Puerto industrial. Aire denso marítimo que se condensa en
una niebla profunda, que cubre los muelles, los almacenes, los contenedores metálicos y los embarcaderos. Hay un barco gigantesco varado a algo menos de un
kilómetro, cargado hasta arriba de basura. Llevan horas negociando con el puerto, pero no
consiguen permiso para atracar allí. En uno de los muelles hay un negro tocando
la trompeta como un diletante, está aprendiendo o probando. No termina de
sonar una melodía, y no se distingue cuándo está sonando la bocina de un barco
y cuándo es que el negro desafina otra vez. El negro está bastante borracho, han sido
varios vasos de vodka caliente. En ese sentido no desentona mucho, es aún
de madrugada y en el puerto todos están ebrios en mayor o menor medida. Hoy incluso
más borrachos que de costumbre, porque el olor del barco de basura es
insoportable y no hay dios que lo aguante. Su hedor penetra las paredes de hormigón,
y hasta el almacén más profundo llega la pestilente nube. Más pestilente que el
ya acostumbrado olor a pescado, a podrido, a vertidos, a húmedo, a aceite
semiquemado al que están acostumbrados. Todos los marineros borrachos y rudos,
apoyados en la pared pasándose cigarrillos que no saben a nada por el olor del
puto barco, y pasándose botellas que saben a la basura del puto barco. Esperando su
momento de embarcar o descargar, mientras juegan a las cartas y a los dados. Andan con
los cojones bien hinchados y se lanzan miradas confabuladoras entre ellos. Se
la tienen jurada también al negro de la trompeta, un día de estos le van a
tirar la puta trompeta al mar, y a ver qué toca entonces, qué se atreve a tocar
el gilipollas ese.
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