12/3/20

Histœrias diarias de cuarentena (1/40): Silencios


Así me castiga, sin dejar salir una palabra de su boca. Sé que he hecho algo mal, pero no me dirá qué. Simplemente, silencio. Hasta que redima mi falta, o hasta que esta se diluya en el tiempo y deje de ser importante. Esta vez, sin embargo, está durando más tiempo de lo acostumbrado. Casi cinco días. Cinco días sin una sola palabra. Cómo hecho de menos su voz. No la he olvidado, pero mi recuerdo siempre la deforma. Mi imaginación no es capaz de imitar su laringe.

El silencio es algo contagioso. Cuando ella calla, termino por hacerlo yo también. Y pronto la casa se convierte en una biblioteca. Un templo.  Un velatorio. Un jardín olvidado. Un desierto. Un callejón en la parte de atrás. Hasta el más leve ruido parece histriónico y perturbador. Caminamos, por inercia un poco más despacio, procurando que no cruja el suelo de madera. No arrastramos sillas. No dejamos que los cubiertos choquen contra los platos al comer. No usamos agua caliente, para no encender la caldera. No escuchamos música. No abrimos las ventanas, para evitar tanto su propio chillido al deslizar el metal sobre el metal, como para frenar todo sonido exterior. No comemos alimentos que crujan. No usamos plástico. No nos sorprendemos con nada, y evitamos sorprender al otro.

Respiramos, observamos, y, sobre todo, escuchamos. Como inspectores a la espera de un error, cualquier leve fractura, que nos lleve a la subsanación meticulosa, o al grito y al derrumbe.



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