19/12/14

Que paren el mundo


No fue por un único hecho en concreto. En que Aquello sucediese tuvo mucho que ver la hipocresía sistemática, el hastío de tener siempre que elegir entre mentir o desencajar, las sonrisas falsas, las personas falsas. Y el estrés. Y vivir una vida que no era la suya porque todas las demás puertas le daban portazos. No en las narices, ni siquiera eso, sino a kilómetros. En cuanto las miraba, ¡pum! cerraban a cal y canto, y la dejaban con cara de idiota mirando aquel marco inamovible. Y tener que ir siempre corriendo a todas partes, de un sitio a otro; y la desmoralizadora constante de que esos sitios eran siempre los mismos, y que después de tanto correr, llevaba años sin haber visto nada nuevo. Fue mirarse y no verse, saber que su vida era un descontrol; o peor, estaba controlada por otros; o peor, era un descontrol en las manos de otras personas. Fue todo eso y alguna cosa más.

No fue un único hecho en concreto, podría haber ocurrido cualquier otro día, antes o después. Pero ocurrió un martes, que ella, Clara, que para todo había sido tan callada, se puso en pie y, sin importarle las miradas de la gente anónima a su alrededor, gritó con todas sus fuerzas ¡Que paren el mundo, que yo me bajo!

Y el mundo no se paró.

Así que ella tampoco lo hizo. Volvió a su casa, cogió dos enormes maletas, y las llenó con ropa, con los libros imprescindibles y un cuaderno de dibujo. Se hizo un moño trenzado y empezó a caminar. Caminó sin una dirección consciente, pero sin cambiar de sentido, pues ella no iba a ningún sitio en concreto. Iba a Lejos, y Lejos está hacia todas partes, aunque siempre haya que caminar mucho.

Tras haber dado más pasos de los que era capaz de contar, llegó a cierto lugar, en medio de Ninguna Parte, con los brazos pesados y las piernas agotadas, y se detuvo, con la sensación de haber estado todo ese rato caminando a lo largo de la línea de salida. Con ganas de ir más Allá; más Lejos. Miró al cielo y pensó que allá a donde iba no necesitaría llevar las maletas. Así que las apiló en el suelo, se subió a ellas, se puso de puntillas todo lo alta que pudo, y saltó.

Le habría gustado aterrizar en un asteroide, pero ella no era ninguna principita, y sus pies se posaron levemente en la superficie de un cometa. Y allí se quedó durante largo rato, mirando la alargada estela de cristalitos de hielo que se extendía, casi con vehemencia, entre ella y su antiguo planeta.

A pesar de que desde la tierra se veía pequeño, su cometa seguía siendo un cometa bastante grande. No era sencillo abarcarlo todo con la vista, y había que caminar durante mucho tiempo para darle la vuelta entera. Clara comprobó que la translúcida semitransparencia del hielo permitía la difracción de los rayos solares a través de su superficie, provocando que siempre fuese de día, y que los atardeceres viniesen acompañados de arcoíris.

En el polo oeste del cometa encontró un nido donde vivía una familia de pingüinos, un tanto huraños, que le hacían el vacío la mayor parte del tiempo y prohibían a sus hijos que jugasen con la extraña criatura recién llegada que tenía todo su plumaje en la cabeza. A parte de eso,  solían cacarear un kwa-kwa-kwa  gallináceo cada vez que el sol salía, lo cual, en ese lugar, ocurría todo el tiempo.

A Clara le gustaba pasear por la superficie del cometa, deslizándose a veces y otras escuchando el pequeño crujido de sus pasos cuando pisaba fuerte. A veces, los pingüinos adultos trataban de comportarse como vecinos ejemplares y se acercaban a donde ella estaba e intercambiaban algunas palabras sobre cómo construir un iglú, o acerca de que los atardeceres, que lumínica y funcionalmente parecían inocuos, producían todo un cambio de perspectiva, al pasar de tener el sol sobre sus cabezas a tenerlo bajo sus pies.

Aquel cometa, como cualquier otro, contaba con una gigantesca cola de hielo, que se extendía  a lo largo de kilómetros de distancia, haciéndose, cada vez, un poco más delgada, hasta que su blancura reflectante se perdía en la hambrienta negrura del espacio. En ella, Clara había descubierto una perfecta pista de patinaje, en la que aprender desde cero aquel deporte; eso sí, con calcetines, ya que sus patines habían quedado olvidados abajo en una de sus maletas. Y su sombra se proyectaba con la luz de los atardeceres, flotando inconstante por las paredes de hielo.

Un día como cualquier otro (pues poco a poco en el cometa los días empezaban a parecerse demasiado a cualquier otro) Clara se encontraba muy distraída tratando de hacer una pirueta con giro, intentándolo una y otra y otra vez sin conseguirlo exactamente igual que como lo visualizaba su imaginación. Y fue en uno de esos intentos, al aterrizar, que Clara se dio cuenta de que se había alejado demasiado hacia el final de la cola, y en el momento en el que sus pies debían haber tocado el suelo, comprendió instintivamente lo que era la ley de la inercia, que el cometa había decidido seguir su camino sin ella, y que debajo suyo todo era nada.

Muy pocas personas han experimentado o experimentarán jamás la sensación de caída que Clara experimentó. Una caída eterna, sin final, sin posibilidad de que lo hubiese. Una succión anímica, como ser chupado por el infinito negro. Las eternas fauces de un diablo inmenso. Poca gente en la historia ha sido tan consciente como lo fue ella de lo gigantesco que es el espacio y lo insignificantes que somos.

El vértigo y el vacío le encogían el estómago y lo prensaban con contundencia. Sentía sus entrañas abrazándose con contundencia a una bola de cañón con la desesperación de un último aliento. La sensación era similar a aquella vez que, de niña, entró en la sala de estar y comprendió de repente que su abuelo, aunque estaba en la misma pacífica postura de todas las tardes, esa vez no se había quedado dormido.

Cerrar los ojos no ayudaba. Apretar los puños no ayudaba. Gritar no ayudaba. Todo su cuerpo parecía doblarse alrededor de la boca del estómago, plegándose con furia. La sensación no se aliviaba. Y caía.

Y caía.


Varias semanas después, la casi imperceptible cola del cometa seguía siendo con diferencia el objeto más cercano a su alrededor. En todo ese tiempo no había sentido ni sueño ni hambre, sólo la bola de cañón, a la que en cierto modo su cuerpo empezaba a acostumbrarse, aunque jamás podía dejar de obviar su peso. Clara comprendió que hasta el terror puede convertirse en rutina.

En sus ratos libres, que eran todos, jugaba con los botones de su vestido, se hacía toda clase de peinados, trataba de contar estrellas en un área a su alrededor, o se masturbaba sin ganas. A veces cogía impulso y empezaba a rotar sobre sí misma a toda velocidad, riéndose o llorando, y como ella misma era un planeta, hacía que los días pasasen en segundos, envejeciendo a marchas forzadas y mareándose fácilmente. ´

Más de una vez se preguntó por qué no se le había ocurrido usar la segunda acepción del sustantivo y atar una cuerda al cometa. Ahora estaría volándolo a su antojo y podría ir a donde quisiese. En sus ratos libres, que eran todos, solía pasarse horas imaginando las aventuras que habría corrido en caso de haberlo hecho. Las desventuras que se habría ahorrado.

Recordaba alguna historia de piratas y naufragios que le había leído de pequeña, y sentía cierta envidia de ellos. Al menos los náufragos tenían esperanzas de ser rescatados. Al menos ellos estaban en su propio planeta, tenían algo a lo que aferrarse. Aunque luego recordaba también los efectos de la deshidratación, el delirio, el hambre, el frío, la fiebre, el calor o el agotamiento, y se estremecía. Comparada con ellos, en el espacio, todo el dolor de Clara venía únicamente del vacío. Aunque tampoco sería justo olvidar que en el espacio el vacío lo es todo.

Pasaron meses. Era imposible estar segura sin ningún tipo de referencia temporal, pero a Clara le pareció que fueron meses. Un objeto nuevo empezó a acercarse. A partir de entonces, los días pasaban con el interrogante de si el objeto se seguía acercando, o si por el contrario pasaría de largo y se volvería a alejar. Lo medía tratando de contrastarlo con el agujero de un botón, o con una marca que tenía en una uña, de modo que con el paso de los días se fue convirtiendo en un hecho indudable: el objeto se acercaba. Por primera vez caía en dirección a algo, y ese algo era esférico y estaba rodeado por un anillo de color ocre.


La atmósfera de Saturno era increíblemente densa, y atravesarla le pareció a Clara como haber caído en una colchoneta de espuma de jabón. Su propio peso parecía ir haciendo toboganes ocasionales en ella, y finalmente aterrizó  en terreno sólido con suma suavidad, aunque lo primero que hizo fue caer de bruces contra el suelo. Sus piernas temblaban y parecían incapaces de hacerse cargo de su primigenia responsabilidad y aguantar firmes el peso de su cuerpo.  Fue en aquella postura semirreverencial cuando escuchó una voz masculina en frente suya que decía:

No hace falta que te levantes.

Alzó la vista y vio un hombre y una mujer ataviados muy rústicamente, con ropas viejas, sucias y raídas, pero dos enormes coronas brillantes en sus cabezas. Poco a poco se iba acercando más gente, vestida del mismo modo que ellos, y rodeándola. Entonces fue la mujer quien, sacando una corona similar a la que todos llevaban dijo:

- Ten, ponte esto. Ahora puedes descansar del viaje. Supongo que habrá sido muy duro. Hasta aquí siempre lo es.







Meses más tarde, Clara lanzó su corona al viento, y saltó de nuevo.
No fue por un único hecho en concreto.


5 comentarios:

  1. Es un relato precioso, un cuento con una bella analogía existencial....Cuidadodamente descrito, con detalles que lo hacen grande y además con un aprendizaje interesante:No hay que temer al vacío, todos somos Clara y el vacío es fértil.
    Con su lectura aflora el agradecimiento...Gracias Ehse.

    Un abrazo!

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  2. Derroche de imaginación, como siempre. Te haces esperar pero vale la pena. Ya lo he dicho otras veces y vuelvo a decirlo: tu prosa, tan llena de matices, me encanta.

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  3. Es que eres mu bueno, Eshe. Y siempre tienes un final que nos deja un nuevo interrogante. Qué grande!!

    Cuídate.

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  4. Comparto los comentarios anteriores, Eshe.
    Admiro tu imaginación. Cuando he empezado a leer la historia de Clara esperaba una aventura, pero ésta me ha dejado sin palabras.
    Abrazos!

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  5. Clara comprendió que hasta el terror puede convertirse en rutina.

    Conozco esa sensación...

    Impresionante final, como siempre. Impresionante todo y siempre.
    Un abrazo.

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