5/4/18

Satimar



El caos empezó a brotar el 27 de febrero. Aproximadamente. Quizá empezó antes y no llegamos a notarlo hasta entonces; quizá incluso empezó más tarde, y lo empezamos a anticipar ese día. En cualquier caso, tomamos el 27 de febrero como fecha de referencia. Ante el caos hay que armarse con constantes. 

Todo comenzó con pequeños brotes que iban creciendo a los lados de los pasillos, y trepaban por las paredes como una leve enredadera de luz pálida y tenue. El primer síntoma fue descubrir pequeños objetos que iban almacenándose en los lugares donde el caos había florecido. Un mechero, el eslabón de una cadena, pedacitos de algodón, pétalos de rosa, un reloj de pulsera. Objetos que no pertenecían al pasillo, pero que podían resultar útiles más adelante y tampoco parecía sabio tirar. Ya se sabe: nunca se sabe.

Toleramos al caos como un inquilino más. No puedo negar que la mayoría de nosotros sentíamos cierta atracción perversa en ver cuánto podía crecer, hasta dónde podía desarrollarse sin la intervención humana. En medio de la rigidez social de la ciudad, era inevitable sentirnos fascinados por esos pequeños vestigios de naturaleza.

Llegaron las polillas y se posaron en todas partes. Cada vez que se abría una puerta o se cruzaba un pasillo, salía una de ellas de algún lugar, daba unas vueltas en círculo y volvía a desaparecer por otro lado. Marian, la pequeña, miraba fascinada a las polillas y decía “Mira, somos afortunados porque tenemos mariposas dentro de nuestra casa”. Y los demás la mirábamos a ella y sonreíamos condescendientes, sin atrevernos a decir nada. Sólo Mara respondía de vez en cuando con ese tono irónico suyo, diciendo que así al menos los huracanes ocurrirían en el otro lado del mundo.

Se rompían tazas y copas de vino, y los espacios que dejaban eran ocupados por pequeñas ramitas de caos, que germinaban en botones de camisa, confeti o rollos de cinta. El pasillo, a su vez, se iba llenando de objetos más voluminosos. Marcos de cuadros, grandes muñecas, una diana de dardos, cuerdas y libros, revistas de moda, folletos de Ikea, un arco de violoncello, una máquina de escribir. Empezaba a hacerse complicado avanzar por según qué lugares y alcanzar algunos armarios y estanterías.

Fue Marco el primero que se aventuró a desbrozar, a intentar arrancar algo de la maraña y descubrir que el caos estaba completamente arraigado en nuestra casa y que sus raíces eran fuertes y profundas. El caos se había convertido en una parte de nuestro hogar a la que ya no podríamos renunciar.

Organizamos reuniones de emergencia para buscar soluciones. Pensamos en ocultar todo el asunto a los más pequeños, pero de alguna forma, ellos ya sabían, sabían antes que nosotros, comprendían de un modo intuitivo. Decidimos organizarnos en turnos para que siempre hubiese alguien desbrozando las partes más salvajes del caos y garantizar que hubiese siempre algún caminito por el que pasar de una habitación a otra. A veces había suerte y el propio caos proporcionaba algunas herramientas útiles. Cortábamos las ramas y arrancábamos raíces en equipos de dos o tres, mientras que otro equipo se encargaba de apilar los objetos en columnas tambaleantes que después apuntalaban.

También procurábamos hacer inventario de todo ello, para poder recuperar algún objeto concreto que pudiésemos necesitar en otro momento. Apenas había espacio libre, así que cuando alguien tenía que pasar, había que parar todo el trabajo, retirarnos y volver a entrar. En esos momentos el caos nos ganaba algo de terreno, y era necesario esforzarse el doble para recuperar el espacio perdido, mantenerlo siempre a raya.

Se rompían bombillas y se levantaba el suelo de los parqués. Se rompían tuberías y se formaban pequeños riachuelitos, con zonas de rápidos y meandros que seseaban entre los objetos de los pasillos, y desaparecían bajo tierra en una habitación y reaparecían de nuevo en otra.

Las polillas se multiplicaron. Cubrían las puertas, las paredes, todas las superficies. Encendíamos velas o ramitos de lavanda para mantenerlas alejadas. Algunos se cubrían con sábanas a la hora de dormir por miedo a que se les posasen encima. Cubiertos el cuerpo y la cara, daban el aspecto de momias. Las polillas se escondían entre los entresijos del caos y brillaban un poco por las noches. El caos se hizo con el vestíbulo y parte de la puerta principal, recubriéndola entera con su follaje. 

Resultaba casi imposible salir a la calle. Había que hacer ente todos un tremendo esfuerzo colaborativo cada vez que alguien tenía que salir. También teníamos miedo de que alguien que saliese no pudiese volver a entrar luego. De modo que las salidas a la calle se limitaban a lo estrictamente imprescindible, y cada vez éramos más severos a la hora de aceptar algo como imprescindible.

Llegaron los pájaros. Gorriones en su mayoría. Fue un alivio, porque se alimentaban principalmente de las polillas. Construimos algunas pajareras, pero ellos prefirieron vivir en las ramas. Un día encontramos un nido de golondrinas en una ventana, y nos causó gran alegría, porque hasta ahora no habíamos visto golondrinas por ningún lugar de la casa. 

Marina empezó a liderar pequeños grupos de exploración a lo profundo del caos. Algunos de nuestros desbrozadores más expertos iban con ella. Los exploradores volvían siempre con historias sobre las partes más antiguas de la casa, los primeros lugares invadidos por el caos que ahora tenían el aspecto de ruinas vetustas, y que estaban habitados por vegetaciones de caos que resultaban imposibles de describir, y por fauna que no conocíamos en la parte civilizada. A parte de las maravillosas historias, los exploradores rara vez traían algo de valor. Los exploradores pasaban cada vez más tiempo en la naturaleza. Marina terminó formando un pequeño campamento de avanzadilla, y los exploradores tardaban meses en volver, y se mostraban huraños en contacto con nosotros.

Nos adaptamos a la vida del caos. Finalmente se consiguió arrebatarnos la puerta. Creó una empalizada que era imposible de atravesar. Ni todos nosotros a la vez haciendo uso de nuestras mejores herramientas pudimos arrancar todas las ramas. Ni los colchones, la lámpara, la escalera, los sacos de arena o el caballito de juguete. Tuvimos que resignarnos y observar en silencio cómo las ramas se fortalecían, acorazándose entre los goznes de la puerta, petrificándose. Una voz silenciosa nos recordó a todos que Mario se había quedado fuera.




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