11/10/18

Dorsal


Hay algo mágico y único en las espaldas de la gente. La espalda es sin discusión alguna la parte más atractiva del cuerpo humano. Es la sublimación del erotismo. Esa extensión de piel caliente, ese mapa que es al mismo tiempo evidente y secreto, que aun cuando se nos desvela en total plenitud ante los ojos, sigue guardando infinidad de misterios invisibles, algunos accesibles mediante el tacto, otros aún más profundos. Puedo asegurar solemnemente que hasta la fecha no he visto ninguna espalda fea, ni una sola que no sea tremendamente atractiva. No puedo considerarme un fetichista. Un verdadero fetichista tiene un criterio férreo, sabe exactamente lo que su ambición necesita, es incisivo y crítico. Pero yo no soy capaz de decidir si me gusta una espalda más que otra. Incluso una misma espalda puede parecerme igual de mágica con el pelo suelto o recogido, con o sin tatuajes, con la forma que obtiene al recoger los brazos o estirarlos completamente. Digamos que para mí todo detalle suma, pero la ausencia de estos, no resta.

Las espaldas cuentan con la ventaja de que son anatómicamente idénticas entre ellas (aunque por supuesto, en la práctica, ninguna lo es). Así que cuando antes he asegurado que me fascinan todas las espaldas, quería decir exactamente eso, todas. No hago distinción por género. Soy un caballero y considero, por ejemplo, de terrible mal gusto el que un hombre camine por la calle sin camiseta. Sin embargo, cuando me cruzo con uno, no puedo evitar tras la mueca de rechazo, el girarme disimuladamente y observar esa espalda que, dándome la ídem, se aleja de mí. Me declaro incapaz de luchar contra esa fuerza que me obliga a echar aunque sea un simple vistazo. Quizá sea la curiosidad innata del coleccionista, me resulta impensable perderme una espalda que se me ha aparecido, que ha querido mostrarse ante mí.

Por otro lado, es inevitable ser consciente de que, por moda, es más común que sean las prendas de las mujeres las que dejan al descubierto una parte de su espalda, a veces incluso descubriéndola casi al completo. Algo casi inimaginable en los hombres, lo cual no solamente posibilita la observación detallada del envés femenino, sino que además puede permitir alguna suerte de contacto involuntario. Y uso la palabra “involuntario” con plena conciencia de lo que hago, pues jamás se me ocurriría meter la mano de forma conscientemente libidinosa entre los pliegues de la ropa sin gozar previamente de permiso. Pero hay ocasiones, como en las grandes aglomeraciones de gente, o en los saludos con dos besos, en las que lo violento sería precisamente evitar el contacto a toda costa. En esos momentos, mi mente se nubla con ese estímulo a medio camino entre lo erótico y lo intelectual. En el caso de los hombres, lo mejor que, por lo general puedo esperar es que lleven una de esas horrendas camisetas de tirantes, que al menos dejan al descubierto los hombros, que, aun constituyendo una parte importantísima de la espalda, no son por sí solos suficientes para igualar el esplendor de la efigie completa.

Otro asunto muy distinto son los culos. Los culos están demasiado sexualizados por la cultura popular como para resultar interesantes. No dejan de ser un par de protuberancias gélidas. No tienen la trascendencia de una espalda. La vida de una persona, sus preocupaciones, sus neuras, sus alegrías… están todas escritas en la espalda. Un culo no tiene historia, no tiene cronología, no tiene efemérides. La frontera de la sensualidad se encuentra donde la espalda pierde su honesto nombre.

También ocurre en ocasiones que llegan a mí imágenes de espaldas en algún formato audiovisual sin que yo me lo hubiese propuesto previamente. La publicidad, por ejemplo, es una de las más fructíferas fuentes de esta clase de imágenes. Son sobre todo los anuncios de viajes y perfumes los que más y mejores satisfacciones me producen. Como un ofrecimiento sin tabúes, un icono explícito a los amantes de la beldad.

Hasta las lagunas de los riñones llega un barco falange. Atraca con suavidad y pronto sus habitantes se lanzan a explorar esa nueva tierra, de montañas y llanos. Suben por la cordillera vertebral, avanzando cada pequeño accidente hasta alcanzar los últimos retazos de las cervicales. Investigan con minuciosidad y toman cuantas muestras sean necesarias. Se deslizan seseantes hacia uno de los omoplatos, y sienten el temblor de tierra. Cruzan de nuevo la cordillera central y se hunden hasta lo más profundo de la hondonada intercostal, y buscan en todas sus cuevas. Allí aparece una bandada de murciélagos hambrientos, que le persiguen por todo el continente, y dan varias vueltas en varios sentidos. Desde el sur llega un tsunami que ondula el terreno a su paso, y lo arrastra con su fuerza. Los exploradores corren despavoridos como hormiguitas aterradas, cosquilleando toda la superficie del terreno. Tras el desastre tienen hambre y muerden con fuerza el suelo en busca de alimentos, al principio con bocados fuertes, y más tarde con pequeños pellizcos. Poco a poco se van sintiendo saciados, y deciden dormir la siesta. Se acunan con parsimonia y delicadeza haciendo suaves movimientos adelante y hacia atrás. Reduciendo su intensidad hasta detenerse. 

No me considero a mí mismo un degenerado, aunque no falten malas lenguas que me señalen como tal. Es cierto, y yo jamás lo negué, que en ocasiones me abstraigo en la contemplación de alguna contemplabilísima efigie que, en un descuido, o con vil y seductora intención pasa por delante de mi mirada, y en estos casos pierdo la noción del tiempo y de las circunstancias, como si una nube de sensibilidad se apropiase de mis sentidos. Lo que la mayoría no comprende es que mi obsesión con las espaldas no es exclusivamente sexual, o no necesariamente siempre lo es. Lo mismo ocurre con el ingrediente del erotismo. Para mí las espaldas me producen, además de lo ya mencionado, una pasión estética, intelectual, psicológica, afectiva. A veces estas emociones forman una macedonia, a veces es solo uno de los ingredientes el que encuentro proyectado en la espalda en cuestión. Una proyección que puede tomar la forma de una pasión febril o de la más innata curiosidad, como la que se produce en los niños. Y sería un lamentabilísimo error el dejarnos llevar por nuestros prejuicios y presuponer que toda mi admiración deriva exclusivamente del deseo sexual.

La visión de un fragmento de espalda, una nuca, un hombro, lanza la inevitable pregunta ¿cómo será el resto de esa espalda? Y ya he anticipado antes que un mero vistazo no basta para satisfacerla, tampoco una observación detenida, ni siquiera el examen mediante el tacto; aunque ese tipo de contactos son las menos veces. Esa pregunta flota en el aire sobrevolando todos los cuerpos, todas las espaldas. Es un interrogante universal, metafísico e insaciable. Una curiosidad que va más allá de la búsqueda de la verdad, que revolotea con devoción y firmeza sobre cada espalda que se cruza en mi camino; incluida la suya. Y no se lo digo como un cumplido, se lo digo, señor juez, para que intente comprenderme.



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