegado Nines acompañada de un perito del seguro. El tipo se ha pasado una mañana haciendo fotos, inspecciones y preguntas, y al final ha llamado a cuatro expertos vestidos con abrigos verdes. Entre todos han declarado la zona parque natural y reserva de especies protegidas. Me permiten seguir viviendo allí, pero me han reducido el espacio para la cama. Han quitado mi armario (por lo demás, inservible a causa del agua y una especie de termitas de las que se alimentan otras aves), y lo han sustituido por un nido de cigüeñas. No llego a un acuerdo con los castores acerca de la distribución de los demás muebles. Estoy obligado que esconderme bajo el edredón de camuflaje cuando se acercan turistas, y a no salir en ninguna foto. Mi casera me ha subido el alquiler, dice que por las maravillosas vistas. Además, se está planteando poner un puesto con barquitas para que los visitantes puedan dar paseos. Dice que el trámite será sencillo, que solo hay que mover un par de hilos aquí y allá, y que eso a ella se le da muy bien.




7/10/15

Dhvana

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Imagina una canción. No una canción cualquiera, sino tu canción. Una canción de las que son inmortales en tu imaginario, la canción que mejor te define. La canción que sonaba el día en el que te conociste y a la que siempre vuelves cuando te pierdes.  Imagina que acabas de ponértela en tus auriculares, y te cruzas con alguien que esté escuchando esa misma canción. Quizá andar juntos la mitad de la calle abajo, sin reparar el uno en el otro, quizá sentaros juntos en el metro, o esperar al lado una cola en el teatro. Y que no os deis cuenta ninguno de los dos. Imagina la cantidad de grandes momentos como este que pasan desapercibidos.Tal vez haya algo pueda ser intuido. Algo en la cadencia al caminar, un imperceptible tamborileo en los dedos, un ligero movimiento de cuello. Algo que causa una idea de probabilidad en el fondo de la mente, pero que se difumina a la hora de convertirlo en un concepto. La mente se pierde en la formulación de la casualidad. Una hermandad que podría haber sido invencible, se difumina antes de crearse. 

*

Existe un antiguo proverbio bereber que reza que, desde su nacimiento, la música jamás se ha interrumpido. La tradición literaria siempre ha interpretado que esta construcción se refiere a la música en general, al conjunto de la música universal. Tal afirmación ha sido comprobada como evidentemente cierta en numerosas ocasiones, al menos en lo que se refiere al periodo que abarca desde la finalización de la última glaciación hasta nuestros días, como llevan demostrando desde principios del siglo XIX numerosos expertos, entre los que destaca la figura de Adam Blër. Sin embargo el significado original de estas palabras es tan trascendental como desconocido para el público general: en este contexto, música no es un sustantivo universal, sino propio. Una traducción correcta debería llevar mayúsculas en Música. Pues en lo que aquí se refiere, la Música es una melodía, y una sola.

Rastrear los orígenes de la Música es harto complicado. Se sabe que es anterior a la escritura, y que en cierto momento tomó el nombre de Dhvana del sánscrito. Algunos afirman que nació de forma natural al mismo tiempo que la música, otros que la primera engendró la segunda, otros que es eterna. A la hora de hallar una cronología, nos dificulta mucho la casi total ausencia de registros. Las civilizaciones antiguas no eran capaces de entender todo su alcance, y las civilizaciones modernas están demasiado pobladas como para visualizarlo.

Una leyenda india vincula a Dhvana con la escritura de los Vedas. Un texto asirio la antepone a la caída de Nínive. Un relato cuenta que los mayas tenían un cántico grupal en algunas de sus ceremonias en las que trataban infructuosamente de reproducir la Melodía. Se cuenta que hubo un sacerdote que profetizó que, tras muchos intentos, llegaría el día en el que lograrían hacerlo, y entonces el dios Huracán bajaría de las estrellas y los llevaría a una nueva tierra ubicada encima del viento. Aquel sacerdote fue condenado por herejía, le cortaron ambas piernas y le arrojaron por un precipicio. Se cuenta que años después la Música volvió sonar en esa ciudad y al terminar todos sus habitantes salieron huyendo, salvo uno, que se quedó para señalar con escepticismo que los dioses eran poderosos y no se doblegaban ni siquiera ante la Melodía, y por su valentía fue erigido rey. Dos años más tarde fue asesinado por su propio hijo.
La historia de Dhvana está en algunas ocasiones ligada a la paz espiritual y la gloria, otras al caos, al crimen y a la autodestrucción. Muchas no deja ninguna huella visible a su paso. Se le ha intentado encontrar algún tipo de periodicidad o ciclo a sus apariciones. Los babilonios trataron de asociarla con los eclipses, los egipcios con los cometas, los jonios con el número pi. En algunas partes de Senegal se siguen fabricando máscaras destinadas a encerrar una parte de la Melodía dentro de ellas. En Indonesia, se han descubierto construcciones de piedra que pretendían tener la función mágica de invocarla.

*

Antes de salir, habíamos declarado de un modo unánime y bastante democrático que no estaba en nuestros planes que el viaje acabase convertido en un road trip. Ahora bien, tampoco habíamos establecido qué era lo que sí queríamos hacer. Antes de darnos cuenta, los planes habían hecho planes por sí mismos y allí estábamos; acabábamos de bajar el coche del ferry de Setubal y atravesábamos la carretera de Troia en dirección indeterminada, con las ventanillas bajadas, el viento en la cara y los pies descalzos. Inés, se afanaba con el dial de la radio, intentando encontrar la frecuencia de Smooth FM, Clara miraba por las ventanillas, o se ponía en el hueco entre los asientos delanteros y trataba de entablar conversación, aunque en ese momento Inés estaba demasiado ocupada con la frustración de no encontrar la emisora que quería, y yo demasiado pendiente del camino: sabía que estábamos en la carretera correcta, pero no tenía ni idea de si íbamos hacia el sur o hacia el norte.

  — ¿Puedes mirar el mapa a ver si encuentras una pista de dónde podemos estar?
  — Mira también a ver si dice algo sobre las emisoras...
  — Lo raro es ¿dónde se han metido todos los coches que salían del ferry?
  — Igual cuando nos acerquemos a una zona más civilizada volveremos a oírla...
  — En cualquier caso, si vamos mal, habrá un momento en el que nos encontremos otra vez en el estrecho. Damos la vuelta y punto..

Clara sonreía divertida. No sabíamos hacia dónde íbamos, ni dónde podríamos dormir esa noche. Le gustaba este pequeño caos controlado, y se sentía feliz navegándolo.

Dos horas después rodábamos a toda velocidad en una carretera estrecha y vacía hacia sur. Efectivamente habíamos empezado en la dirección incorrecta, pero lo habíamos solucionado mucho antes de llegar al estrecho, y desde entonces no habíamos vuelto a parar. Lo que al principio había sido una pequeña barra arenosa, con el estuario a un lado y una pequeña hilera de árboles al otro, tras los cuales se intuía el océano; se había ido ensanchando casi sin darnos cuenta. Ya no se veía agua a ninguno de los dos lados, solo árboles, pueblecillos, y explanadas arenosas. Buscábamos un alojamiento del que nos habían hablado, cercano a playa de Melides, que yo estaba convencido que no íbamos a encontrar. Las indicaciones que teníamos eran pésimas, y cuanto más las repetíamos, menos claras nos parecían. Empezaba a atardecer, y esperábamos que pronto la ausencia de sol acabase con el calor y dejase paso al agradable fresco oceánico. Inés no había encontrado la emisora y viajábamos sin música.
Entramos en un camino de cabras que esperábamos que fuese el bueno. Pero lo fuese o no, nuestro plan era llegar a la playa y ver el atardecer junto al océano. Si no encontrábamos allí la pensión de la que nos hablaron, dormiríamos en cualquier otro lado. Pasamos por delante de un cementerio. El coche levantaba por detrás una enorme nube rojiza de polvo, a pesar de que yo trataba de no ir muy rápido. El sol por delante iba ganando terreno hacia el horizonte. De vez en cuando encontrábamos algunas haciendas a ambos lados del camino. Parecía que la carretera no se acabaría nunca, pero de nuevo, en esa dirección estábamos obligados a llegar al mar. Fue justo después de que apareciese ante nuestros ojos la Lagoa de Melides cuando descubrimos una pensión junto al camino. Nunca llegamos a saber si era la que buscábamos o cualquier otra, pero nos alegramos de haber encontrado un lugar donde dormir. La pensión estaba regentada por unos argentinos muy amables. Les explicamos nuestra prisa por ver el atardecer, y nos dejaron depositar nuestras cosas en una pequeña habitación de colores estridentes que en el momento nos pareció bien. Después salimos de nuevo al camino.

La playa era enorme, y estaba medio vacía a esas horas. Tan solo había una pareja a más de cincuenta metros. La arena era gruesa y llena de pedacitos de conchas. Más adelante había una enorme barrera de ellas, que se extendía a lo largo de la costa e indicaba la línea de marea alta, y, tras ella, arena fina y húmeda. Tratamos de enterrar una botella de vino en este último tramo para que el mar la enfriase. De algún modo, el mar fue lo bastante respetuoso como para no llevársela. Nos hicimos fotos, dibujamos figuras en nuestras espaldas con las conchas, miramos el atardecer en silencio. Bebimos vino y hablamos de nosotros y nuestras dudas con respecto al mundo y al futuro, que eran básicamente las mismas habitando en cuerpos y circunstancias distintas. Cuando la botella se vació, decidimos que hacía demasiado frío para estar a gusto allí, y volvimos a la pensión.

Allí nos encontramos con un grupo de austriacos que también iban de viaje. Acabamos cenando y bebiendo con ellos en el jardín. Alguien sacó una guitarra y se pusieron a tocar. Los argentinos salieron y acompañaron con panderetas. Yo tenía la sensación de haber hecho amigos para toda la vida. Hacíamos música, fumábamos, charlábamos y compartíamos. Pasaron horas y la gente se iba a dormir. Al final, a parte de mí, solo quedaban Eric y Olga. Yo había permanecido despierto porque me fascinaba la mirada de ella, pero sospechaba que a ella le ocurría lo propio con él. Eric seguía tocando sin demasiadas ganas y el vino se había acabado. Fue entonces, con sus dedos jugueteando aleatoriamente en las cuerdas de la guitarra cuando sonó la Música. Con los primeros acordes, pegó un respingo asustado, pero supo mantener el tipo y seguir tocando. Meses después aprendería que esa es la reacción clásica cuando a alguien le Toca. Mientras Ella sonaba, no pudo oírse nada más. Escuchamos con fascinación, sabiendo que aquello era algo muy por encima de las ideas y las palabras. Sentimos cómo el sonido acariciaba nuestra piel y la besaba con sus pestañas, cómo envolvía nuestro corazón en seda y lo agasajaba con mimos, cómo erizaba nuestros pelos uno a uno.
Pasamos el resto de la noche en silencio, sin movernos, tratando de digerir lo que acababa de pasar. Cuando desperté estaba solo, enrollado en la silla en una postura imposible. El sol llevaba un rato sobre el horizonte. Inés me traía unas ciruelas. Sonreía divertida, porque la habitación estaba decorada con sillas colgando de las paredes que no habíamos visto la tarde anterior, y me preguntaba por qué había estado ahí fuera toda la noche.

Hay una curiosa historia que dice que Beethoven fue uno de los afortunados que pudo tocar la Música, pero fue en un momento en el que su sordera estaba muy avanzada y el piano que utilizaba no era lo bastante sonoro, por lo que realmente no fue capaz de escuchar su maravilla. Sin embargo, sí entendió en su genio que había descubierto algo importante, y pasó el resto de su vida buscando volver a tocarla, y la frustración de no conseguirlo agravó durísimamente sus problemas con el alcohol. Algunas versiones de la historia cuentan que, efectivamente, jamás fue capaz de volver a tocarla. Otras cuentan que lo consiguió casi al final de su vida, pero que ocurrió en las mismas circunstancias que la primera vez.

Tras aquél primer encuentro, me enfrasqué en una búsqueda que duraría meses. Sabía que aquello que había escuchado era algo que trascendía a las manos amateur de un guitarrista austriaco, pero no era capaz de encontrar ningún tipo de información sobre Dhvana (de la cual, por aquél entonces, ni siquiera sabía que se llamase así). La razón, como acabaría descubriendo finalmente, era que prácticamente todos los textos relacionados con Ella están en manos de una difusa organización con tintes sectarios conocida como los Sangiiers, aquellos que han escuchado la Música dos veces.

No fue en absoluto sencillo acceder a los registros sangiiritas. Lo primero que aprendí de ellos fue que se consideran a sí mismos elegidos por Dhvana, lo que les convierte en personas muy recelosas con los profanos. "No podemos permitir que alguien se convierta en uno de los nuestros a base de hacer trampas" fue la puerta con la que me encontré demasiadas veces. Pero como en todo gran grupo, siempre hay diferencia de opiniones. Hizo falta tiempo y suerte para encontrarme con un heresiarca shangii que dudase de su propio misticismo y lo achacase el ingreso en el sangriismo a una alegre casualidad. Fue él quien me abrió las puertas a la biblioteca sangriita de Nueva Orleans, una de las cuatro únicas que existen en el mundo y me guió en mi primer viaje por sus pasillos. El edificio, subterráneo, tenía un ambiente de cripta, o de antigua bodega. Húmedo y frío, con paredes de roca y muy poco iluminado, con escasas bombillas mal repartidas y una instalación eléctrica deficiente que se estropeaba con demasiada frecuencia. Solía encontrarme con algunas personas en los pasillos y recovecos, y siempre me miraban con un gesto retorcido de desaprobación, como si a primera vista fuese evidente que yo era un profano. En la sala principal, arriba, sobre el marco de una puerta, había un grabado dorado con las dos reglas fundamentales de Dhvana.

Me convertí en un asiduo al lugar, convencido de que, con paciencia, podría desenmascarar todo el misterio que rodeaba aquella Música. La biblioteca era prolífica y no le faltaban volúmenes. En alguno de ellos (o más bien en la conjunción de todos) debía estar la respuesta que buscaba. Mi primera gran decepción fue comprobar que en ningún lugar existían partituras o indicaciones para tocarla; la segunda, que tampoco disponían de ninguna grabación que pudiese escucharse, y que era impensable encontrar una. Pronto aprendí que de ser posible alguna de las dos cosas, significaría que el hombre podría tener algún control sobre Ella, lo cual iba contra-natura. La primera regla fundamental de Dhvana era, como expresaba el viejo refrán bereber, que la Música no se detenía nunca, es decir, siempre estaba sonando en algún lugar del mundo, no conocía el silencio. La segunda, que jamás sonaba en dos lugares al mismo tiempo. Esto hacía que muchos sangriitas la considerasen como un auténtico ser vivo, con la capacidad de materializarse en donde se le antojase. Resultaba curioso que, aunque no pudiese ser grabada, sí podía ser reproducida en sistemas que permitiesen la grabación; constaban multitud de ejemplos donde Dhvana se había manifestado en discos, casetes, teléfonos móviles, radios y, muy habitualmente, psicofonías. Pero en todos los casos, sonaba una sola vez, y al rebobinar, no volvía a escucharse. Según los documentos que leía, ni siquiera era posible tararearla. La Música era antagónica a la memoria.

Al quinto mes estudiando la Música, empecé a descubrir que aprendía mucho más sobre los sangriitas que sobre Ella. Esa fue mi tercera decepción. La mayoría de los libros allí versaban sobre historia sangriita, o contaban miles de ejemplos de dudosísima credibilidad, acerca de cómo famosas figuras de la historia habían cambiado el rumbo de sus vidas tras escuchar la Música. Aprendí que, dado el misterioso carácter de Dhvana, la mayoría de los sangriitas eran místicos. Algunos la convertían a ella en Diosa, o en espíritu universal, otros hacían malabares para encajarla en un elemento de su propio credo. Profetas, mártires, sabios y santos tenían todos un añadido dhvánico en su biografía. Encontré un documento extremadamente polémico que aseguraba que Jesucristo podía invocarla a voluntad, pues la Música era la palabra de Dios.

Aprendí que existía cierta profecía entre los sangriitas que hablaba de un elegido que escucharía la Música tres veces, y estaba destinado a las mayores hazañas, los mayores poderes y las mayores glorias. Aprendí que el objetivo primigenio de los sangriitas era ayudarse unos a otros en la búsqueda y la comprensión de Dhvana, pero que, en gran parte debido a esa profecía, se habían acabado volviendo aislados y huraños. Nadie quería ayudar al otro a que él pudiese ser el elegido, tampoco querían estar cerca de otros sangriitas, pues eso impedía que la Música se le volviese a manifestar (no podía haber dos elegidos); además, era bien sabido que Dhvana solía tener preferencia por los grupos reducidos de gente.

Leí que existía otro grupo de mísiticos, similares a los sangriitas, pero formado por las personas que habían tocado, cantado, o interpretado de cualquier modo la Música, y que eran aún más cerrados que los primeros y tenían una profecía similar. Me acordé de Eric y de su hermana Olga, y de aquel viaje y de Inés y Clara y de lo mucho que echaba de menos ciertas cosas en mi vida.

Escruté tratados de buenas prácticas, planes de todas las épocas que conspiraban con tomar el poder, teorías que hablaban sobre cómo la Música demostraba los errores del racismo, el clasismo y el sexismo, y toda la humanidad era una hermandad unida bajo un sonido universal. Tratados sobre eugenesia, donde solo los sangriitas tendrían derecho a procrear; tratados sobre el exterminio de la población, hasta que quedase un grupo tan reducido de personas que todos ellos escuchasen la Música a diario; proyectos para la creación de un estado sangriita independiente, libros de brujería, cuántica Musical, musicoterapia dhvánica, planos para construir inmensos artefactos que la detectasen, órdenes de instrumentos más adecuados para tocarla, sociología, morfología, metafísica.

Confirmé, mediante estudios y estadística, que existe más gente tocada por la Música cuya vida no ha cambiado sustancialmente que personas a las que sí. Sin embargo, también me asombré de lo drásticos que eran los cambios en aquellas personas a las que sí les afectaba. No llegué a encontrar un patrón que sugiriese que solo le ocurría a cierto tipo de personas, o que el detonante estuviese en la Música y no en la psicología individual, pero volví a repasar numerosas veces las teorías que hablaban de ella como un ser vivo, divino o no.

Tras ocho meses perdidos, decidí rendirme. Resolví que una asociación heterogénea y endogámica de fanáticos sin más punto en común que una Música que ni siquiera tenían constancia de que fuese la misma para todos, no merecía mi tiempo y mi esfuerzo. No encontraba la forma de estar a gusto allí, juzgado por sus miradas de menosprecio, sin ver la luz del sol y con una humedad que calaba hasta las ideas. Temí que mi obsesión con Dhvana me convirtiese en uno de ellos. Cuando abandonaba el lugar, un hombre ciego me agarró por el brazo y me preguntó si ya desistía. Le aseguré enérgicamente que sí, desde luego. Me respondió de forma pausada que era lo natural, que él habría hecho lo mismo y habría entendido igual de poco si sólo la hubiese escuchado una vez.
"Si tienes la suerte de que vuelva a tocarte, comprenderás todo lo que no pueden enseñarte estos inútiles libros".

 *

La carretera era polvorienta, el sol azotaba con tanta fuerza que hasta los grillos preferían ocultarse en silencio. El sudor corría desde su sombrero, inundándole la nuca y las cejas, corriendo en largos goterones por sus sienes. El polvo que volaba en el aire formaba barro sobre su piel y en su lengua seca. Nada de eso le detiene. La arena crujía armónicamente cuando la pisaba con sus botas. Sostenía la funda de la guitarra con mano firme. A su derecha, un infinito cable de teléfono se multiplicaba con los postes de madera. Matojos pardos poblaban el resto del horizonte. El calor es bueno — pensó para sí — significa que me estoy acercando. Dejó caer una colilla al suelo, que se sumó a las anteriores como únicas huellas de su paso por el camino, y encendió un nuevo cigarrillo.
Vislumbró entre los reflejos del espejismo ondulante la X, el cruce de caminos. Sonrió y apresuró el paso hasta el lugar. El aire traía recuerdos de azufre.
Esa tarde, Robert Johnson fue tocado por Karnadhvanana seis veces seguidas. Sus dedos sangraban cortados por las cuerdas de su guitarra. Aprendió de golpe que no existía un Dios ni un Diablo, que la materia es vibración y todo está supeditado al Sonido. Que tocar es crear. Que su antiguo yo había sido devastado por la Música. Y que desde ese momento, su alma. más grande que nunca, estaba maldita para siempre.



17/9/15

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A lo largo de mi vida, no han sido pocas las personas que me han acusado de ser, según sus propias palabras, un pervertido de mierda. En mi defensa diré que esas voces representan solo a los sectores más libertinos de la sociedad. Los más conservadores me han insultado de formas que desafían al diccionario, con construcciones capaces de hacer daño físico en su paso a empujones a través el oído interno, y que por supuesto, y por decoro, no repetiré aquí. Las palabras, no lo olvidemos, pueden ser al mismo tiempo objeto e instrumento de perversión.

Sin embargo, todos ellos se equivocan. Me gustaría que alguien escuchase mi historia desde la imparcialidad de la víctima, antes de que su mente se envenene con toda la suciedad que se vomita sobre mi persona. Todos ellos se equivocan: se quedan cortísimos. Mi historia va más allá de la simple perversión. Y solo una mente pura e inocente se atrevería a calificarlo como tal.

No siempre fue así, desde luego. A lo largo de mi vida me he destacado por ser un caballero de ejemplar educación, y como tal, los orígenes de mi historia son completamente inocentes. Pero, como una bola de nieve, una vez se hubo originado, la perversión consiguió crecer en mi alma sin control, arrasando mi inmaculada moralidad a su paso.

Todo comenzó una sencilla mañana de primavera. Me presenté en casa de mi amigo Flavio para almorzar juntos y discutir sobre la definición, a su juicio errónea, de la palabra pistilo en la Enciclopedia Alternativa del Español Contemporáneo, que yo había tenido el placer de revisar tres años atrás.

Mientras preparaba el café, Flavio aprovechó para mostrarme una modesta colección de sellos que guardaba en dos archivadores sobre un aparador. Lo que al principio me parecía una trivial manía de mi amigo — siempre he considerado toda clase de coleccionismo como un fútil altar al ego materialista — acabó generándome un inusitado interés. Hojeando en aquellas páginas forradas en plástico, pude comprobar que cada sello era único y que poseía su propio significado. Los sellos eran otra cara de la Historia, los significantes de su lenguaje, y entre ellos, con sus bordes ribeteados, formaban un enorme puzzle para cualquier ojo que supiese dónde había de mirar.
Lo que debía haber sido una simple charla metalingüística que yo habría zanjado rápidamente, se convirtió en un hervidero mental que en seguida hizo crecer en mí un anhelo de posesión de esas estampitas de papel. En otras palabras, allí mismo me aficioné a la filatelia. Salí de la casa con cuatro sellos que mi amigo me había regalado, y con el deseo incombustible de reunir la mayor colección que mi modesto sueldo de profesor pudiese permitirme.

El lector avispado ya se estará haciendo una idea de por dónde irán los tiros. No hace falta ser un lince para vislumbrar la perversión que se esconde en aficionarse a lamer el trasero de diversas eminencias, quedándose uno tras el acto con un amarguísimo sabor en la lengua que permanece allí durante horas. Y no solo disfrutar de tan concupiscente hecho, sino además querer enseñarlo, compartirlo e intercambiarlo con otros sujetos que se dedican exactamente a lo mismo. Mas les ruego que no se precipiten en juzgarme y esperen al final de mi historia, aún hay más y peor.

Tres meses después, me encontraba en mi salón revisando las joyas de mi creciente colección, cuando fui consciente de cierta anomalidad estadística, que pronto confirmé como un hecho objetivo: la mayor parte de mi colección la había enfocado, casi sin darme cuenta, en recoger sellos relacionados de alguna forma con la filosofía y sus figuras destacadas. Recordé que me había cruzado con un artículo que abordaba ese mismo tema durante mi revisión de la EAEC, y no tardé en encontrarlo en uno de los ejemplares que yo mismo guardaba. El término de la Enciclopedia era filofilatelia y en aquel momento, lo acogí orgulloso sin imaginarme las nefastas consecuencias que acarrearía.

Fue en una ocasión, compartiendo cama con una de mis alumnas, cuando fui consciente de la primera de esas consecuencias. Por primera vez en mi vida, no conseguía excitarme con el calor, la ternura y la suavidad de una piel joven. Tampoco con su dulce aliento ni la humedad de su flor. Mi mente viajaba inconscientemente a la imagen impresa de hombres barbudos con túnicas blancas y a la rugosa textura del papel, a la curiosa cifra con el precio en uno de los márgenes, y el provocador estampado de Correos.
Tras muchos intentos, tuve que expulsar a la joven de mi cama. La misma suerte sufrieron quienes vinieron detrás; incluso aquellas a las que obligaba a disfrazarse me dejaban completamente frío. Acabé repudiándolas a todas. Pronto mi mala fama empezó a extenderse entre ellas e incluso llegaba a oídos de algunos de mis colegas, a pesar de que yo me desvivía desesperado por desmentir tan desatinados dislates.

Fue en ese momento cuando decidí recurrir a la ayuda de un profesional. Mi psicólogo me informó de que mi mal se llamaba filofilatelicofilia, y que para abreviar, él decía simplemente filofilafilia; lo cual, en vez de aliviarme, me fastidió bastante, pues ya empezaba a cansarme de semejantes malabarismos con las definiciones.También intentó tranquilizarme diciéndome que mi mal no era tan terrible como yo creía, y que mucho menos estaba solo. Todo lo contrario, según prestigiosos estudios de prestigiosos centros asociados a prestigiosas universidades de prestigiosos países, las cifras mundiales se elevavan a nueve casos y medio de filofilafílicos reales. Creo que mi torpe esbozo de sonrisa no convenció demasiado al terapeuta.

Como medida de precaución, decidí condenarme al ostracismo, y alejarme de mis conocidos durante una temporada. Tampoco supuso mucho esfuerzo. Flavio, por ejemplo, me tenía terminantemente prohibida la entrada a su casa y acercarme a su colección de sellos. La mayoría de mis colegas evitaban coger mis llamadas y absolutamente nadie me dirigía una carta; ni siquiera los bancos, con sus sobres prefranqueados.

Los días, y, sobre todo, las noches, de soledad, causan mella hasta en el hombre de voluntad más férrea. Finalmente llegó el día en el que no pude aguantarme más. Recuerdo con cierta vergüenza el momento en el que puse un disco de James Brown en la intimidad de mi habitación, descorché una botella de champagne y coloqué cuidadosamente mi colección de sellos extendida sobre la cama. Cuando eché el pestillo, ya sabía que no había vuelta atrás.
De aquel modo, viví largas sesiones de desenfreno que en conjunto duraron varios días, debido a toda la libido acumulada durante tanto tiempo. Fue una bacanal descontrolada de la que solo fui realmente consciente una vez hubo terminado. Así fue como sin darme cuenta arruiné por completo toda mi colección de eleáticos, la de los empiristas, los existencialistas y casi la mitad de los estructuralistas. Otro efecto secundario imposible de preveer fue que quedaron adheridos a mi miembro viril, restos de sellos que hasta la fecha no he sido capaz de limpiar. Cuando llamé a mi primo Filipo, que es veterinario, para pedirle consejo, me dijo que aquél comportamiento, que hasta el momento sólo había sido observado en algunas especies de aves folívoras, se denominaba falofilofilafilia. Después me colgó violentamente el teléfono.

Por el momento continúo visitando a mi psicólogo todas las semanas. Tiene en su pared varios títulos que le acreditan como experto en esta clase de adicciones. Además sé que se desvive por ayudarme, y yo trato de colaborar con él en todo lo que puedo. Me ha dicho que el tratamiento será muy lento, Yo procuro fiarme de él, pero no puedo evitar la sensación de que no avanzamos en ningún sentido. Hasta ahora, el único resultado visible fue cuando consiguió que, durante el breve periodo de dos días, cambiase mi atracción a los filósofos por atracción a los físicos cuánticos, lo que hizo que mancillase repetidamente la memoria de Bohr, Plank, Einstein, Heisenberg y Schrödinger; amén de la del gato de este último, creándome un terrible trauma temporal de zoonecrozoofilafilia-simultánea para añadir a mi lista de vergüenzas.

También me mandó a ver a un urólogo que pudiese estudiar mi caso desde otro punto de vista. El urólogo me explicó, sin ánimo de ser alarmista, que hacía pocos días había leído en una importante novela erótica que existía una alta probabilidad de que mi mal fuese hereditario. Me citó para relaizar una sencillísima prueba con once meses de lista de espera, y los resultados fueron categóricos: había heredado la condición de mis padres, la cual, por lógica lingüística e imperativo de la novela, pasaba a denominarse filifalofilofilafilia. 

¿Cómo no voy a ser considerado un triste pervertido, si hasta el simple hecho de pronunciar el nombre de mi enfermedad es una de las más desagradables depravaciones conocidas por la humanidad?



3/9/15

Una guarida

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En otra ocasión, por ejemplo, te quedas pensando en los refugiados que vienen a Europa. En cómo son tratados por parte de los gobernantes y de buena parte de la mal llamada "opinión pública". Cómo no se identifican más que como problemas; a veces como interesados; siempre más bajos que los animales. En cómo todo esto es un ejemplo más de que formas parte de un mundo absurdo y psicópata. Y sientes la misma fuerza devoradora de siempre, que crea una bola de alambre de espino en tus entrañas. Quieres pedir auxilio y te sientes como una mierda, por ser tú el siente que necesita auxilio cuando son ellos los únicos que lo necesitan. Y la bola crece y te rasga por dentro, sientes asco y vergüenza por ser parte del problema, por ser europeo, por ser humano, por no ver nada parecido a una solución en un futuro a medio plazo. Por no ser ni siquiera capaz de imaginarla. Y ojalá desaparecer. Ojalá salir corriendo hasta un punto donde eso no te toque, donde no tengas responsabilidad. Pero sabes que huir te tira del cable y te araña más. El alcohol afila sus puntas. Lo más sabio sería quedarse quieto y aguantar estoicamente, buscar alguna forma de ayudar, una propinilla que te limpie el alma: hoy en día todo puede comprarse con dinero.

Coges el móvil y empiezas a tirar de Whatsapp. Mandas mensajes a todas las chicas. "Hey", "Hola", "¿Qué haces?"... No discriminas. Solo buscas alivio temporal entre cualquier par de piernas que quieran abrirse contigo. Hay una respuesta positiva. Te sirves una copa y esperas.

Cuando abres la puerta, ya estás preparado. No te cuesta esfuerzo ocultar la bola de espino con una sonrisa, ni la sangre que resbala por la comisura de tus labios. Le ofreces tomar algo. Ella simplemente te planta un beso y te guía de la mano a tu habitación. Te preguntas si en ese momento ella es igual que tú, si están pasando las mismas cosas por su cabeza, si te ha elegido a ti precisamente por eso. Y tan rápido como llegan, los pensamientos se diluyen en el péndulo de sus caderas. La empujas contra la pared, os besáis y os desabrocháis mutuamente. Sin prisa destartalada, pero sin pausas ni vaciles. La arrojas a la cama, ella queda boca abajo y desordenada. Te espera en esa misma postura mirándote gatunamente por encima del hombro. Terminas de desnudarte y te acercas. Su piel sabe salada, como si sudase lágrimas.

Encuentras cierto alivio, una sensación reconfortante en su forma de buscarte, en su forma de retorcerse, en sus leves gemidos. Te sientes ligeramente trascendente cuando ella tiene un orgasmo, o al menos, dejas de sentirte completamente inútil. Su placer te resguarda del dolor, sus arañazos en tu espalda lo alejan de su epicentro. Casi te sientes en paz. Cuando bajas la lengua hacia sus piernas, te viene momentáneamente la imagen de un avestruz escondiendo su cabeza en un agujero.

Terminas derramándote sobre ella. Entre jadeos mutuos y cayendo sobre su piel húmeda y salina. Y entonces vuelves a sentirlo. El dolor como un inmenso vacío. La bola ha arrancado todo cuanto tenías dentro mientras estabas distraído. La chica se echa a un lado. Tu vacío empieza a llenarse de impotencia, de odio hacia ti mismo, de asco proyectado hacia fuera, de piromanía. Tan frívola tu forma de esconderte... Sales de la habitación, te sientes incapaz de estar con nadie. Vas al baño. Cuando vuelves ella se ha vestido. Te besa y dice que tiene prisa. Una vez más, no estás seguro de si ella y tú sois lo mismo; o si simplemente te ha visto, si ha mirado dentro de ti más allá de toda máscara y es lo que le ha hecho huir. No sabes si ella es tu espejo o un colchón de fakir. Te despides. Ella cierra la puerta. Te sientas en la cama. Querrías salir de ti mismo. Querrías prenderle fuego a tus contradicciones y arder con ellas, pero no te mueves. Mientras tanto, tres adolescentes son disparados por la espalda durante la guerra de Mali.



16/6/15

Gritos en el patio

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Estos no son los gritos de siempre. O lo que es lo mismo: no son los gritos de los viejos de abajo. A los de los viejos ya casi me había acostumbrado. Estos gritos son notablemente más violentos, los de los viejos no suelen serlo, o su violencia es mucho más almibarada; muchas veces gritan simplemente porque no se escuchan el uno al otro, quizá tampoco a sí mismos, y entonces todo el patio acaba enterándose de que esa camisa no le queda bien o de cómo ella le hace carantoñas a su perra Lula. También, por supuesto discuten a menudo. Sobre todo él le grita a ella. Nunca sabes hasta qué punto esos gritos son violentos de verdad o son simplemente el resultado de un intento de discusión sana entre dos personas que no se escuchan, que apenas pueden comunicarse. Quizá toda la violencia que encierran sea la inherente al histrionismo, como una megafonía de hospital. Y todo el edificio parece guardar una especie de silencio respetuoso cuando esto ocurre, como niños que miran fijamente el tazón de cereales mientras sus padres se pelean.

Pero los gritos que oigo no son los gritos de siempre. No son los gritos de los viejos. Estas voces salen de las gargantas de gente más joven. No soy capaz de ubicar en qué zona del edificio están, ahora mismo el patio está inundado con sus voces ubicuas reverberando en cada ventana. Y ahora sí hay violencia palpable. La violencia siempre deja su marca; podrían estar hablando en cualquier otro idioma y sentirías las mismas notas de odio acuchillando cada palabra. Son las siete y media de la mañana de un lunes y estoy tumbado en mi cama. Me pregunto si han empezado a discutir ahora, o si llevan toda la noche, si me han despertado ellos, si la bronca la ha empezado su despertador. Me preparo unas tostadas y la intensidad no disminuye. Me meto en la ducha y a pesar del agua y la mampara, si prestas atención, pueden escucharse gritos lejanos. Me abrocho la camisa y suena un plato roto. Me pregunto si en algún momento se callarán repentinamente las voces y me harán pensar en lo peor.

Cuando bajo las escaleras aún se les escucha, aunque de forma más relajada, más cansada quizá. No han resuelto nada, pero han perdido fuelle, ya no tienen nada nuevo que echarse en cara. Al atravesar el primer rellano, Lula me ladra a través de la puerta de sus dueños. Me la imagino dando vueltas en un histérico torbellino perruno. Después, según voy bajando, empieza a oírse el sonido de la lluvia contra el suelo del patio. Cada vez más intensa según voy bajando. Me apena pensar que la lluvia apenas se escucha desde mi habitación, solo cuando golpea con fuerza contra la ventana, lo cual es muy poco común en un patio interior. Luego pienso que, después de unos días de calor, este año el frío y la lluvia volvieron el 10 de junio, es decir, justo tras el 40 de mayo, demostrando cómo el cambio climático arrasa impasible con nuestros refranes. Aunque quizá tenga su parte positiva, porque si jode nuestro futuro ya hemos visto que no hay eco, pero si empieza a tocar nuestras tradiciones... quizá ciertos medios y partidos políticos empiecen a verlo como un problema real.

Llego abajo justo cuando alguien llama al ascensor, que se despega del suelo con un sonido abombado de pesadez metálica. Un quejido mañanero de gigante viejo y cansado. Es lo último que escucho antes de salir a la lluvia y ensordecerme bajo el paraguas.

***

Anoche tuve un sueño extraño. Estaba en el salón de mi casa y había un pitido muy agudo, seguido de una vibración ensordecedora como de motor cascado. Las paredes temblaban y había grietas que crackeaban cuando se extendían. Saltaban astillas con el ruido de petardos, y las tablas del parquet como ventosas despegándose. Mis pasos chirriaban contra el suelo mientras corría por el pasillo. Conseguí huír y bajar las escaleras. Allí todo se combaba y deformaba con un ulular cimbreante. Los quejidos bajaban reptando por el hueco. Después quebraba como el hielo, como rallar cristales, como platos rotos contra el suelo. Conseguía escapar definitivamente entre un larguísimo grito que casi parecía humano. Ya en la calle me daba la vuelta. La mole de cemento se derrumbaba lentamente, las piedras caían como plumas y entre los huecos escapaban chirridos en forma de haces de luz.
Poco a poco mi casa se deshacía en notas disonantes. Y todo lo que quedaba era un edificio de ruido.



10/6/15

Aerolitos

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Caen mis manos copo a copo
sobre tu piel blanca
casi virginal
meciéndose como brisa transparente.

Los cúmulos de tus pechos
se arrebolan y levantan
imponentes.
Se oscurecen:
aviso de tormenta.

Me miran lascivos
los ojos de tus huracanes.
Monzón en tu entrepierna:
me cuido de no perderme
ni una gota.

Remolinos levantan los papeles
de la habitación,
se encabritan las páginas de los libros
entre pulsaciones, ráfagas.

Naturaleza hermosa y fiera
temible y tentadora.

Tiemblan las patas de la cama,
se desata.
Todos al suelo.
Arrasan ciclogénesis que desgastan
nuestras pieles
con violencia.

Baten las ventanas,
se desprenden tejas del techo.
Bramamos con la fuerza
que parte el cielo en dos.

Relámpagos, luces, caos y temblores.
Se rasga la realidad.



Mañana brotaremos de nuevo.




Imagen que Javitxuela hizo para este mismo poema; publicado en el nº6 de la Revista Argonautas.


Nota: No estoy muerto. Tampoco de parranda.

23/3/15

Im not (t)here

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Existen personas que son como lugares. Lugares errantes, lugares cambiantes, lugares que son desobedientes a las leyes de la física inherentes a los lugares corrientes, y sin embargo, son lugares. Este vínculo no es algo tan descabellado, al fin y al cabo estos dos conceptos siempre han estado ligados, como voluntad y destino; después de todo, los lugares son habitados por personas, y las personas siempre crecen en algún lugar.

Hay personas a las que solo se puede llegar por mar o por aire. Lugares en los que se fijan en nuestro pasaporte antes de permitirnos o no la entrada. Personas a las que perteneces y eres natural desde nacimiento. Personas a las que fuiste una vez y las guardaste en el fondo de tu corazón prometiendo volver pronto a visitarlas, pero nunca llegaste a hacerlo. Lugares que sin razón se muestran hostiles y te echan antes de que puedas descansar las maletas. Personas a las que siempre puedes regresar después de un largo viaje. Lugares que parecían maravillosos hasta que fuiste y los conociste en persona y lugares que parecían anodinos hasta que fuiste y los conociste en persona y te regalaron una prodigiosa paz todo el tiempo que estuviste con ellos.

Personas mágicas, que te inspiran por el simple hecho de rodearte de ellas. Personas vírgenes, cuyo corazón nunca ha llegado a nadie y su belleza queda oculta tras riscos afilados y follaje inexpugnable. Lugares que te marcan para siempre, y de los que, para bien o para mal, nunca podrás desprenderte, por mucho que te alejes. Personas en las que siempre hace sol, incluso cuando llueve. Lugares antaño poderosos, ahora olvidados, que se derrumban ante la soledad que les rodea. Personas a las que solo se las tiene en cuenta para explotar hasta el último de sus recursos y después son abandonadas a su suerte. Lugares en los que la gente está solo de paso. Personas con miedo al cambio, a las que la modernidad les asusta, les aísla y les destruye.

Lugares que te enamoran a primera vista. Personas a las que siempre quisiste conocer, pero nunca te atreviste a dar el paso. Lugares de los que te fuiste demasiado pronto, y lugares a los que quizá nunca deberías haber ido. Personas condenadas a vivir cien años de soledad. Lugares que cambian en apenas unos años y se vuelven del todo irreconocibles. Personas en las que se libraron batallas históricas. Lugares en los que siempre puedes contar para lo que necesites. Personas decisivas, en las que en algún momento ocurrió algo que cambió para siempre el curso de la historia. Lugares joviales. Personas áridas. Lugares apátridas. Personas que no aparecen en los mapas y lugares que no aparecen en los libros de psicología.


Y si digo todo esto es porque, cada vez que viajo, vuelvo a darme cuenta de que, ineluctablemente, si existe una posibilidad, una sola, de que encuentre un lugar en el mundo en el que me sienta como en casa, un lugar que me haga estirar las piernas y pensar “este es mi sitio”, que me incite a enarbolar gustosamente la bandera del “yo pertenezco aquí”; ese lugar tiene que ser una persona.




11/2/15

Sinestesia de los tacones

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Ya habían pasado siete minutos desde las nueve de la mañana cuando al encargado de seguridad le dio por llegar y abrir la sucursal. Traía la cara amarilla, toda ella ojeras, la barba sin afeitar cubriendo su gesto torcido, y los pies casi arrastrándose por el suelo. 
Mientras manejaba las llaves con aire distraído y levantaba las rejas con una parsimonia desde luego inadecuada para la hora que era, el gerente le hostigaba pegándose a él cuanto podía, bufando y haciendo gestos señalándose el reloj; esforzándose porque su mirada se clavase en él con suficiente indignación, y procurando, al mismo tiempo, señalar con ella la cola de siete personas que se había formado durante la imperdonable espera.

Desde el final de la fila, Gloria lo observa todo, dividiendo su atención entre la escena y los mensajes con sus amigas que entran y salen zumbando de su móvil. Va vestida con un vestido color vino, elegante, pero sin dejar de ser resultón. Zapatos nuevos, el pelo recién arreglado y el toque justo de perfume y maquillaje: dentro de unas horas ha quedado a comer con Diego.
Además de ella, y delante suyo, en la cola hay una pareja de mediana edad que no deja de besarse, él sujetando dulcemente la cara de ella entre sus manos. Dos chicas hablando mal de alguien que, por lo que Gloria es capaz de escuchar, debe ser su jefe, y un chaval con la música bastante alta que parece una cabeza enana embutida en un abrigo diez tallas mayor, balanceándose rítmicamente en su cuello como una pelota independiente en equilibrio inestable. El gerente les hace pasar a todos y les pide perdón por el injustificable retraso del vigilante, al que mira de reojo con desprecio cada vez que le menciona. El aludido, sin embargo, parece ensimismado y totalmente ajeno a esas indirectas. De hecho, al pasar por su lado, Gloria advierte que está pálido y que toda su cara bajo la gorra está salpicada de enromes gotas de sudor. Supone que está bastante enfermo y siente lástima por él.

La cola continúa dentro. El gerente se ha refugiado tras el mostrador, preparando cosas, tecleando teclas, sellando sellos y traspapelando papeles; mientras sigue murmurando, no del todo para sí mismo, acerca de la poca profesionalidad de algunas personas. Aún no ha dado la vez para que se acerque nadie. Con los ojos aparentemente puestos en su móvil, Gloria sigue observando, y no puede evitar fijarse en que el chico de la música estridente la repasa de arriba abajo con la mirada cada dos por tres sin disimular en absoluto su descaro. Ella busca entre la gente un cómplice, alguien que le eche una mano, o le muestre apoyo, pero parece que cada uno está concentrado en sus propios asuntos. Incluso las dos chicas de delante, que también reciben periódicamente las miradas lascivas del chaval, parecen ajenas a todo. Así que Gloria se concentra en su móvil, y en el río de mensajes con el que sus amigas anticipan la cita del almuerzo, mimetizándose también con la indiferencia generalizada.

Cuando por fin el hombre tras el mostrador levanta su cara altiva con mueca afable, se ajusta las gafas, y hace una seña para indicar a las chicas que avancen hasta él, el primero en moverse es el vigilante. Avanza hasta colocarse en el centro exacto de la sala, con paso tembloroso y esa cara pálida de tísico, mirando a todos los presentes. Echa mano al cinturón y levanta la pistola con el gesto de quien para un taxi, y entre sollozos propios y expresiones de asombro ajenas, dice:

— Me han embargado la casa…

Todo el mundo calla y espera con atención a ver cómo continúa la escena. Pero lo único que continúa es la figura del agente impasible en su posición de estatua de la libertad, petrificado sobre el suelo de mármol con motivos de ajedrez. Los segundos pasan, y para decepción de los clientes, la estatua no ofrece novedades el silencio se vuelve incómodo, y el foco de atención se escapa, como un fluido chisporroteante, a asuntos más actuales y dinámicos. Pronto el público del vigilante no lo conforman más que un puñado de nucas.

De modo que su voz vuelve a alzarse, esta vez con más fuerza, con un arrojo que casi podría llegar a confundirse con decisión; y que va decreciendo de nuevo según habla, ahogándose en sus sollozos y en un constante tragar saliva:

— Me han embargado la casa. El mismo banco para el que trabajo me desahució ayer por la tarde. Después de todos los años que llevo trabajando para ellos… de todo lo que he hecho… Joder, una vez llegué a llevarme un navajazo y todo. Y ahora… después de… ni siquiera han tenido un mínimo de…

Ha recuperado la atención de todos. Vuelve a ser el centro mediático de la sala. Hasta el gerente ha dejado caer algunos de sus papeles al suelo sin advertirlo. Siete pares de ojos abiertos como platos se clavan en la imagen estática del que habla, alimentándose del morbo y del espectáculo. Después, cuando termina el discurso y comienza el nuevo silencio, esos siete ojos siguen, sin perder un solo detalle, el movimiento de la pistola que va bajando muy lentamente hasta apoyar sensualmente su boca en la sien de su dueño. Por algún tipo de inercia heredada de la cultura cinematográfica, todos esperan que se escuche un profundo suspiro de reflexión; pero la detonación llega antes y el cuerpo cae inerte al suelo.

El ochenta y siete coma cinco por ciento de los músculos de la sala se tensan al unísono. Un silencio blanco se hace fuerte en la sucursal. Todos los nervios oculares siguen pendientes del vigilante, y de su sien, y de la sangre que mana lenta y constantemente de ella, como la fuente de un jardín japonés.

Al principio parece complicado reaccionar o decir algo, encontrar la frase adecuada para el momento. Incluso mirar al compañero se siente violación del respeto más elemental. Sin embargo, poco a poco, como una oscilación lenta, pero creciente, la ansiedad por participar consigue sobreponerse al hecho de no tener nada que decir, y se empiezan a murmurar los primeros comentarios: “Qué fuerte ¿no?”, “Es la primera vez que veo algo así en persona”, “Estas cosas pasan...”, “En el fondo también es culpa suya, trabajando aquí se tenía que haber olido algo”, “Sí, mira que fiarse de un banco... ¡Con la que está cayendo!”. Y todos ríen.

Gloria mira atónita a la gente, y después a la sangre que avanza por el suelo, y después a la gente de nuevo. ¿Es que a nadie le importa? La pareja ha vuelto a empezar a besarse. El chico de la música sube el volumen y se apoya despreocupado en la pared. El encargado teclea aburrido en el ordenador, resopla con la actitud cansada de un lunes, aunque ya sea viernes. La sangre se mueve lenta y segura como una serpiente líquida. Solo las dos chicas comentan algo sobre el cuerpo: una de ellas opina que el vigilante tenía su punto, la otra que ni de coña.

Todo parece haberse convertido en un circo. Tras el disparo han debido teletransportarse a absurda dimensión, al paraíso de la parodia macabra. No existe otra explicación. Gloria tiene el vello erizado, la expresión muy tensa. Siente náuseas. Quiere gritar, pero se siente muda. La sangre avanza con calma victoriosa y está ya llegando a sus zapatos. Puede sentir su olor mezclado con el de la pólvora. ¿Por qué nadie parece darse cuenta? ¿Es que todo el mundo está muerto por dentro? El chico de la música alta saca el móvil y se hace un selfie sonriente con el cadáver de fondo, después unas cuantas más poniendo en cada una distintas caras. La pareja se besa ahora con mucha más intensidad. Alguien comenta que ya tienen una edad para hacer esas cosas en público, otra voz sugiere que esa pasión no se tiene con una pareja estable, así que seguramente sean amantes. Ya les vale a ambos.

Gloria trata de no mirar, pero sus ojos se vuelven siempre hacia su propio reflejo en el líquido granate, que se extiende por toda la sala como un espejo recién pulido. Sólo unas burbujas aquí y allá parecen empañar la superficie cristalina. La sangre cambia ligeramente su matiz según si está sobre una baldosa blanca o negra. Gloria aprieta los puños. Hace esfuerzos por no echarse a llorar allí mismo. Aunque ya qué importa. Hacía tiempo que no se sentía tan sola, menos aún en un lugar público. Siente el asco como una criatura que trepa por su cuerpo desde el suelo. Los psicópatas han vencido, se han apoderado del mundo y no hay escapatoria posible. Todo lo que le rodea es sangre e indiferencia.
 Al final, con la cabeza gacha y sin atreverse a abrir los ojos, más por desesperación que por auténtica fuerza de voluntad, consigue sacar un hilillo de voz que susurra:

— Los zapatos... son nuevos... la sangre no se quita...

Mira a su alrededor con cara suplicante, pero de nuevo nadie parece darse cuenta de la gravedad del problema. Está perdida en un mundo de idiotas y egocéntricos al que no pertenece. No hay humanidad; no hay empatía. Nadie que se preocupe por algo más que sus propios asuntos. La sangre comienza a lamer lentamente sus tacones con mansedumbre, casi con musicalidad, y ella se queda allí de pie, muy quieta, desamparada, procurando no mover un sólo músculo que salpique, mientras el líquido la rodea y sigue avanzando su camino.

— Es decir... — susurra aún más bajito — Entiendo que se haya muerto el vigilante... ¿pero no hay nadie de mantenimiento? Cualquiera que sepa manejar una fregona...




20/1/15

Aduanas de mármol

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Empecemos el viaje por la mitad. Incluso aquella persona que haya vivido el completo de su vida —tristemente— sin levantarse del terruño donde le ha tocado nacer y aventurarse “más allá”, conoce perfectamente la existencia de las aduanas.
Una de las primeras cosas todo el mundo debería tener perfectamente clara acerca de las aduanas es que no son lo mismo que las fronteras. Más bien, las aduanas viven en las fronteras, anidan en ellas como cóndores fijando sus hambrientos ojos en todo aquello que recorre su territorio. En un mundo ideal no habría fronteras, y por tanto, tampoco habría aduanas; en un mundo también bastante idílico, habría fronteras, pero no encontraríamos aduanas; sin embargo, ni siquiera en el más distópico de los mundos imaginables, podremos encontrar aduanas sin fronteras.

La aduana es un punto singular donde el viaje pierde su linealidad. Es el lugar donde tus pertenencias y tus orígenes son juzgados. En esencia, una aduana es un sitio donde nadie se fía de ti ni de tu equipaje. Podemos expresarlo de otro modo: en ese sentido, una aduana es exactamente lo contrario a un bar, donde no solo se fían, sino que en muchas ocasiones, incluso te fían. Y ese cambio pronominal es todo un abismo, dota al fiador y a su negocio de una calidez casi hogareña, de ahí que encontremos tantos locales con nombres como Casa Pepe o Casa Paco.

Por cierto, como inciso, diremos que lo que separa a una casa del resto del universo, al menos físicamente, es una puerta, es decir, el umbral, en definitiva, una frontera. Y es, como saben, una frontera sin aduanas.

Pero volvamos al bar. Hablemos de algo que es siempre inherente a todos ellos. Es decir, una caña. Una caña con sus burbujitas seseantes y su dedo de espuma, como un mar amarillo en un día de fuerte oleaje. Un mar que podría estar lleno de pescadores. Pescadores con caña, con cuñas, con velas de cáñamo, y qué coño, con cañones. ¡Qué apañados! Y no es para menos; son experimentados lobos de mar, con tatuajes de anclas y camisetas de rayas, que fuman en pipa y se marean cuando están demasiado tiempo en tierra firme; que enseñan sus fieros colmillos a las tormentas perfectas: al mal tiempo mala cara, y al bueno, peor aún.

Y como buenos lobos, son incansables aulladores de lunas llenas. Cuando el mar está tranquilo y el barco cruje a intervalos respiratorios, cuando la melancolía deshidrata sus botellas y se creen tan solos que se sienten invisibles, levantan sus cabezas de poderosos cuellos y aúllan con fuerza en tonos largos y monocordes —monótonos— como las sirenas de una ambulancia, arrastrando sus luces intermitentes y naranjas como una mandarina holandesa.

Las mandarinas son a los alimentos lo que las piedras preciosas a la mineralogía. Tan solo hay que imaginar a un minero, el rostro tiznado y los dedos sangrando barro, encontrando un gajo entre la roca madre, separando la ganga de piel blanca, partiéndolo por la mitad y encontrando todas esas bolitas ordenadas de mandarita pura. ¡Paren las rotativas! ¡Somos ricos! Fluyen por los bolsillos de la cooperativa esmeraldas del tamaño de kiwis, grandes puñados de granadas granates, lingotes de oro parece plátano es, y macedonias de Fabergé. La mina crece y tiene más recursos y más personal. El aire es puro, las caras sonrientes y afeitadas, no pueden convertirla en una mina de cielo abierto, pero ponen uno artificial en el techo, y hacen que casi siempre sea soleado.

Y en la desenfrenada orgía de lujo y bienes innecesarios, los nuevos ricos se lanzan en una espiral casi competitiva de compras estrambóticas, donde cada artículo pugna por convertirse en un alarde más llamativo e inútil que el anterior: cojines de caviar, jarrones de seda, monóculos opalescentes, carrocerías de pluma de papagayo, lienzos de diamante, collares de petróleo, vestidos de cristal de bohemia o globos aerostáticos de mármol.


Por cierto, resulta de vital importancia señalar que los globos aerostáticos de mármol serían en absolutamente todos los casos posibles, requisados en las aduanas.



Entrada que responde a un reto del Club de las Malas Costumbres
donde debía llegar desde la palabra aduana a la palabra mármol.

Además, inauguro página de Facebook