22/7/14

Entomología de aeropuertos


Estás a las puertas de un aeropuerto, uno distinto al que estuviste ayer. Aún quedan dos horas para que salga tu avión, y estás sentado en el borde de una enorme maceta junto a la parada de taxis. Aquí el clima es bastante más cálido y húmedo, y sientes tu viscosa transpiración empapándote por completo, y haciendo que la ropa se te pegue al cuerpo. Comienza una tímida lluvia, tan tímida que no consigue consolidarse en algo más sólido que un levísimo chispeo. Caen cuatro gotas en tres minutos, gotas afiladas como pequeños aguijones que se secan antes de que puedas sentir nada más que el impacto. El alivio se evapora al instante, y sudas más.
Segundos después, como llamada por el agua, comienza una segunda lluvia. Cientos de insectos, recién despertados del letargo, caen perezosamente desde el techo como goterones pesados; como caen las cosas que acaban de perder toda su voluntad. Las sabandijas son como hormigas con alas, que parecen haberse olvidado de usarlas, y se arrastran en enjambre, dejándose caer desde siete metros sobre tu pelo y tus brazos, como un escuadrón suicida, haciendo un ruidito bajito y sordo al golpear contigo y contra el suelo, que te recuerda al sonido de la lluvia en una ventana.
Por alguna razón que luego no te preguntas, no sales corriendo a refugiarte bajo el techo como el resto de transeúntes, sino que te quedas en tu misma posición, aguantando estoicamente, dejando que los formícidos te usen de colchón y reboten contigo antes de seguir su camino hasta el asfalto.

Estás en otro avión. Has olvidado ya de donde venía y a dónde va exactamente. Sólo sabes que estás en un lugar a no sabes cuantísimos miles de metros sobre el suelo, y que este lugar, a base de repetición, de viaje tras viaje sin descanso, se ha convertido para ti en algo más familiar que tu propia casa. Te sientes cómodo entre el fuselaje duro y los asientos estrechos. Ya no te aterroriza la posibilidad de caer y explotar. Hay algo en el zumbido de los motores que te resulta muy relajante, y te dejas llevar por él, como una melodía de buenas noches mientras te quedas placenteramente hipnotizado por la luz que indica prohibido fumar.

Estás tumbado en tu cama boca arriba. Tu cama de verdad, la de tu casa de verdad. Miras al techo fijamente. Son las cuatro y ocho minutos de la mañana. Afuera llueve con fuerza. Para mucha gente, el sonido de la lluvia es relajante y les ayuda a dormir, pero para ti, el ruido sordo del golpeo de las gotas contra el cristal te revuelve por dentro. Te quedas boca arriba, tapado por una sábana. Inquieto pero completamente inmóvil, esperando a que la lluvia decida parar y puedas cerrar los ojos.

Una regla importante en tu negocio es que debes ser sincero contigo mismo, pero no con los clientes. Una consecuencia directa de esa regla es saber que los equipos que tú vendes no los querría nadie en su sano juicio, y desde luego no valen lo que cuestan. El hombre que tienes en frente parece encantado con su nueva adquisición. Es la mejor manera, cuanto más les dure la alegría, más fácil es que sea demasiado tarde cuando pretendan devolvértelo. Cuenta los billetes con dificultad, mientras con ojos ensoñadores te habla de su nieto. Dirías que tiene más de setenta años y una artritis bastante severa. Tiene ambas manos llenas de picaduras de mosquito. No sientes nada al guardarte su dinero en el abrigo. Quizá una pequeña rémora de tranquilidad del trabajo cumplido, pero nada que se pueda acercar a la alegría o la felicidad. Mucho menos al remordimiento. No es que te haga feliz ir vendiendo estafas, pero sabes que la honestidad no va a pagar tu hipoteca, el banco ya te exprime lo suyo. Al final sabes que no eres más que uno más en una inmensa cadena de chupasangres, y te sientes tranquilo con eso. Mientras te alejas de la casa, sacas una pequeña libreta y apuntas la venta y la dirección. Después, en una de las últimas páginas, las de notas no relacionadas, escribes: “No puedes culpar a un mosquito porque su naturaleza le lleve a picarte, pero eso no significa que tengas que tenerle ninguna clase de aprecio”.

Despiertas en un avión. Es de noche. La mayoría de la gente duerme, exceptuando un par de personas que leen bajo sus lucecitas encendidas. El asiento de tu derecha está vacío. Decides recostarte sobre él. Al apoyar tu mano, la tela se comba de una manera extraña con un crujido. Al instante, un enjambre de insectos sale de debajo como un chorro deforme, moviéndose erráticamente desesperados. Son de distintos tamaños y especies, desde minúsculas arañas a escarabajos del tamaño de tu pulgar, pasando por las cucarachas. Lo único que comparten todos es el mismo color negro opaco. Rápidamente comienzan a trepar por tu brazo. Tú los observas, incapaz de reaccionar para quitártelos de encima, o para retirar la mano, y en un instante ya cubren completamente tu brazo hasta más arriba del codo, como una especie de líquido negro y hormigueante. Los sientes subir y bajar, trepando unos por encima de otros, moviéndose cada uno de ellos en una dirección distinta, pero avanzando en bloque y colándose ya por debajo de tu camiseta y cubriendo tu hombro. No eres capaz de desviar la mirada. Todo el avión está en silencio, salvo por el sonido que hacen los bichos al moverse, una especie de crujido, como de masticar arena. Alguno más aventurero comienza ya a explorar zigzagueante tus labios.
Despiertas en el aterrizaje, con la sacudida del avión contra la pista. Sientes el brazo derecho irritado, pero no haces ademán de rascártelo. A tu lado, un hombre delgado con la piel muy grasienta te mira con ojos desencajados.

Los escalones que llevan hasta la casita tienen musgo verde a los lados. Hoy hace un calor seco infernal que parece llevarse toda tu energía y hace que cada uno de tus movimientos te cueste un esfuerzo terrible. Luchando contra el agotamiento, ajustas el nudo de tu corbata, frotas tus manos rápidamente como si te las lavases, llamas al timbre. Se escuchan ruidos de actividad en la casa. Unos segundos después una chica de aspecto cansado te abre la puerta. Nada más verla, tus antenas zumban de emoción. Sin duda alguna es una víctima fácil, y muy jugosa. Casi puedes respirar el olor dulzón de su sangre. Sonríes y te presentas. Le extiendes un folleto que mira con desconfianza. Intenta apartarte, pero sin ninguna convicción, como quien da un manotazo al aire sabiendo de antemano que va a fallar. Lo esquivas sin dificultad y continúas con tu ataque. Tus alas vibran de emoción bajo la americana. Ahora ya no te queda ninguna duda de que vas a lograrlo. Tal vez vuelva a intentar defenderse, pero con la misma futilidad que antes. Tal vez haya un nuevo manotazo, o dos, pero sin duda terminará picando. Al final todos lo hacen.



7 comentarios:

  1. Como siempre, no he podido parar de leer. Aunque los insectos sean una de las cosas que me dan más repugnancia. Aunque yo haya sido insecto alguna vez.
    No sé qué tienes en esas manos, pero no pares...
    Un abrazo!
    ;)

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  2. J-O-D-E-R!!!!!! Qué bueno. Es que creo que la manera de escribirlo no deja lugar a comentarios. Eres muy muy bueno.

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  3. Me cuesta creer que todos seamos o hayamos sido insectos alguna vez, sobre todo porque la imagen mental que se me dibuja me horripila bastante.

    Aunque un poco chupasangres no te voy a decir yo que no seamos a veces...

    Un abrazo helmano!!!

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  4. Todos tenemos un insecto que pica porque es inevitable, es su naturaleza, nuestra naturaleza. Al fin y al cabo, animales somos todos.

    Un besote!

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  5. Una perfecta disección emocional de esa especie de bicho. Un miembro de una colmena a la que está sometido por la influencia de una reina de la que no puede ni cuestionarse salir volando libre de la misión encomendada.
    Admiro tu estilo narrativo y siento que prodigues poco por este tu espacio.

    Besos Calados.

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  6. Vampiros y más vampiros... Tienes razón: al final, todos picamos o somos picados.

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  7. Coincido con Ladrón, tu texto es realmente bueno, muy bueno Ehse...Te diré simplemente que me ha encantado leerlo.

    Un abrazo!

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