21/11/18

Arcoíris Violeta


Desde el principio, o al menos desde que aquello empezó a tener relevancia en las noticias, Violeta dijo que ella se oponía a venir. Nunca dijo por qué. Y aunque me cueste reconocerlo, su negativa fue probablemente una de las razones que me retuvieron. Eso y el miedo también. Había algo en toda la historia del arcoíris que me resultaba terriblemente inquietante, casi siniestro. Yo había sido de las primeras y las más fieras en negar cualquier posible trascendencia del evento, en asegurar que aquello, en el fondo, no significaba nada. Me había tirado toda la vida esperando un milagro y, ahora que se presentaba, llevaba tres meses sin ser capaz de salir de la ciudad. Violeta y yo pasábamos tardes enteras mirando lo que sucedía a través de las noticias, como espectadoras imparciales, observadoras sin riesgo. Mientras tanto, poco a poco todos nuestros amigos y vecinos marchaban hacia el arcoíris. El barrio se vaciaba, la ciudad se quedaba sin vida. Y aquellos que nos quedábamos parecíamos seres absurdos y anacrónicos.

Al principio, cuando el arcoíris apareció, era lo contrario. Todo el mundo juzgaba con recelo a los que iban. A los primeros que empezaron a acampar en la base y a hacer del asentamiento un lugar acogedor. Esos locos, esos frikis, esos con demasiado tiempo libre. Todo habría sido más fácil si las cosas se hubiesen mantenido así; pero la opinión humana es muy voluble. Quizá fue que los días pasaban, y la permanencia del arcoíris empezó a convencer a otros de que aquello era algo sobrenatural y más poderoso que la estabilidad de sus vidas. Quizá fue que cada vez iba más gente, y visitar el arcoíris pasó de ser algo de frikis a algo socialmente aceptado, a algo que había que hacer. Gente que iba a adorar, gente que iba a tratar de formar una sociedad mejor, gente que iba a esperar el fin del mundo, gente que iba a observar, a dejarse impregnar por la alargada majestuosidad de sus colores.

Fui yo quien tuvo que lidiar con todos los familiares y amigos comunes que venían a hablar con nosotras cuando habían tomado la decisión de marchar. Algunos sólo a despedirse, otros a hacer un último intento de llevarnos con ellos a pesar de conocer de sobra nuestra negativa. Al fin y al cabo, si ellos habían cambiado de opinión, quizá podrían convencernos a nosotras. En uno y otro caso, en cuanto la conversación divergía hacia el tema del arcoíris, Violeta se quedaba callada y con la mirada baja, sin apenas moverse, como si la hubiesen desconectado. Me tocaba a mí explicar a los demás por qué nos quedábamos. Muchas veces ni yo misma era capaz de comprender mis razones, pero me las creía sin un atisbo de duda. El momento más difícil fue cuando vino a visitarnos la madre de Violeta. Serví unos vinos, nos sentamos en el salón. En cuanto su madre mencionó la palabra arcoíris, Violeta se levantó pausadamente en silencio, recorrió la estancia con pasos suaves, como un fantasma, y se encerró en la habitación. Su madre entonces empezó a suplicarme que fuese yo sola al arcoíris, que al menos debía salvarse una de las dos. Sus manos se entrelazaban con las mías, sus ojos tenían una rojez vidriosa, con cierta desesperación.

Violeta y yo veíamos en la tele y en las redes sociales cómo alrededor del arcoíris los asentamientos iban creciendo. Tiendas de campaña que se iban convirtiendo en chabolas hechas de adobe, uralita, cartones, plásticos y desperdicios. Fogatas que se encendían todas las noches. Algunas personas daban discursos subidos en rocas. Había música y bailes entre los árboles. Se formaban pequeñas comunidades. Existían distintas facciones que interpretaban el fenómeno del arcoíris de diferentes formas, y solían tener grandes discusiones filosóficas entre unos y otros. También había algunas peleas, pero solían resolverse rápido. La experiencia del arcoíris era una respuesta a la vida, y las preguntas que este generaba, se responderían también pronto. Los infieles del otro bando descubrirían lo equivocados que estaban, y, según el caso, serían castigados por ello.

A veces quería ser como ellos. Correr hasta el centro del arcoíris y fundirme con todos los colores, empaparme en su luz. No podía creer que el arcoíris fuese una señal divina ni sobrenatural, pero quería formar parte de esos círculos, de esas comunidades. Sentirme acogida sin dar explicaciones a nadie. No entiendo por qué me resulta tan difícil cambiar de opinión, por qué mis opiniones no son más volubles.

La noche que vino la madre de Violeta, me dijo que mi verdadero miedo era descubrir que el arcoíris sí era una respuesta, porque entonces ninguna de mis ideas preconcebidas se mantendría en pie, que necesitaba desprenderme de la influencia de su hija y empezar una nueva vida. Violeta y yo nunca hablábamos del arcoíris. Incluso cuando otras personas hablaban de ello, yo evitaba pronunciar esa palabra en su presencia. Tampoco le conté la conversación que tuve con su madre. Sin embargo era Violeta la que siempre sintonizaba las noticias y buscaba en internet los vídeos sobre el fenómeno. No me conseguía hacer una idea de qué era lo que ella pensaba realmente. Como si fuese algo que le fascinase y repudiase al mismo tiempo. Esa falta de pistas a la hora de imaginar la opinión de Violeta me provocaba una enorme inseguridad a la hora de formularme la mía.

Para todo lo demás, la vida que llevábamos Violeta y yo era idéntica a la que llevábamos antes de la aparición del arcoíris. Nos reíamos juntas, charlábamos, leíamos, comentábamos películas, el sexo era maravilloso. Incluso hacíamos planes de futuro.  Aun así, algunas noches, me despertaba con la seguridad de que Violeta se había ido sin avisar.

Empecé a desear, cada vez que Violeta y yo veíamos representaciones de los asentamientos, que el arcoíris desapareciese de repente. Quería ver sus caras de tristeza, su decepción. Era un pensamiento que no podía compartir con nadie. Una travesura que a nadie le haría gracia. Pero a mí me satisfacía enormemente. Otras veces me imaginaba que caía un rayo, o que ocurría algún desastre natural que acababa con casi todas las personas que acampaban junto al arcoíris; y los que nos habíamos quedado pasaríamos el resto de nuestra vida preguntándonos si aquello había sido casualidad o un efecto terrible  inesperado del misticismo del arcoíris. Si en realidad existía una respuesta, pero era negativa.

A pesar de su enorme interés en las despedidas, una vez que algún conocido nuestro llegaba al arcoíris, no volvíamos a saber de esa persona. Si intentábamos contactar por teléfono, la respuesta era un mensaje de “te llamaré pronto”. Llamada que nunca se producía. Pero la gente tampoco contestaba a las llamadas antes del arcoíris ¿verdad? Aquí tenían demasiadas cosas que hacer. Allí era más grave aún, tenían un propósito.

Quizá al arcoíris sólo llegan los valientes, los enteros emocionalmente, los que creen que en el futuro hay alguna luz, alguna esperanza multicolor. Y en el mundo antiguo quedemos los inválidos, los cobardes, los tarados. Dejemos que ellos sean felices en su paraíso, cuando seamos las últimas, nos convertiremos en las reinas del mundo abandonado.


2 comentarios:

  1. Todos buscamos algo en lo que creer... y, ¿sabes?, cuando estas desesperada por creer en algo, cualquier cosa puede acabar siendo un arcoiris...

    Mejor no fiarse, ¿no?

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