12/11/17

Este fin del mundo



Cuando declararon la llegada del Fin del Mundo para la semana próxima al principio hubo cierto escepticismo entre la población. Pero en la tele todos los canales lo anunciaban como algo seguro. Los informativos serios, la prensa seria, científicos serios de renombre, personalidades de reconocidísima credibilidad salían a todas horas a confirmar que aquello era un hecho comprobado e inevitable. Sencillamente, era la verdad. 

Lo aceptamos rápido. No hubo mucho caos ni desmadre. Lo asumimos como personas adultas. Se entendió en seguida como un proceso natural, algo más que enmarcar en el día a día. Hubo alguna paliza, algún caso de violación, algún asesinato, un hombre intentó robar un banco y se dio cuenta de que el dinero ya no valía demasiado, una mujer quiso volar el congreso y se dio cuenta de que necesitaba más de una semana para reunir toda la dinamita que necesitaba. La mayoría de la gente siguió yendo a trabajar. Al fin y al cabo llevaban toda la vida diciendo que también lo habrían hecho si les hubiera tocado la lotería. Las excentricidades, si sucedieron, fueron hechos muy aislados, considerados por la mayoría como algo infantil, inmaduro, y por lo general de muy mal gusto. Meros accidentes estadísticos, locos ha habido siempre. Al final, es fundamental mantener las formas y la convivencia. Cuando a alguien le diagnostican una enfermedad terminal tampoco se dedica a ir por ahí alborotándolo todo. ¿En qué era diferente esto? También se contemplaba la posibilidad de que al final el mundo no se acabase, no había que perder nunca la esperanza. ¿Qué ganaba uno haciendo el ridículo, o convirtiéndose en un delincuente? 

Hubo quien se planteó hacer ese viaje alrededor del globo que nunca había hecho, pero si solo quedaba una semana de mundo, nadie quería pasarse la mitad del tiempo metido en un avión. Tampoco había tiempo para tener hijos, o escribir unas memorias que nadie leería. Se llegó a una especie de acuerdo tácito social en el cual todos asumíamos que tratar de recuperar en una semana lo que no habías hecho durante tu vida era tan estúpido como intentar estudiar el temario en los cinco minutos antes del examen. Durante la esos días se programaron en la tele varios especiales muy entretenidos sobre los mejores años de la humanidad. 

Hubo más declaraciones de amor. Más llamadas a amigos y familiares para decirles que te importaban. Hubo gente que estaba en la guerra que decidió soltar su arma y no seguir luchando (no toda, claro). Hubo también infidelidades y sexo rápido en los baños. Mayor consumo de drogas y alcohol. Menor número de suicidios. Mayor número de muertes accidentales. Menos obras de arte. Más fracturas de huesos. Menos gente apuntada en cursos. Más twits ingeniosos. Menos visitas al hospital. Más hacer las paces con el mundo. Menos sinceridad. Muchos animales parecieron volverse locos, y había que apaciguarlos, no dejar que contagiaran con su pánico. En general la vida de la mayoría de la gente siguió más o menos igual. Fue una semana más o menos como cualquier otra. Supimos afrontar el tema con dignidad y civilización.

Para la última noche, hubo mucha gente que quiso hacer una fiesta. Sería como tocar el violín mientras el barco se hunde. Pronto todo el mundo tenía seis o siete amigos de seis o siete grupos distintos que estaban montando la gran fiesta. Todo el mundo quería ir a todas y ver a todos sus amigos antes de que el mundo acabase, pero no querían pasarse la noche desplazándose de un lugar a otro. Querían simplemente pasar esas últimas horas divirtiéndose con los suyos, compartiendo con la gente con la que habían compartido la vida, estar con todos ellos. Así que se organizó una fiesta multitudinaria en el centro de todas las ciudades. Un gesto hermoso. Ya no habría que ir de un sitio para otro porque todos estaríamos en el mismo. 

Aquella noche hubo tanta gente, tanta multitud, tanta fiesta, tanto maremágnum de gente que en medio de la orgía fuimos incapaces de encontrar a nuestros seres queridos. Nos convertimos en una masa de unidades confusas que buscaban en círculos y no encontraban, que nos asfixiábamos entre otros cuerpos buscando una cara reconocible, un respiro, un poco de luz. Y la noche fue pasando agotadora entre móviles que no funcionaban y desconocidos cada vez más histéricos, cada vez más aprisionados, más pegados, más asfixiantes. Masa humana y sudorosa moviéndose al ritmo de una música desacompasada. Los demás parecían ser todos la misma persona  multiplicada miles de veces, y al mismo tiempo completamente extraños; cada vez más irreconocibles. Y así, confusos, miserables y desesperados, exactamente igual a como llegamos al mundo, nos fuimos de él.



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