25/11/20

La chispa en el tímpano

 

En casa tenemos una trampilla justo encima del marco de la puerta de entrada. Es cuadrada, como de este tamaño, más o menos. Algo más grande que mi antebrazo, y algo más pequeña que mi brazo completo. Da a una especie de cubículo tan estrecho como profundo. No sabría decir cuánto de profundo. Sé que mi cuerpo completo cabría ahí dentro tumbado sin ningún problema, pero no sé cuánto más allá se adentra. Me viene la imagen de un pasillo en una pirámide egipcia, por el que los arqueólogos se desplazan arrastrándose como serpientes, y la luz de las antorchas se pierde en la distancia.

Algunas veces hemos utilizado el espacio como almacén provisional, aunque la altura a la que está lo vuelve bastante incómodo. Siempre que subimos algún objeto, es pequeño, ligero, y se deja muy cerca de la puerta. Para no perderlo. Para que no sea engullido por la sombra y la distancia; y luego sea imposible encontrarlo. Hasta donde sabemos, el pasillo no tiene fin.

 

Tenemos que pintar el interior el cubículo. No recuerdo la razón. Sencillamente hemos acordado que debía ser así, y ya no nos podemos echar atrás. Yo no quiero entrar ahí. Ni siquiera me animo a mirar en el interior. No es solo el miedo ontológico que me provoca la idea de pintar una superficie infinita. El mero hecho de mirar a través de la trampilla, de asomarme a su oscuridad, me causa una sensación muy parecida a la del vértigo. El cubículo no es una boca, es directamente un estómago. Afortunadamente, Song-Yeon no comparte mis miedos: ya ha subido y se ha colado dentro. Para ella es como un juego. Todo su cuerpo metido en ese hueco voraz, pintando. Sé que está ahí, aunque la oscuridad me impida verla. A veces me llega su voz, muy atenuada, como a través de la pared. También escucho — también atenuado — cierto hilo musical. Trompetas, congas, ritmo cubano.

La voz amortiguada de Song me pide que le lleve una escalera para bajar de allí. Rebusco por la casa. Detrás de una puerta encuentro una escalera de mano de aluminio. Plegable, de color verde. No es esa la escalera que busca Song-Yeon. Si es metálica, no le va a servir, y eso lo sé a ciencia cierta. Sigo con la búsqueda. Abro puertas, miro en armarios, debajo de muebles. En algunos lugares de la casa se escucha mejor la música de antes. La trompeta pa-pa-pa-paaa, pa-pa-pa-paaaa. Tardo una eternidad, pero al final consigo encontrar una escalera de madera. En ella encuentro, además, que en la parte superior de cada mástil hay sendos hatajos bien anudados con un cordel, lo que le confiere cierto aspecto de brocha. Ahora sí, esta es la escalera que necesita Song. Se la llevo corriendo y la apoyo en la entrada del cubículo. Las brochas custodian ambos lados de la trampilla, con lo que ahora tiene cierto aspecto de gruta sagrada.

Song no parece molesta por mi tardanza. A cambio de la escalera me da una botella de color rojo muy intenso. Solo veo su mano pálida asomándose entre la oscuridad. Más allá del codo es imposible ver nada. Me insiste en que por favor no derrame una sola gota del agua de la botella. Sé que lo dice muy seria, aunque su cara permanezca oculta. Es de vital importancia que se conserve llena. Lo siento como una responsabilidad demasiado grande. Me invade el miedo. Un miedo que es premonición de un desastre inevitable, aunque aún sin forma. Que se me caiga al suelo, que la agite demasiado, que alguien la coja cuando no estoy mirando… A pesar de que el tapón está firmemente cerrado, puedo ver cómo algunas gotitas de agua están pugnando por escapar, apretujándose a través de la rosca.

 

Hace mucho frío. Tanto que la propia habitación se ha teñido de un color blanquecino. No es normal que haga tanto frío en casa. Quizá se cuele por alguna ventana o rendija. Apenas tengo abrigo. Mi cuerpo tirita. Es un temblor que comienza en las piernas y va subiendo hacia mi pecho y mis brazos. Un movimiento veloz y constante, ta-ta-ta-ta-ta-ta, al que a veces le entra a contratiempo un espasmo duro, que me agita por completo PUM… PUM… Todo mi cuerpo está capturado por el temblor, pero cuando los espasmos tratan de alcanzar la cabeza, tengo que hacer una gran fuerza y contener, contener, contener. Evitar toda clase de movimiento. Mis dientes son fósforos. Mis dientes son fósforos, y, si castañean, podrían prenderse. Primero uno, luego otro, y acabar quemando toda la casa. Hago mi cabeza dura, de un metal infranqueable. Comprimo mi cuello y mi rostro. El resto de mi cuerpo se abandona a su danza espasmódica, pero mi cabeza es un castillo. Mis vértebras están tan bloqueadas que crujen. Mi mandíbula es el último bastión contra la muerte.

 

Aguanto, aguanto, aguanto.

Comprimo, comprimo, comprimo.

 

Por el rabillo del ojo veo que hay una persona a mi lado. Un hombrecillo enjuto y vestido con un traje de aspecto elegante. Me giro penosamente. Tengo que mostrarle que necesito ayuda, mostrarle mi situación desesperada. Pero no puedo hablar. No puedo correr el riesgo de ser atacado por un espasmo. Un temblor, un castañeo, una chispa que se dispara, un efecto dominó. Cenizas. Así que le miro. Le miro con todas mis fuerzas. Le lanzo una mirada fija y desorbitada. Mi máscara de cristal y hierro se agrieta en torno a la mandíbula y a los párpados. El hombrecillo se gira hacia mí con parsimonia, y me devuelve una mirada tranquila, casi aburrida. Escucho ahora el sonido de una guitarra. Después, empieza a sonrojarse poco a poco. Las mejillas, las orejas, la frente. Me sonríe afable. La guitarra se volvió loca, y hay que ingresarla. Todo el rostro del hombrecillo va tomando el mismo tono colorado, hasta que su cabeza entera es una gran pelota roja.

 

Este lugar es oscuro y húmedo. Hay tierra por todas partes. Miro hacia arriba y veo los cimientos de mi casa. Me muevo sorprendentemente bien bajo la tierra. La noto suave y dócil en mis manos. Doy un manotazo y eso abre un agujero grande. He vuelto a mi elemento después de mucho tiempo. La tierra me da seguridad, soy un ser subterráneo. El abrazo de sus paredes es agradablemente hogareño. La tierra es casi delicada, como si estuviese moldeando algodón. Me desplazo a través de ella sin esfuerzo alguno, como un príncipe, apartándola de mi camino. Me llega el recuerdo vago de que en algún momento de hoy tuve frío, pero ahora no siento nada, y eso me contraria. Estoy cómodo, pero desearía que hiciese más frío ahora. Más que desearlo, siento su ausencia como una amenaza. Escucho una voz dentro de la tierra. Me llega a través de esta y vibra en todo mi cuerpo, con un tono de eco. Es la voz de Song-Yeon. Song-Yeon ha quedado atrapada en la tierra y pide mi ayuda.

 

Empiezo a escarbar tan rápido como puedo. Lanzo manotazos desesperados, pero ya no funciona como antes. La tierra se ha vuelto dura y rocosa; y mis manos al intentar golpearla se van transformando en humo. A pesar de todo, no me rindo, agito el humo de mis manos con vehemencia para ir limando poco a poco la roca. Avanzo a pasos cortos, hago mella. La pared hace un sonido ffffffffffffffffffff uniforme. El polvo negruzco y ceniciento que se desprende, se va acumulando en el suelo y enterrando mis piernas. Por fin encuentro una mano delgada y pálida, que se excita cuando me siente. Continúo fresando con la misma vehemencia, pero acaso con más delicadeza. Logro sacar a la luz, primero el torso, y finalmente el rostro de Song. Ella no hace absolutamente nada por desenterrarse. Me mira con una sonrisa irónica, como preguntándome si no me olvido de algo, de algo muy importante. No decimos ni una palabra. Su expresión se transforma a una que denota felicidad, como alegrándose de mi confusión. Empieza a cantar.

 

“En el barrio La Cachimba se ha formado la corredera…” Le pregunto qué pasa, pero no me hace caso.
“… en el barrio La Cachimba se ha formado la corredera…” Mueve los brazos y la cadera rítmicamente.

“… allí fueron los bomberos con sus campanas, sus sirenas…” Su sonrisa ilumina su rostro. Hacía tiempo que no la veía tan feliz.

“… allí fueron los bomberos con sus campanas, sus sirenas…” Me olvido de algo. ¿Me olvido de algo? Algo importante.

“… ay, mamá, ¿qué pasó? ...” Sus movimientos agitan todo y hace que aún más tierra caiga sobre mis piernas, sepultándome poco a poco.

“… ay, mamá…” Pero no importa, porque soy humo.

“… ¿qué pasó? …”

 

La casa arde. No encuentro a Song-Yeon. El fuego cubre todas las salidas. Si tuviese tierra, podría sofocar algo. Si tuviese. Si pudiese. El fuego me está cercando. El único sitio que parece libre de las llamas es la trampilla sobre la puerta. Me asomo a ella. Ni siquiera con toda la luz del incendio se puede ver el final. Trago saliva. Busco otra posible vía de escape, pero estoy rodeado. El fuego parece empeñado en empujarme hacia el cubículo. No quiero entrar. Las llamas se acercan, me hostigan con fiereza y me lanzan pequeños envites intimidatorios. No puedo resistir mucho más, y termino trepando al cubículo. Entro dentro de ese vacío gástrico. Me quedo pegado al borde, esperando, mirando hacia fuera. Quizá aún aparezca Song. No miro hacia atrás. No quiero comprobar que no puedo ver mi cuerpo completo. Estoy dentro de la oscuridad. Estoy dentro el estómago. Recuerdo entonces que escogí la escalera de madera y no la metálica. La escalera de madera ya habrá sido consumida por el fuego, y ahora Song nunca podrá subir hasta aquí. Las llamas siguen haciéndose fuertes allí abajo. La ceniza vuela por todas partes, su negrura se confunde con la de la sombra, y las motas se pierden en el cubículo. Recuerdo también la botella de agua que me había dado Song, y que hace mucho que no sé dónde está. Si tuviese agua ahora, si tuviese tierra… No sé cómo he podido hacer las cosas tan mal. Las llamas comienzan a trepar también hacia la trampilla. No sé dónde está Song-Yeon. Se escucha música desde el exterior. No sé cómo he podido hacer las cosas tan mal. Estuvo todo mal desde el principio y solo ahora me doy cuenta. Y solo ahora me doy cuenta de que ha sido mi culpa. Porque he olvidado algo. Algo muy importante. No es la botella de agua de Song. Antes de dormir he olvidado algo importante. He hecho las cosas muy mal. Se escucha música desde el exterior, desde más allá de la casa, desde un lugar que lo envuelve todo. No sé dónde está Song, pero empiezo a entender que nunca va a poder llegar conmigo hasta el cubículo a salvo del fuego. Las congas suenan a un ritmo frenético y furioso, como tocadas por cien manos. He olvidado algo antes de caer dormido. El cubículo me va tragando poco a poco hacia lo oscuro. Una lengua de fuego se asoma por la trampilla. La música lo envuelve todo.

 

 

“Al cuarto de Tula

le cogió candela,
se quedó dormida, y no
apago la vela”

 

 

 


 

1 comentarios:

  1. ¡Uau! Menudo relato. El sueño, la realidad, se confunden el cubículo.
    Me ha gustado.
    Un saludo

    ResponderEliminar