Recibo una llamada de mi madre durante mi clase de teatro. Tengo el móvil en silencio y la llamada se va tan desapercibida como ha llegado. Poco después, en el descanso, veo la perdida. No me hace falta nada más que esa perdida para entender todo lo que ha pasado. Mi madre y yo habíamos hablado justo la noche anterior. Tu abuela está enferma; de momento no hay nada por lo que preocuparse, pero que lo sepas. De esta conversación hace menos de doce horas. Devuelvo la llamada y es así como recibo la noticia, semidesnudo, con el cuerpo y la cara manchados de pintura, de espuma de afeitar, de aceite y de trozos de plástico de pintor y de papel higiénico pegados por el cuerpo. Lo primero que pienso es que no he tenido tiempo de despedirme como me habría gustado. O quizá ese es el primer pensamiento racional, pero muchos otros pasan por mi mente sin que pueda registrarlos. Me viene después una frase de una obra de teatro que había visto hace poco: “La muerte es cutre”. La noche anterior, durante la conversación con mi madre, había comprendido que era probablemente en este momento, en las vísperas de su centésimo cumpleaños, que se iba a iniciar ese largo periodo de idas y venidas al hospital, de informes médicos, de pronósticos confusos, que ya hemos vivido otras veces y que constituyen un lento camino de descenso en la vida de una persona, del que uno se recupera un poco, pero del que no va a remontar del todo. Esto puede ser cosa de unas semanas o de unos años. Por eso mi primera sensación al saber que apenas habían sido horas, es de confusión. No entiendo que se haya ido así, de la noche a la mañana. Era una posibilidad que no estaba contemplada. Es un leit motiv que se repetirá en los próximos días con toda la familia. Todos dábamos por hecho que cumpliría los cien años, que al menos aguantaría esas tres semanas. Como una especie de ley universal, nadie se había planteado que pudiese ser de otra manera. Por eso, cuando pienso en que no he podido despedirme, más que rabia, más que impotencia, lo que siento es confusión. Y creo que la confusión es otro de los leit motiv que se repiten estos días. Podemos expresar con palabras lo que ha sucedido, pero no llegamos a entenderlo. La confusión es como un sustrato que nos empapa y se cuela en nuestros gestos y conversaciones. Quizá es la confusión uno de los pocos lugares lógicos desde donde hablar de la muerte. Y así como estoy, semidesnudo, pintado y sentado en unas escaleras, con otro montón de actores en el mismo estado que yo, subiendo y bajando con materiales de limpieza, la primera sensación que tengo es la incapacidad de asirme a una emoción o una reacción conocidas, la incapacidad de pedir ayuda. “La muerte es cutre”. En la obra además de cutre, decían que era terrible, inesperada, oscura… pero fue la palabra cutre la que de algún modo se me quedó agarrada. Y esa cutrez mortuoria es otro de los pensamientos que parecerán empeñados en reafirmarse durante los próximos días, con un matiz que se irá solidificando: lo cutre de la muerte es, además, un vehículo para su sentido del humor.
La primera frase que me dice alguien cuando vuelvo al ensayo
es que me ve triste, pero que no me preocupe, que todo tiene solución menos la
muerte. Poco más de dos horas después, un antiguo profesor me dice que tengo
cara de que se me ha muerto alguien.
En el último par de meses he visto bastantes obras de teatro
que tenían que ver con la muerte, un par de documentales, una exposición de
fotografía y una conferencia sobre esa exposición, he leído sobre ella en
Beauvoir y la he visto en película de Bergman, y después he visto vídeos de
Bergman hablando de la susodicha película. Yo mismo me he llevado la muerte al teatro,
llevo meses rodeándome de la idea de la muerte. Recuerdo constantemente una
frase de mi monólogo: “Pensé en la muerte de mi madre y mi madre murió”. Llevo
meses rodeándome de la idea de la muerte.
De pequeños, mi hermano no sabía decir la palabra
“abuelita”, así que él y yo la llamábamos Bolita.
El camino de vuelta del tanatorio lo paso entero dándole la
mano a mi madre, ella en el asiento del copiloto, yo en el trasero. Ella dice
que los tanatorios se han convertido en un evento social horrible. Creo que
nunca habíamos estado tanto tiempo así cogidos de la mano. Descubro con ella
una unión especialmente íntima. Hay una especie de sensibilidad, un amor que
nace de la necesidad de rellenar el vacío que deja la ausencia de otra vida.
Bolita me cogía la mano con fuerza cuando hablábamos.
Siempre hablaba de lo orgullosísima que estaba de su prole. Aquellas manos eran
impresionantes. Siempre que hablaba con ella sentía la necesidad de
fotografiarlas. Decía que estaba orgullosísima de su prole, pero que de entre
todos los nietos que tenía, había algunos favoritos, y yo era de ellos.
A pesar de todo, en el tanatorio me reencuentro con personas
con las que hacía años que no hablaba, y tengo algunas conversaciones muy
divertidas con propios y extraños. Nos reímos bastante. Hay latas de bebida y
sándwiches. Esta reunión familiar es en cierto modo como la fiesta de
centenario que no llegamos a celebrar. La abuela nos vuelve a reunir a todos y
eso es algo de lo que siempre presumía. Probablemente ahora sonreiría si nos
viese a todos juntos.
El entierro se hace en la parte más antigua del cementerio
de la Almudena. La mayoría de las lápidas están decentes, pero todo lo demás es
una ciudad en ruinas. Los caminos llenos de baches y barro, las escaleras
desconchadas, los muros medio caídos y reforzados con redes de alambre, trozos
de estatuas y columnas por el suelo, un mausoleo apuntalado con vigas de
madera. Personas que te saludan con un “¿Cómo estás?”. La muerte es cutre.
Dentro de la tumba están también las cenizas de Jorge y Andy. Los operarios de
la funeraria dicen “con su permiso” antes de realizar cualquier movimiento. Con
su permiso voy a entrar. Con su permiso coloco aquí las cenizas. Con su permiso
coloco las flores que usted me da. Mi tío dice algo sobre lo fascinante que es
el sonido de la lápida al cerrarse. Otro de mis tíos comenta algo sobre los
procesos de incineración que le dijeron a él el día anterior, y que son la
causa de que no pueda incinerarse y enterrarse a una persona el mismo día. Es
un momento triste, y al mismo tiempo hay cierta sordidez en la forma que tiene
cada uno de atravesar esto de la mejor forma posible. Creo que es ahora
cuando la confusión se hace más fuerte y campa a sus anchas entre todos nosotros. Vuelvo a recordar
a Beauvoir: “Comprendo todas las últimas voluntades, como también que no exista
ninguna”. Los enterradores no dicen nada.
Mi relación con ella está inevitablemente teñida por la
relación de mi madre con ella. Me sentía más cercano o menos a mi abuela según cómo
se portase con mi madre, y cómo se sintiese mi madre con ella. Sé que en este
momento siente un cariño muy profundo hacia ella, y una enorme pérdida. Y lo sé
porque yo siento lo mismo.
Es una teoría que no me creo ni yo, pero resulta
reconfortante pensar que nuestros muertos se quedan una temporada por aquí y
nos ayudan en las pequeñas cosas: algo que se nos ha roto, un examen, encontrar
algo que se había perdido… No hacen ningún milagro, sencillamente nos tienden
su mano. Una mano para lo cotidiano, un abrazo, un pequeño empujón. Nos cuidan
de una forma etérea antes de dejar de hacerlo del todo.
Todo lo irrecuperable que se lleva una persona en el momento
de su muerte. Todas las cosas que podría haber aprendido aún de ella, todas
esas historias, esa esencia que es suya y solamente suya. Quiero pensar que se
habría reído con cómo se han ido sucediendo muchas de estas cosas, que se
habría sacado humor de muchas de las cutreces asociadas a su propia muerte, y
que incluso la habrían hecho sentir especial, que ella no se muere como
cualquier otra persona, que hasta en ese final suyo ocurren cosas únicas,
aunque no sean glamurosas; pero tampoco lo necesita.
Antes de nada, aunque también parezca cutre, quiero decirte que lo siento mucho. Nunca me sale de verdad dar el pésame a alguien cuando se ha muerto un familiar tan cercano a él, pero ahora te lo digo a ti de corazón. Porque muchas de las cosas que describes tan bien, las he vivido y me tocará vivirlas de nuevo con otra abuela que quiero tanto como tú a la tuya.
ResponderEliminarEspero que los recuerdos que tienes de todo lo que has compartido con ella, te ayuden siempre a seguir adelante.
Un abrazo muy fuerte.
Pues si Willy, me he sentido muy identificado con tu comentario. Yo también quería mucho a tu abuela, y no sólo porque desde el principio fué muy cariñosa conmigo, sino también porque a tu hermano mayor lo acogió siempre como a un nieto más y así ha sido siempre.
ResponderEliminarGracias por estas líneas.
La muerte es cutre aunque nadie puede negarle que es como la banca ,siempre gana .Y me gusta pensar que “la muerte os sienta tan bien “.Mucho Ánimo ! Siento mucho la pérdida de tu abuela.
ResponderEliminarUn abrazo enorme
K
Gracias, Willy. La vamos a echar muchisimo de menos. Para mí será siempre mi abuela.
ResponderEliminarMaravilloso comentario primo! La muerte es tan cutre como necesaria, tan triste como esperanzadora. Es lo único que sabemos seguro al nacer. Los que se van nos dejan su huella, sus miradas, sus enseñanzas, sus gestos y sus almas. Las guardamos en nuestro interior casi sin saberlo, y cuanto más amor demos, más grande haremos nuestra alma para los que vengan detrás...
ResponderEliminarVivir con alegria y amor; irse con humildad y paz. Gracias Guille.