17/9/15

Filoperversiones


A lo largo de mi vida, no han sido pocas las personas que me han acusado de ser, según sus propias palabras, un pervertido de mierda. En mi defensa diré que esas voces representan solo a los sectores más libertinos de la sociedad. Los más conservadores me han insultado de formas que desafían al diccionario, con construcciones capaces de hacer daño físico en su paso a empujones a través el oído interno, y que por supuesto, y por decoro, no repetiré aquí. Las palabras, no lo olvidemos, pueden ser al mismo tiempo objeto e instrumento de perversión.

Sin embargo, todos ellos se equivocan. Me gustaría que alguien escuchase mi historia desde la imparcialidad de la víctima, antes de que su mente se envenene con toda la suciedad que se vomita sobre mi persona. Todos ellos se equivocan: se quedan cortísimos. Mi historia va más allá de la simple perversión. Y solo una mente pura e inocente se atrevería a calificarlo como tal.

No siempre fue así, desde luego. A lo largo de mi vida me he destacado por ser un caballero de ejemplar educación, y como tal, los orígenes de mi historia son completamente inocentes. Pero, como una bola de nieve, una vez se hubo originado, la perversión consiguió crecer en mi alma sin control, arrasando mi inmaculada moralidad a su paso.

Todo comenzó una sencilla mañana de primavera. Me presenté en casa de mi amigo Flavio para almorzar juntos y discutir sobre la definición, a su juicio errónea, de la palabra pistilo en la Enciclopedia Alternativa del Español Contemporáneo, que yo había tenido el placer de revisar tres años atrás.

Mientras preparaba el café, Flavio aprovechó para mostrarme una modesta colección de sellos que guardaba en dos archivadores sobre un aparador. Lo que al principio me parecía una trivial manía de mi amigo — siempre he considerado toda clase de coleccionismo como un fútil altar al ego materialista — acabó generándome un inusitado interés. Hojeando en aquellas páginas forradas en plástico, pude comprobar que cada sello era único y que poseía su propio significado. Los sellos eran otra cara de la Historia, los significantes de su lenguaje, y entre ellos, con sus bordes ribeteados, formaban un enorme puzzle para cualquier ojo que supiese dónde había de mirar.
Lo que debía haber sido una simple charla metalingüística que yo habría zanjado rápidamente, se convirtió en un hervidero mental que en seguida hizo crecer en mí un anhelo de posesión de esas estampitas de papel. En otras palabras, allí mismo me aficioné a la filatelia. Salí de la casa con cuatro sellos que mi amigo me había regalado, y con el deseo incombustible de reunir la mayor colección que mi modesto sueldo de profesor pudiese permitirme.

El lector avispado ya se estará haciendo una idea de por dónde irán los tiros. No hace falta ser un lince para vislumbrar la perversión que se esconde en aficionarse a lamer el trasero de diversas eminencias, quedándose uno tras el acto con un amarguísimo sabor en la lengua que permanece allí durante horas. Y no solo disfrutar de tan concupiscente hecho, sino además querer enseñarlo, compartirlo e intercambiarlo con otros sujetos que se dedican exactamente a lo mismo. Mas les ruego que no se precipiten en juzgarme y esperen al final de mi historia, aún hay más y peor.

Tres meses después, me encontraba en mi salón revisando las joyas de mi creciente colección, cuando fui consciente de cierta anomalidad estadística, que pronto confirmé como un hecho objetivo: la mayor parte de mi colección la había enfocado, casi sin darme cuenta, en recoger sellos relacionados de alguna forma con la filosofía y sus figuras destacadas. Recordé que me había cruzado con un artículo que abordaba ese mismo tema durante mi revisión de la EAEC, y no tardé en encontrarlo en uno de los ejemplares que yo mismo guardaba. El término de la Enciclopedia era filofilatelia y en aquel momento, lo acogí orgulloso sin imaginarme las nefastas consecuencias que acarrearía.

Fue en una ocasión, compartiendo cama con una de mis alumnas, cuando fui consciente de la primera de esas consecuencias. Por primera vez en mi vida, no conseguía excitarme con el calor, la ternura y la suavidad de una piel joven. Tampoco con su dulce aliento ni la humedad de su flor. Mi mente viajaba inconscientemente a la imagen impresa de hombres barbudos con túnicas blancas y a la rugosa textura del papel, a la curiosa cifra con el precio en uno de los márgenes, y el provocador estampado de Correos.
Tras muchos intentos, tuve que expulsar a la joven de mi cama. La misma suerte sufrieron quienes vinieron detrás; incluso aquellas a las que obligaba a disfrazarse me dejaban completamente frío. Acabé repudiándolas a todas. Pronto mi mala fama empezó a extenderse entre ellas e incluso llegaba a oídos de algunos de mis colegas, a pesar de que yo me desvivía desesperado por desmentir tan desatinados dislates.

Fue en ese momento cuando decidí recurrir a la ayuda de un profesional. Mi psicólogo me informó de que mi mal se llamaba filofilatelicofilia, y que para abreviar, él decía simplemente filofilafilia; lo cual, en vez de aliviarme, me fastidió bastante, pues ya empezaba a cansarme de semejantes malabarismos con las definiciones.También intentó tranquilizarme diciéndome que mi mal no era tan terrible como yo creía, y que mucho menos estaba solo. Todo lo contrario, según prestigiosos estudios de prestigiosos centros asociados a prestigiosas universidades de prestigiosos países, las cifras mundiales se elevavan a nueve casos y medio de filofilafílicos reales. Creo que mi torpe esbozo de sonrisa no convenció demasiado al terapeuta.

Como medida de precaución, decidí condenarme al ostracismo, y alejarme de mis conocidos durante una temporada. Tampoco supuso mucho esfuerzo. Flavio, por ejemplo, me tenía terminantemente prohibida la entrada a su casa y acercarme a su colección de sellos. La mayoría de mis colegas evitaban coger mis llamadas y absolutamente nadie me dirigía una carta; ni siquiera los bancos, con sus sobres prefranqueados.

Los días, y, sobre todo, las noches, de soledad, causan mella hasta en el hombre de voluntad más férrea. Finalmente llegó el día en el que no pude aguantarme más. Recuerdo con cierta vergüenza el momento en el que puse un disco de James Brown en la intimidad de mi habitación, descorché una botella de champagne y coloqué cuidadosamente mi colección de sellos extendida sobre la cama. Cuando eché el pestillo, ya sabía que no había vuelta atrás.
De aquel modo, viví largas sesiones de desenfreno que en conjunto duraron varios días, debido a toda la libido acumulada durante tanto tiempo. Fue una bacanal descontrolada de la que solo fui realmente consciente una vez hubo terminado. Así fue como sin darme cuenta arruiné por completo toda mi colección de eleáticos, la de los empiristas, los existencialistas y casi la mitad de los estructuralistas. Otro efecto secundario imposible de preveer fue que quedaron adheridos a mi miembro viril, restos de sellos que hasta la fecha no he sido capaz de limpiar. Cuando llamé a mi primo Filipo, que es veterinario, para pedirle consejo, me dijo que aquél comportamiento, que hasta el momento sólo había sido observado en algunas especies de aves folívoras, se denominaba falofilofilafilia. Después me colgó violentamente el teléfono.

Por el momento continúo visitando a mi psicólogo todas las semanas. Tiene en su pared varios títulos que le acreditan como experto en esta clase de adicciones. Además sé que se desvive por ayudarme, y yo trato de colaborar con él en todo lo que puedo. Me ha dicho que el tratamiento será muy lento, Yo procuro fiarme de él, pero no puedo evitar la sensación de que no avanzamos en ningún sentido. Hasta ahora, el único resultado visible fue cuando consiguió que, durante el breve periodo de dos días, cambiase mi atracción a los filósofos por atracción a los físicos cuánticos, lo que hizo que mancillase repetidamente la memoria de Bohr, Plank, Einstein, Heisenberg y Schrödinger; amén de la del gato de este último, creándome un terrible trauma temporal de zoonecrozoofilafilia-simultánea para añadir a mi lista de vergüenzas.

También me mandó a ver a un urólogo que pudiese estudiar mi caso desde otro punto de vista. El urólogo me explicó, sin ánimo de ser alarmista, que hacía pocos días había leído en una importante novela erótica que existía una alta probabilidad de que mi mal fuese hereditario. Me citó para relaizar una sencillísima prueba con once meses de lista de espera, y los resultados fueron categóricos: había heredado la condición de mis padres, la cual, por lógica lingüística e imperativo de la novela, pasaba a denominarse filifalofilofilafilia. 

¿Cómo no voy a ser considerado un triste pervertido, si hasta el simple hecho de pronunciar el nombre de mi enfermedad es una de las más desagradables depravaciones conocidas por la humanidad?



3 comentarios:

  1. Dios... ¡Te juro que no me he podido reir MÁS! Magnífico. Lágrimas en los ojos.

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  2. Por primera vez en mi vida, mi ego se alegra de que no hagan sellos con mi cara :p :p :p

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