4/7/18

Un gato verde


Anoche volvía del teatro por el camino de siempre. La ciudad iluminada con la tenue luz de las farolas de un jueves de primavera que parece un martes de febrero. Dos manzanas antes de mi casa doblé la esquina y atajé por un pequeño pasadizo, por donde casi nunca pasa nadie, y ahí, justo en medio, me encontré con el gato verde.

El verde es el color de la suerte, pero la suerte puede ser buena o mala. Por eso es también el color de la esperanza: suerte y esperanza van siempre cogidas de la mano. La esperanza se deposita sobre la suerte, y la suerte se alimenta de la esperanza, la utiliza para atraer a los incautos y jugar con ellos.

El gato no se inmutó con mi presencia. Siguió lamiéndose la pata delantera durante unos minutos. Me acerqué con precaución, debatiéndome sobre cuál sería mi próximo paso. Si bien es cierto que un encuentro con un gato verde es algo único y maravilloso, también lo es que muchos de los que se acercan a ellos con avaricia terminan con sus destinos truncados. A la suerte no se le exige; la suerte concede… o no.

Fue el gato el que tomó la iniciativa y empezó a caminar. Todavía no me había dirigido una sola mirada. A pesar de ello, entendí su avance como una invitación y comencé a seguirle. Se movía a paso ligero, siempre por calles vacías de peatones. Si pasaba algún vehículo ocasional, el gato se escondía bajo un coche o en el hueco de una alcantarilla.

Sentía una mezcla de excitación y miedo. No sé cuántas calles recorrimos, cada vez había menos luces encendidas en las ventanas. Procuraba mantener siempre una distancia de unos dos metros con el gato para no asustarle o provocarle, y me movía haciendo el mínimo ruido, sin movimientos bruscos.

Algunas veces, en alguna intersección el gato se detenía, quizá observando, quizá esperando. En esos momentos sentía la necesidad de acercarme por fin a él y tocarlo con una caricia. Al fin y al cabo, dicen que la suerte recompensa a los valientes. Pero también es cierto que es orgullosa y gusta de arrastrar al fango a todo aquel que se atreva a levantar su cabeza por encima de la de ella. Juzgué además que el estar siguiendo a aquel animal por innumerables calles desconocidas era en sí un acto de valentía. Hacía tiempo que estaba en su territorio, perdido, dejándome caer en una posible trampa, convirtiéndome a sabiendas en su pasatiempo.

Pensé que la relación entre suerte y esperanza es desigual. La esperanza no podría existir si no existiese la suerte, pero incluso cuando se ha perdido toda esperanza, puede aparecer un golpe de suerte. La esperanza, además de verde, es blanca, pero la suerte tiene miles de caras. La esperanza es siempre un poco egoísta, uno espera que se cumplan sus propios deseos; la suerte es neutral, pero mucho más perversa.

Llegamos a un solar arenoso. El gato se subió a un montículo de escombros y fue la primera vez que me miró. Sus ojos eran de color naranja intenso, y su fulgor me trajo cierta paz. Quizá la neutralidad sea en esencia más perversa que la subjetividad. El gato dio media vuelta y con tres saltos ágiles escaló el muro. Cuando llegué a asomarme, ya había desaparecido de mi vista. Sería una locura intentar buscarlo ahora.

Volví al montículo de escombros. Bajo el lugar donde me había dirigido aquella mirada, encontré un cigarrillo atado con un lacito rojo. No tenía mechero ni cerillas a mano, y pensé que sin duda alguna el gato sabía ese detalle. Me dirigí de vuelta a casa. Era ya muy tarde y no se veía un alma; las ventanas de todas las casas estaban sin luz. Caminaba con el cigarro apagado en la boca como en un acto reflejo, aún con su lazo atado. No me sentía especialmente estúpido por aquel extraño paseo, había sido un viaje nocturno, sin recompensa tangible, pero pensaba en aquellas horas perdidas como una experiencia. Quizá todo el periplo valía la pena por haber visto esos ojos naranjas.
Dos manzanas antes de mi casa, doblé la esquina y entonces lo vi: las calles ardían con un incendio inextinguible.


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