21/4/14

El ojo fragmentarista


La tela de la silla cruje un poco con cada tenue movimiento del director, que suele tener ocasionales espasmos cuando está nervioso o muy concentrado en algo. Sin embargo, el leve crujido no es algo que llegue a inmutarle o desconcentrarle. Observa con detenimiento la escena; es decir, sus ojos la observan con detenimiento, pero sería evidente a cualquier metaobservador externo que su mente está disparándose por vías más complejas, hasta el punto de que es casi posible ver las motitas de luz que desprenden sus ideas y especulaciones justo encima de su cabeza.

A sus espaldas, por delante y por encima de él hay un total de siete cámaras TIFE-kPRO captando simultáneamente la imagen central. Cada una de ellas está manejada por un operador experto con libertad casi total para seleccionar los planos que, a su criterio, sean más convenientes y causen un mayor efecto. Posteriormente será necesario seleccionar la toma de una o varias de las cámaras — y en ese último caso sumar, combinar, difuminar o sustraer parcialmente las distintas tomas mediante laboriosas técnicas de procesado — que formarán parte de la película final, esto, claro está, en caso de que la escena en cuestión realmente sirva para la película.

En el plató/escenario, delante de una gigantesca pantalla de croma, y ataviados con elásticos trajes de captura de movimiento, Diego y Lucía interpretan una acalorada discusión cuyo tema central parecía ser la madre de Lucía, y que poco a poco ha ido derivando hacia un grotesco pegote marrón de origen desconocido que apareció esta mañana en una cucharilla de café que supuestamente debería estar limpia. Arturo, el director, hace una rápida y corta negación con la cabeza. Aún es pronto para decirlo, pero inicialmente ese pequeño drama familiar no encaja con el tono él que quiere darle a la película y que de momento parece que ésta podría llegar a tener, y seguramente la escena acabe descartada. En voz baja, pero firme, susurra a su ayudante esta idea, y el ayudante la garrapatea velozmente en la ficha.

Por lo general, a Diego no le gusta improvisar con Lucía; de los siete actores que participan en la película, Lucía sería la quinta en orden de preferencia como pareja escénica, solo por delante de Luis. La sensación que ella le provoca no es tanto de desaire como de incomodidad; el tipo de incomodidad que se produce cuando hay cierta pérdida de control, y la pereza que le produce la anticipación del desgaste mental que predice que necesitará para reconducir la situación y volver a ganar ese preciado control. Lucía es de esas actrices que cuando improvisan, parecen tener la necesidad de incluir muchísimos cambios y muy rápidos, lo cual suele estar muy bien, siempre y cuando no se abuse de ese recurso, y abusar es precisamente lo que, a juicio de Diego — y según él, no es el único —, Lucía hace.  Para él, ella es algo similar a las típicas personas que te someten a un interrogatorio desbocado y hacen preguntas nuevas mientras aún estás empezando a contestar la anterior.

Diego se considera a sí mismo un improvisador de gran formación académica. Ha leído, prologado y participado en decenas de libros de métodos actorales y se pregunta, no sin cierta prepotencia,  cuáles de sus compañeros pueden presumir de algo similar. Lucía tiene muchísima experiencia, sí, pero Diego sabe perfectamente, porque ha leído y escrito, y entrevistado, y estudiado, y contrastado sobre ello, que una vez que se adquiere un vicio, la experiencia sin una sólida base teórica detrás no hace sino ampliar ese vicio y potenciarlo. Es lo que tiempo después se vende hipócritamente como el estilo personal de cada uno, cuando un profesional auténtico no debería tanto tener su propio estilo como ser capaz de dominarlos todos. Cada vez que Lucía hace un cambio en escena, Diego tiene ganas de pegarle en la frente un ensayo de cuarenta y siete páginas y media de cosecha propia sobre la importancia de saber mantener una escena y dejar que se desarrolle. Hay personas que tienden a cambiar demasiado la escena para dar siempre aire fresco al público y que nunca se aburra, pero el no dejar que nada llegue a nada nunca es otro factor que aburre y confunde aún más a un público exhaustamente hiperventilado.

Durante esta etapa del rodaje, la función del director consiste casi exclusivamente en la observación. Su ojo experimentado analiza, memoriza y relaciona con escenas anteriores, buscando todas las interpretaciones e interrelaciones posibles. Buscando historias con un mínimo de sentido en la maraña de escenas independientes e improvisadas. Hay una historia congruente que puede extraerse de ese aparente caos inconexo. Siempre hay una. Es una búsqueda a un nivel más intuitivo que consciente. Al final, desde el punto de vista del director, el cine fragmentarista es como una especie de puzzle animado. Un puzzle donde las piezas pueden ser editadas: mediante la iluminación, el sonido, los colores, los contrastes, y toda la gama de efectos especiales que permite la tecnología. Y la finalidad del puzzle no es juntar las piezas para emular la imagen que se vende en la caja, sino seleccionar las mejores y utilizarlas para encontrar en ellas la más maravillosa de todas las imágenes posibles.

Aunque a la hora de grabar lo habitual es darle toda la libertad a los improvisadores — o al azar, por ejemplo, para elegir un formato o un título para la improvisación — algunos cineastas prefieren dar pequeñas directrices en cinco o diez de las últimas escenas para redondear el argumento de la película con la idea que ellos tienen en la cabeza y evitar que algunas de las escenas queden metidas con calzador. Sin embargo, es una práctica que Arturo detesta. Como todo buen pionero de un género o movimiento, aunque está siempre abierto a toda clase de innovaciones, es férreamente inflexible en lo que se refiere a la posibilidad de violar la forma básica del mismo, la norma primera que se convierte en razón de ser del género.
Mucho ha cambiado Arturo desde aquella primera película suya que ganó tantos certámenes internacionales sin que él mismo entendiese por qué. Ahora se sabe y se siente artífice y responsable de su propia obra, trabaja con un objetivo claro, aunque no deja de echar de menos la ingenuidad de la genialidad pura; quizá por eso inventó el cine fragmentarista, como una vía de escape de toda la rigidez académica y formal. El azar como cimientos, el artista como descubridor, y libertad absoluta.

Elena sigue dudando entre salir al escenario o no. En parte por algo que ella definiría como vergüenza, aunque en realidad se trate de algo más parecido a un complejo; siente que como actriz no está a la altura de dos grandes figuras como Lucía y Diego, que tienen bastante más nombre y bastantes más tablas que ella, y consiguen que a su lado ella vuelva a sentirse una novata y a revivir la sensación de adrenalínica ansiedad de las primeras veces antes de subir a un escenario. Ahora, y durante los últimos días de rodaje, le ha costado por lo general adaptarse al ritmo de los cambios de ritmo que impone Lucía. Más aún le amedrenta Diego, que es desagradablemente prepotente y mira por encima del hombro a todos los demás improvisadores, pero más aún por encima (de una forma ridícula, girando la cabeza como si fuese un búho) a los que peor currículum tienen. Y da la casualidad de que, aunque el currículum de Elena sobre el escenario es francamente impresionante, es el menos impresionante de todos los que hay en la sala. No es que Elena vaya a acobardarse ahora ante alguien como Diego, pero es un hecho que le hace sentir incómoda, y no es ella misma sobre el escenario cuando se siente incómoda y eso es un dato que ella conoce bien y le provoca aún más incomodidad si cabe.

Sin embargo, no son Diego ni Lucía quienes la tienen pegada a la silla. Al fin y al cabo, la ansiedad, la vergüenza y el miedo siempre han desaparecido de la mente de Elena en el mismo instante en el que saltaba al escenario. Esta es la tercera película en la que participa Elena, y la primera de cine fragmentarista. Eso no la pone más o menos nerviosa que las otras dos veces, pero no puede evitar acusar la falta de público como barómetro para saber qué gusta y qué no, y si la improvisación va bien o si va siendo necesario un cambio radical. El único faro con el que podría contar sería Arturo, pero el rostro de esfinge del director permanece siempre inmutable, incapaz de ofrecer una sola pista, menos concentrado en lo que ocurre en ese instante que en tratar de integrarlo todo en un inmenso plano global; lo cual, a juicio de Elena, atenta radicalmente contra la filosofía misma de la improvisación.

Pero más aún, más que sus compañeros, o la ausencia de público, lo que de verdad mantiene a Elena con el culo  clavado al asiento, son las cámaras. Elena ha descubierto en cada una de ellas un ojo artificial. Un ojo terrible e incesante que nunca parpadea. Siete ojos abiertos, siempre fijos en ella, impersonales, inexpresivos, inhumanos. El juego de lentes causa además que quien mira en su interior sienta que está mirando una catarsis, una visión infinita, o a una nada; un vacío capaz de arrebatárselo todo. Esos ojos llevan inscritos en sus retinas semitransparentes la opacidad de la mismísima muerte, y aunque Elena evita posar su mirada tenue en el abismo de los siete, nunca deja de ser consciente de cómo los ojos se retuercen, para perseguirla, en sus grúas articuladas como voyeurs robóticos, con un acoso vomitivo y un desinterés aséptico. Entonces, algo le tiembla por el cuerpo a Elena, y decide que es mejor no salir al escenario, al menos por el momento.

La voz de Lucía es limpia y bien modulada. Uno tiene la sensación de que podría pasarse horas simplemente escuchándola hablar de cualquier cosa. La silla del director cruje ocasionalmente. Aunque Arturo se niegue a reconocerlo, en cierta medida se siente inseguro de lograr estar a la altura de lo que piensa que el público y el mundo del cine espera de él; quizá por eso inventó el cine fragmentarista, un estilo que está basado más en la búsqueda que en la creación. Un trabajo más propio de un analista que de un artista. Delegar toda la responsabilidad posible en los improvisadores. Comodidad, la vía fácil camuflada de transgresión y de un estilo innovador. Éxito apabullante en el exterior, pero una espinita, nunca acallable del todo, de cobardía en el interior.

Lucía da una palmada y hace un cambio de escena; Diego no puede evitar una cara de violenta desaprobación dirigida hacia ella. Arturo se gira hacia su ayudante y le dice que tache lo de que la escena es inservible, y lo cambie por que quizá pueda valer, especialmente el último tramo, si la película acaba incluyendo escenas relacionadas con el abuso de la bebida (ginebra a ser posible) o disertaciones entre eruditas y cómicas sobre el teatro del absurdo. El ayudante tacha y reescribe tal y como le han dicho. Cada escena tiene una ficha con apartados para el tema general que se trata, los giros argumentales, actores que improvisan y cuándo entran y salen, número de cambios, un rectángulo enorme para toda la información extra que se le ocurra al ayudante, y un rectángulo aún más grande para los comentarios del director. En el escenario, Lucía hace un movimiento sutilmente erótico que no le pasa desapercibido al cámara de la cuatro, que separa los ojos del visor y se asoma por el lateral de la cámara para observarla de un modo más natural, aunque mucho más indiscreto. En el banquillo, Elena aún se debate entre salir o no hacerlo. Recuerda que antes le han dicho que estaba prohibido mirar a la cámara en escena, y le resulta gracioso que lo hayan hecho, porque la sola idea de imaginarse la profundidad inerte del Ojo le provoca algo entre un escalofrío y una náusea, y sabe perfectamente que, con prohibición o no, no va a cruzar una sola mirada con su aterradora inmensidad. Nunca. Bajo ningún concepto.


Imagen de ~TheSecondMaker

4 comentarios:

  1. Me alegra volver a leerte Ehse y tu historia me evoca los miedos y los temores, las inseguridades reflejadas en el personaje de Elena, cuando esos siete ojos artificiales que son las cámaras la intimidan y la hacen sentir tan mal, frente a la seguridad ya sea por su formación en Diego, como por su experiencia en Lucía, reflejada en estos dos personajes que sin problemas escenifican e incluso se permiten improvisar (Lucía) sobre la marcha.
    Un abrazo!, es una historia como la vida misma.

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  2. Improvisar, ser como tu personaje quiere ser, y ser observado implacablemente, parecen incompatibles, pero he ahí la magia del cine.

    Siete ojos y una sola proyección.

    Mis respetos por esa capacidad narrativa.

    Besos Calados.

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  3. Un texto muy complejo , me recuerda a tu texto de Solipsismo, me ha gustado mucho ,ya me llamó la atencion entonces esa capacidad que tienes para hilar y construir la historia ,sentimientos y pensamientos de los personajes como una colmena, a mi me parece dficilisimo, no tenerlo en la cabeza, si no plasmarlo en el papel, por momentos he sentido la atmosfera del rodaje, densa intrigante e irrespirable, se podia cortar con un cuchillo, si es eso lo que pretendias enhorabuena¡ personalmente no quitaria ni una coma ,cuando leia tu texto no he podido evitar imaginarmelo no en pelicula (creo que el "culpable " ha sido el ayudante garrapateador y las fichas ) pero si hecho en fotogramas , ( las siete camaras en uno, la cara de ella descompuesta en otro,muy comic pop) ,en blanco y negro , con algun toque de color en determinadas escenas pero no demasiado, quizás, garrapateado por el ayudante garabateador o el director o el chico de los cafes,le daba aire sin perder la esencia.Un final digno del fragmentarismo.

    Suerte en el estreno :)
    k

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  4. Pues ahora me he quedado con ganas de ver cine fragmentarista, con un trabajo de montaje más analítico que creativo y con actuación improvisada. Me gusta cómo has descrito el trabajo del director y los sentimientos de los actores. Un texto largo pero que se me ha hecho ameno de leer.

    Salud y abrazos.


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