28/4/14

El hombre que revolucionó el séptimo arte

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Recorte de la entrevista a Arturo Blanco Arroyo, “El hombre que revolucionó el séptimo arte" para la revista ‘Doce Lunas Rojas’ en septiembre de 2006, es decir, seis años antes de que inventase el cine fragmentarista, y seis meses después de su primer gran logro cinematográfico:



Unos tímidos golpes en la puerta de la habitación donde nos hemos citado nos anuncian la llegada de Arturo Blanco. Nadie diría que el sujeto larguilucho, delgado y calvo que sonríe nerviosamente en el umbral es una de las mayores figuras de la historia del cine. Evita mirarnos a los ojos mientras se dirige tímidamente al asiento que tiene reservado.

Mantiene la vista distraída y ausente, mirando hacia ambos lados, arriba y abajo mientras habla, pero cuando escucha fija a través de los cristales de sus gafas sus ojos oscuros en el interlocutor, casi sin parpadear, atento al más mínimo detalle. Charlamos un rato con él y se nos muestra como una persona afable y humilde a pesar de su alto estatus. Una vez que hemos cogido confianza mutua, comenzamos la entrevista:


Vale ¿Está grabando ya? Pues... ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí... bueno, pues eso, que no, yo nunca me había dedicado al mundo del cine, veía películas de vez en cuando, claro, como todo el mundo, pero nunca he sido un gran entendido ni nada. Simplemente un día se me ocurrió una idea para una historia mientras estaba en la oficina, y decidí escribirla en cuanto llegase a casa, pero una vez allí no me salían las cosas, no conseguía poner con palabras lo que veía en mi cabeza, es que yo soy de números ¿sabe? Desde pequeñito. Cinco años llevo trabajando de contable... desde que... Vale, perdón, sigo. Entonces llamé a un amigo que le gusta mucho escribir y me dijo que si era capaz de visualizarlo pero no de escribirlo entonces igual lo que tenía que hacer era un corto cinematográfico.

La idea me pareció muy original y parecía divertida, así que empecé a escribir un guion y ahora sí, imaginándomelo las cosas salían mejor... ¿Le importa que fume? Ah, ya, claro... no, no se preocupe, no se preocupe. Vale, como decía las palabras salían mejor, salían tan bien, que en vez de sólo escribirlo y ya está se lo enseñé a unos amigos y les convencí para que lo grabásemos. Yo me quedé como director y cámara, usamos la cámara de Nacho que le trajeron los reyes, porque a mí no se me da nada bien actuar, y ellos... bueno tampoco son nadie famoso, pero le ponían ganas, y nos echamos muchas risas, y en un par de días teníamos todas las tomas hechas. Luego me puse yo con el ordenador a juntar los trozos, quitar lo que no valía, poner la música y todo eso, que es un proceso larguísimo, pero me lo pasaba bien también, y se lo mandé por internet a todo el mundo que conocía en plan: “mirad que guays somos, mirad qué corto hemos hecho".

Y de repente uno de ellos, un amigo que hacía años que no hablaba con él, me devuelve el correo y me dice que eso está muy bien, que lo ha visto un colega suyo que estudió comunicación audiovisual y que está metido en el mundillo y que le había parecido... ¿Qué palabra fue la que utilizó? Ah, sí, “sublime". Le pareció sublime y si yo le dejaba iba a hacer unas llamadas a gente que conocía. A mí me pareció que era una coña ¿no? Pero le dije que vale porque quería ver a dónde llevaba todo eso y además mi amigo siempre había sido un buen tío y no le haría una putada gorda... perdón, eso no puedo decirlo ¿no? ¿Ah, sí? Bueno, igualmente intentaré que sea la última... Pues eso, que él nunca haría daño a una mosca y en el mejor de los casos nos echaríamos unas risas.

Total, que a la semana me llaman y me dicen que me han conseguido colar en un festival que se llama Curt Ficcions y yo flipando porque insisto, no soy más que un contable, no se casi nada de la gran mayoría de las cosas, no leo más de tres o cuatro libros al año, escucho la música que ponen en la radio y al cine voy como mucho un par de veces al mes... soy un tío sencillo, y me iba a rodear de la creme de la creme de la intelectualidad barcelonesa.

Pero aun así decidimos animarnos, así que nos cogimos el coche y nos subimos a Barcelona. Claro yo llegué al festival sin conocer a nadie. Fui con dos amigos con los que había rodado, pero a parte de ellos no conocía a nadie, y toda esa gente imponía mucho, y se notaba que nosotros no encajábamos allí, así que nos quedamos en nuestro sitio al final del todo, sin hacer mucho ruido ni llamar demasiado la atención. Hubo un momento, después de estar mucho tiempo allí que nos preguntábamos para qué habíamos ido, y de hecho yo llevaba un rato dándole vueltas a la idea de largarnos, pero me daba vergüenza porque no quería que nadie pensase que les estábamos haciendo un feo, ni que era una falta de respeto ni nada. Entonces de repente nos iluminan con unos focos y dicen el nombre de nuestro corto y la gente empieza a aplaudir y Javi me da un abrazo y me dice “¡Hemos ganado, tío, hemos ganado!" Y me levanto y me dicen que tengo que subir a la tarima a recoger el premio y dar un discurso, así que llego a la tarima tambaleándome y con visión de túnel, porque estaba muy nervioso. Estaba tan nervioso que no sé ni lo que dije, porque no tenía ningún discurso preparado, porque en realidad el corto no decía nada y... en fin, nunca pensé que tuviésemos ninguna oportunidad de ganar... Creo que todo lo que dije fueron agradecimientos a toda la gente que conocía, pero... no sé, ahora lo recuerdo como si sólo hubiera soltado balbuceos... estaba muy, muy nervioso... ¿Puedo tomar un poco de agua? Gracias.

Bueno pues después de la entrega de premios se me acerca mucha gente que quería hablar conmigo. Decían que yo era un genio y que había revolucionado el cine. Yo les sonreía y les decía que sí, y que gracias, y luego que en realidad no, que no era para tanto, pero sobre todo procuraba no hablar mucho, porque aunque aún no terminaba de creérmelo, me daba miedo que decidiesen quitarme el premio, porque yo sabía que no me lo merecía.

Y luego se me acercó aún más gente, algunos querían un autógrafo, también había abogados y representantes que querían que me asociara con ellos para que no abusasen de mi trabajo. Y críticos que vertían sus opiniones a grito pelao entre el barullo del gentío. Y periodistas que me hacían mil preguntas que no alcanzaba a oír o no me daba tiempo a responder. Y un par de representantes de estudios de cine que querían que yo participase en sus nuevos proyectos. Y también un señor que me ofreció comprar el corto por una pasta para reeditarlo y remasterizarlo, y gente que me decía que no lo hiciera porque si no se perdería la esencia. Y cámaras de fotos y de vídeo, y más gente, y flashes, y focos.

Yo le decía a todo el mundo que sí, y que ya hablaríamos más detalladamente, porque estas cosas tengo que verlas en frío, porque si no me lío y no sé lo que firmo y lo que no. Bueno, menos los autógrafos, claro, los autógrafos sí los firmaba en el momento, aunque nunca sabía que poner, y me daba vergüenza poner solo mi firma, pero había tanta gente que al final no había más remedio. Además me dieron un montón de tarjetas. Tantas que al final no sabía dónde guardármelas, no me cabían todas en el bolsillo y tuve que pedir a Javi y a Nacho que se quedasen con un taco cada uno. Estoy seguro de que perdí más de una y más de dos aquella noche, pero da igual, porque luego tampoco pude llamar a la mayoría de las que me quedaron.

Lo estuvimos celebrando toda la noche. A la mañana siguiente nos despertamos por un lado extasiados, pero por otro no entendíamos lo que había pasado y no sabíamos qué hacer ahora. Salimos a la calle y había gente que me reconocía y me saludaba y me daba la enhorabuena y decían que el corto les había encantado. También vimos que nos nombraban en la mayoría de los periódicos, algunos incluso en la primera página, así que los compré todos para tener un recuerdo. Era como una especie de sueño. Y al final del día ocurrió lo más sorprendente: me llamaron para decirme que contaban con nosotros para el festival de Cannes.

Luego pasaron dos meses entre llamadas, papeleo, preparativos, varias entrevistas y muchos nervios. Yo estaba más asustado que en toda mi vida. No sabía si me aterrorizaba más la idea de que nos acabasen echando del festival a patadas o de que me diesen otro premio. Fueron días horribles, por las noches en vez de dormir me pasaba las horas dando vueltas y vueltas en la cama, y por el día estaba cansadísimo, y con ojeras, y muy irritable, y no era capaz de hacer nada; y en el fondo, una gran parte de mí estaba deseando que me llamasen de Cannes y me dijesen que no nos molestásemos en pasarnos por allí, ni por ningún otro festival de cine jamás.

Y por fin llegó Cannes, pero ahí yo ya estaba mucho más preparado, por la experiencia anterior y porque ya sabía a lo que iba, y ya tenía a un abogado y un representante para ayudarme. Y me había leído varias críticas en revistas y en internet y me empezaba a hacer una idea del enorme impacto social que estaba teniendo el corto; y no conseguía entender por qué, porque yo no había hecho nada más que un simple corto casero y todo el mundo lo calificaba con palabras que no había oído en mi vida y le atribuían sentidos y significados en los que ni siquiera se me habría ocurrido pensar aunque los hubiera tenido en frente de mis narices. Tengo... tengo aquí en el bolsillo una que leí hace poco y que me guarde por si... espera un segundo que la encuentre... aquí está mira: “Una metáfora de la vida, una impecable alegoría del ser humano. Su aparente sencillez contrasta violentamente con su profunda complejidad en una dicotomía salvaje. Te abre al alma de par en par, adentra en lo más profundo de tu ser. Todo el mundo se conoce un poco mejor después de haberlo visto".

Yo... os aseguro que el corto que yo escribí no hacía todo eso. Una vez dos personas se pusieron a discutir delante de mí sobre si una de las escenas era un burdo plagio a Kafka o por el contrario una magistral referencia a la obra de Kafka. No supe cómo decirles que yo en mi vida había estado a menos de cinco metros de nada que Kafka hubiera escrito. Pero habría dado igual, si alguna vez trataba de explicarle a alguien lo de que en realidad yo no había hecho nada, ellos respondían con que la obra había conseguido sublimar al creador. Sublimar al creador: lo cual aparentemente aumentaba aún más mi genialidad. Y así llegué a Cannes, ahora todo el mundo me conocía y me saludaban casi como si yo les conociese a ellos, y en la alfombra roja se me acercaron periodistas y me hicieron mil preguntas y tuvo que venir uno de seguridad a decirme que teníamos que seguir andando porque obstaculizábamos el acceso a los demás.

Esta vez nos sentaron delante, al lado de varios famosos, incluso había momentos en los que parecía que les eclipsaba. Aunque yo seguía con la misma sensación que tuve en Curt Ficcions de que no pintábamos nada allí y tarde o temprano alguien acabaría dándose cuenta. Aun así, después de toda la expectación que habíamos creado, no fue tanta sorpresa cuando nos dieron la palma de oro al mejor cortometraje. Esta vez sí que tenía un discurso preparado y todo eso, aunque me volví a poner muy nervioso en la tarima, y a balbucear, y a sudar muchísimo con el esmoquin y los focos, pero no parecía importarle a nadie, y todos me aplaudían aunque tartamudease o no se me entendiera bien lo que decía.

Después de la entrega de premios empezó a ocurrir algo increíble. La gente se me acercaba y me llamaban cosas como “el gurú del cine contemporáneo" o “el hombre que revolucionó el séptimo arte" y cosas por el estilo. Había quien aseguraba que mi corto les había cambiado la vida. Una mujer me contó que había viajado cincuenta y seis horas en coche sólo para poder tocar la mano que había escrito el corto; mi mano.

Luego los había que se ponían a hablar de política y filosofía y economía y literatura y desarrollaban grandes ideas y citaban a los grandes pensadores en largas retahílas y yo me limitaba a asentir, y a tratar de aprender algo. Sí, en serio, no lo digo por quedar bien, trataba de aprender algo porque sabía que toda esa gente sabía mucho, pero me era imposible porque no entendía casi nada de lo que decían. También pasé por el peligroso trago de que me preguntaran que qué tenía planeado para mi próximo corto y tenía que decir que aún nada, porque era cierto, no tenía ninguna idea nueva, nunca he sido un hombre de grandes ideas, solo había tenido una en la vida que parecía haber dado en una diana que yo no alcanzaba a ver, y estaba seguro de que como todo el mundo me tenía en un altar, cualquier cosa que hiciese ahora iba a ser una gran decepción para todos, así que de momento no me atrevía a hacer nada.

Pero lo peor era sin duda cuando hablaban conmigo sobre cine, porque ahí sí que todo el mundo debía esperar de mí una opinión erudita y fundada, pero yo no conocía la mayoría de las películas de las que ellos hablaban, y aunque lo hiciese, soy de los que siempre confunden actores y directores y nunca estoy seguro de quién hizo qué, porque no soy nada bueno para los nombres. Entonces me pasaba dos minutos hablando, pero sin decir nada en realidad, todo el rato esperaba que de un momento a otro alguien dijera algo como “¡Este tío es un fraude!" pero nadie lo decía nunca. No solo eso, sino que a los dos días me encuentro un artículo en el periódico que habla sobre mí y que defiende que para volver a la auténtica esencia del arte es necesario estar completamente vacío de conocimientos de arte, y que es el único modo de no verse influenciado por los grandes maestros y poder conectar auténticamente con el artista interior, alcanzando así una originalidad completa. A la semana siguiente hubo una desmatriculación masiva de alumnos de bellas artes.

Entonces me di cuenta de que, haga lo que haga, es imposible que yo defraude a nadie a estas alturas. Hiciera lo que hiciera siempre me alabarían. Cualquier error sería considerado como algo típico de la mente del genio y eso en parte era un alivio, porque me libraba del estrés de ser juzgado constantemente por miles de personas que ni me conocían. Pero al mismo tiempo me molestaba, me daba rabia; porque eso significaba que en realidad nadie me escuchaba, simplemente veían lo que querían ver y oían lo que querían oír. Yo soy un genio y mi corto es lo mejor que han visto en sus vidas; cualquier cosa que se saliese de ese esquema era ignorada o reinventada para que se ajustase al esquema. Era algo irritante, a veces me lo imaginaba como una burla constante.

El summum llegó cuando fui elegido indiscutiblemente persona del año por la revista Time. ¡Y estábamos aún en junio! Era estúpido. ¿Daban por hecho que era imposible que nadie hiciese un logro mejor? ¿Y si a alguien se le ocurría descubrir la vacuna contra el cáncer, o los científicos del CERN encontraban el origen del universo o...? ¿Tan ridículo era? Perdón es que este tema me... en fin... ¿puedo tomar un poco más de agua? Gracias.

Bueno, pues todo esto... la entrevista, digo, era para... creo que me he explayado más de lo que debería, porque en realidad lo único que quería era contar toda la historia para que la gente supiera... para que todos pudieran formarse una opinión, que todo el mundo comprendiese que quizá lo único artístico del corto que hice es demostrar cómo algo tan sencillo como esto podía impresionar a algunas personas y luego hincharse y mitificarse y con la publicidad y los medios y que nadie se parase a pensarlo en serio, y se volviese algo enorme con muchas cosas que no son suyas en realidad y que probablemente no se merece pero... No sé expresarlo bien, no consigo explicarme, pero he estado pensando, y ya he empezado a preparar un nuevo corto para que todo el mundo comprenda; es necesario que todo el mundo lo entienda. No puede seguir así. Bueno... creo que eso es todo, ya puedes... ya puedes apagar la grabadora. Muchas gracias.




21/4/14

El ojo fragmentarista

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La tela de la silla cruje un poco con cada tenue movimiento del director, que suele tener ocasionales espasmos cuando está nervioso o muy concentrado en algo. Sin embargo, el leve crujido no es algo que llegue a inmutarle o desconcentrarle. Observa con detenimiento la escena; es decir, sus ojos la observan con detenimiento, pero sería evidente a cualquier metaobservador externo que su mente está disparándose por vías más complejas, hasta el punto de que es casi posible ver las motitas de luz que desprenden sus ideas y especulaciones justo encima de su cabeza.

A sus espaldas, por delante y por encima de él hay un total de siete cámaras TIFE-kPRO captando simultáneamente la imagen central. Cada una de ellas está manejada por un operador experto con libertad casi total para seleccionar los planos que, a su criterio, sean más convenientes y causen un mayor efecto. Posteriormente será necesario seleccionar la toma de una o varias de las cámaras — y en ese último caso sumar, combinar, difuminar o sustraer parcialmente las distintas tomas mediante laboriosas técnicas de procesado — que formarán parte de la película final, esto, claro está, en caso de que la escena en cuestión realmente sirva para la película.

En el plató/escenario, delante de una gigantesca pantalla de croma, y ataviados con elásticos trajes de captura de movimiento, Diego y Lucía interpretan una acalorada discusión cuyo tema central parecía ser la madre de Lucía, y que poco a poco ha ido derivando hacia un grotesco pegote marrón de origen desconocido que apareció esta mañana en una cucharilla de café que supuestamente debería estar limpia. Arturo, el director, hace una rápida y corta negación con la cabeza. Aún es pronto para decirlo, pero inicialmente ese pequeño drama familiar no encaja con el tono él que quiere darle a la película y que de momento parece que ésta podría llegar a tener, y seguramente la escena acabe descartada. En voz baja, pero firme, susurra a su ayudante esta idea, y el ayudante la garrapatea velozmente en la ficha.

Por lo general, a Diego no le gusta improvisar con Lucía; de los siete actores que participan en la película, Lucía sería la quinta en orden de preferencia como pareja escénica, solo por delante de Luis. La sensación que ella le provoca no es tanto de desaire como de incomodidad; el tipo de incomodidad que se produce cuando hay cierta pérdida de control, y la pereza que le produce la anticipación del desgaste mental que predice que necesitará para reconducir la situación y volver a ganar ese preciado control. Lucía es de esas actrices que cuando improvisan, parecen tener la necesidad de incluir muchísimos cambios y muy rápidos, lo cual suele estar muy bien, siempre y cuando no se abuse de ese recurso, y abusar es precisamente lo que, a juicio de Diego — y según él, no es el único —, Lucía hace.  Para él, ella es algo similar a las típicas personas que te someten a un interrogatorio desbocado y hacen preguntas nuevas mientras aún estás empezando a contestar la anterior.

Diego se considera a sí mismo un improvisador de gran formación académica. Ha leído, prologado y participado en decenas de libros de métodos actorales y se pregunta, no sin cierta prepotencia,  cuáles de sus compañeros pueden presumir de algo similar. Lucía tiene muchísima experiencia, sí, pero Diego sabe perfectamente, porque ha leído y escrito, y entrevistado, y estudiado, y contrastado sobre ello, que una vez que se adquiere un vicio, la experiencia sin una sólida base teórica detrás no hace sino ampliar ese vicio y potenciarlo. Es lo que tiempo después se vende hipócritamente como el estilo personal de cada uno, cuando un profesional auténtico no debería tanto tener su propio estilo como ser capaz de dominarlos todos. Cada vez que Lucía hace un cambio en escena, Diego tiene ganas de pegarle en la frente un ensayo de cuarenta y siete páginas y media de cosecha propia sobre la importancia de saber mantener una escena y dejar que se desarrolle. Hay personas que tienden a cambiar demasiado la escena para dar siempre aire fresco al público y que nunca se aburra, pero el no dejar que nada llegue a nada nunca es otro factor que aburre y confunde aún más a un público exhaustamente hiperventilado.

Durante esta etapa del rodaje, la función del director consiste casi exclusivamente en la observación. Su ojo experimentado analiza, memoriza y relaciona con escenas anteriores, buscando todas las interpretaciones e interrelaciones posibles. Buscando historias con un mínimo de sentido en la maraña de escenas independientes e improvisadas. Hay una historia congruente que puede extraerse de ese aparente caos inconexo. Siempre hay una. Es una búsqueda a un nivel más intuitivo que consciente. Al final, desde el punto de vista del director, el cine fragmentarista es como una especie de puzzle animado. Un puzzle donde las piezas pueden ser editadas: mediante la iluminación, el sonido, los colores, los contrastes, y toda la gama de efectos especiales que permite la tecnología. Y la finalidad del puzzle no es juntar las piezas para emular la imagen que se vende en la caja, sino seleccionar las mejores y utilizarlas para encontrar en ellas la más maravillosa de todas las imágenes posibles.

Aunque a la hora de grabar lo habitual es darle toda la libertad a los improvisadores — o al azar, por ejemplo, para elegir un formato o un título para la improvisación — algunos cineastas prefieren dar pequeñas directrices en cinco o diez de las últimas escenas para redondear el argumento de la película con la idea que ellos tienen en la cabeza y evitar que algunas de las escenas queden metidas con calzador. Sin embargo, es una práctica que Arturo detesta. Como todo buen pionero de un género o movimiento, aunque está siempre abierto a toda clase de innovaciones, es férreamente inflexible en lo que se refiere a la posibilidad de violar la forma básica del mismo, la norma primera que se convierte en razón de ser del género.
Mucho ha cambiado Arturo desde aquella primera película suya que ganó tantos certámenes internacionales sin que él mismo entendiese por qué. Ahora se sabe y se siente artífice y responsable de su propia obra, trabaja con un objetivo claro, aunque no deja de echar de menos la ingenuidad de la genialidad pura; quizá por eso inventó el cine fragmentarista, como una vía de escape de toda la rigidez académica y formal. El azar como cimientos, el artista como descubridor, y libertad absoluta.

Elena sigue dudando entre salir al escenario o no. En parte por algo que ella definiría como vergüenza, aunque en realidad se trate de algo más parecido a un complejo; siente que como actriz no está a la altura de dos grandes figuras como Lucía y Diego, que tienen bastante más nombre y bastantes más tablas que ella, y consiguen que a su lado ella vuelva a sentirse una novata y a revivir la sensación de adrenalínica ansiedad de las primeras veces antes de subir a un escenario. Ahora, y durante los últimos días de rodaje, le ha costado por lo general adaptarse al ritmo de los cambios de ritmo que impone Lucía. Más aún le amedrenta Diego, que es desagradablemente prepotente y mira por encima del hombro a todos los demás improvisadores, pero más aún por encima (de una forma ridícula, girando la cabeza como si fuese un búho) a los que peor currículum tienen. Y da la casualidad de que, aunque el currículum de Elena sobre el escenario es francamente impresionante, es el menos impresionante de todos los que hay en la sala. No es que Elena vaya a acobardarse ahora ante alguien como Diego, pero es un hecho que le hace sentir incómoda, y no es ella misma sobre el escenario cuando se siente incómoda y eso es un dato que ella conoce bien y le provoca aún más incomodidad si cabe.

Sin embargo, no son Diego ni Lucía quienes la tienen pegada a la silla. Al fin y al cabo, la ansiedad, la vergüenza y el miedo siempre han desaparecido de la mente de Elena en el mismo instante en el que saltaba al escenario. Esta es la tercera película en la que participa Elena, y la primera de cine fragmentarista. Eso no la pone más o menos nerviosa que las otras dos veces, pero no puede evitar acusar la falta de público como barómetro para saber qué gusta y qué no, y si la improvisación va bien o si va siendo necesario un cambio radical. El único faro con el que podría contar sería Arturo, pero el rostro de esfinge del director permanece siempre inmutable, incapaz de ofrecer una sola pista, menos concentrado en lo que ocurre en ese instante que en tratar de integrarlo todo en un inmenso plano global; lo cual, a juicio de Elena, atenta radicalmente contra la filosofía misma de la improvisación.

Pero más aún, más que sus compañeros, o la ausencia de público, lo que de verdad mantiene a Elena con el culo  clavado al asiento, son las cámaras. Elena ha descubierto en cada una de ellas un ojo artificial. Un ojo terrible e incesante que nunca parpadea. Siete ojos abiertos, siempre fijos en ella, impersonales, inexpresivos, inhumanos. El juego de lentes causa además que quien mira en su interior sienta que está mirando una catarsis, una visión infinita, o a una nada; un vacío capaz de arrebatárselo todo. Esos ojos llevan inscritos en sus retinas semitransparentes la opacidad de la mismísima muerte, y aunque Elena evita posar su mirada tenue en el abismo de los siete, nunca deja de ser consciente de cómo los ojos se retuercen, para perseguirla, en sus grúas articuladas como voyeurs robóticos, con un acoso vomitivo y un desinterés aséptico. Entonces, algo le tiembla por el cuerpo a Elena, y decide que es mejor no salir al escenario, al menos por el momento.

La voz de Lucía es limpia y bien modulada. Uno tiene la sensación de que podría pasarse horas simplemente escuchándola hablar de cualquier cosa. La silla del director cruje ocasionalmente. Aunque Arturo se niegue a reconocerlo, en cierta medida se siente inseguro de lograr estar a la altura de lo que piensa que el público y el mundo del cine espera de él; quizá por eso inventó el cine fragmentarista, un estilo que está basado más en la búsqueda que en la creación. Un trabajo más propio de un analista que de un artista. Delegar toda la responsabilidad posible en los improvisadores. Comodidad, la vía fácil camuflada de transgresión y de un estilo innovador. Éxito apabullante en el exterior, pero una espinita, nunca acallable del todo, de cobardía en el interior.

Lucía da una palmada y hace un cambio de escena; Diego no puede evitar una cara de violenta desaprobación dirigida hacia ella. Arturo se gira hacia su ayudante y le dice que tache lo de que la escena es inservible, y lo cambie por que quizá pueda valer, especialmente el último tramo, si la película acaba incluyendo escenas relacionadas con el abuso de la bebida (ginebra a ser posible) o disertaciones entre eruditas y cómicas sobre el teatro del absurdo. El ayudante tacha y reescribe tal y como le han dicho. Cada escena tiene una ficha con apartados para el tema general que se trata, los giros argumentales, actores que improvisan y cuándo entran y salen, número de cambios, un rectángulo enorme para toda la información extra que se le ocurra al ayudante, y un rectángulo aún más grande para los comentarios del director. En el escenario, Lucía hace un movimiento sutilmente erótico que no le pasa desapercibido al cámara de la cuatro, que separa los ojos del visor y se asoma por el lateral de la cámara para observarla de un modo más natural, aunque mucho más indiscreto. En el banquillo, Elena aún se debate entre salir o no hacerlo. Recuerda que antes le han dicho que estaba prohibido mirar a la cámara en escena, y le resulta gracioso que lo hayan hecho, porque la sola idea de imaginarse la profundidad inerte del Ojo le provoca algo entre un escalofrío y una náusea, y sabe perfectamente que, con prohibición o no, no va a cruzar una sola mirada con su aterradora inmensidad. Nunca. Bajo ningún concepto.


Imagen de ~TheSecondMaker

2/4/14

Conocí a una mujer que me desconocía

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Las mañanas tampoco eran todas iguales antes de conocer a Coral. La primera vez que nos encontramos  fue, más casualidad que por azar, en el mismo lugar que la última vez que la vi. Por eso, y como excepción, no contaré el principio de esta historia, porque hacerlo sería simétricamente idéntico a revelar el final.

Si alguien quisiese resaltar el rasgo más llamativo de Coral, probablemente se centraría en el hecho de que ella siempre estaba de espaldas; en cualquier situación y ante cualquier persona. Debido a mi naturaleza puramente idealista, esta característica característica suya, que a muchos otros había amedrentado, no fue óbice para que yo acabase enamorándome de su pelo liso y dorado, de su espalda, de sus codos y de sus talones, e incluso del reflejo granate que se intuía en sus ojos verdes como la noche estrellada de Van Gogh.

Algunos lunes, y otros días impares de la semana, solíamos quedar y caminábamos abrazados por las copas de los pinos, y de los castaños de indias, y de los álamos, y de alguna que otra farola; sosteniendo interminables conversaciones sobre la naturaleza del silencio. De cuando en cuando, yo hacía una pausa y me animaba a caminar de espaldas, para que ella pudiese hacerlo de frente e iluminar así el futuro paisaje con el brillo celeste de sus ojos verdes.

Los martes prometíamos no casarnos con nadie, y nos embarcábamos en largas aventuras, andando en círculos por ciudades cuadriculadas; desde las callejuelas más floridas hasta el fondo de las sábanas.

Y sin embargo, de la forma más inocente algunas utopías terminan torciéndose y nosotros chocábamos en roces desabridos que no hacían el cariño. Se hacía evidente que éramos como el agua y el aceite. Ambos, por separado, quiero decir. Incapaces de mezclarnos con nosotros mismos. Y menos aún con otro, y menos aún con el otro.

Ella creía erróneamente que comprendía sin ninguna duda cómo yo pensaba que era ella, y su visión de mi supuesta visión de su persona le molestaba enormemente. Ese disgusto la llevaba ir desconociéndome poco a poco. Fuimos impropiamente ajenos, como enamorados diletantes. Cuando nos acercábamos, nuestras sombras se curvaban, alejándose magnéticamente, y al final terminábamos discutiendo durante horas sobre si sus ojos eran verdes como el magma o verdes como el cielo.

Coral se negó a ver mis fauces para hacer más fieras las suyas. Cambió mi nombre a fuerza de llamarme, y descubrimos que hay verdades que repetidas mil veces se convierten en mentira. En verano cayeron las hojas de los árboles, impidiéndonos caminar por ellos; vaciamos sus copas como dipsómanos sin nombre. Nos entrelazábamos y nos rasgábamos según la dirección del viento del nor-noroeste. Tanto me dio la espalda, que me dio de lado, y el rojizo de sus ojos verdes se fue transformando en gris humo, en gris ceniza, en gris cobardía, en gris ausencia.

Y entre toda esa vorágine oculocromática, nos encontramos una vez más en nuestro rincón favorito. Nos dimos un beso largo, fiero y apasionado, seguido de uno corto y expeditivo. Me alejé sonriendo y sin dejar de observarla. Entonces comenzaron las miradas; al principio intensas, luego más cortas y por último ocasionales. Tras un tiempo, ajeno al hecho de que ella aún seguía allí, me puse la chaqueta, y salí del lugar caminando de espaldas.


Imagen: Back to back, de John Wothington


Relato que surge como reto de parte de "El Club de las Malas Costumbres": escribir un texto surrealista con el título "Conocí a una mujer que me desconocía".