28/4/13

PROLISA

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Es casi una hora de trayecto en tren, siempre el mismo. Mucha de la gente que me acompaña en el vagón también es la misma de siempre. Podría decir de memoria la parada de la mayoría de ellos, y más de uno de ellos podría hacer lo mismo conmigo. Esta noche he tenido un sueño realmente extraño, pero por ahora prefiero no hablar de él. Las ocho de la mañana no es momento para sueños; ni para quien está yendo a trabajar ni para quien vuelve de fiesta. Los sueños tienen otro horario.

Llegando a la estación de Pitis, el amanecer se descubre como un gigante soberbio, una emboscada granate difuminada por las leves nubes que perfilan las cuatro torres de Madrid, y se extiende a lo largo de ellas, como si fuese a devorarlas. Es una figura imponente y sobrecogedora, un amanecer violento, un cielo volcánico, una demostración de poder. Te hace pensar en la posibilidad de postrarte ante algo más grande. Algunos de los mejores amaneceres de mi vida los he visto precisamente desde la ventana de este mismo tren.

Cuando entro en la oficina, todo está ya en marcha. Aquí trabajamos con palabras. Básicamente somos los que hacemos que todo funcione con ellas. Al principio la empresa no era más que una fábrica, que se dedicaba a la producción y envío de palabras, especialmente para ser usadas en bares y restaurantes, según me cuentan los más veteranos. Al parecer, decorando las paredes del despacho del director está el menú de un restaurante con la primera palabra impresa que se produjo aquí. Hoy en día es una empresa mucho más grande, con distintas sedes, y cientos de áreas, y fábricas y almacenes repartidos por todo el mundo. Por lo que a mi respecta, trabajo en un departamento dentro del área de reciclaje.

Voy andando por el pasillo y ya está todo el mecanismo en marcha. Los teléfonos suenan, los cafés se apuran, los papeles vuelan, las manos teclean siguiendo el ritmo de la fotocopiadora, más de una mirada se desvía cuando pasa, precedido por su dueña, el culo de la rubia del departamento de solecismos. Atravieso el umbral de una puerta, sobre ella está escrita una palabra: mamihlapinatapai. No es el nombre oficial del departamento, mucho menos el original. Este se lo he puesto yo, la ocasión merece el homenaje, y últimamente estoy consiguiendo que se sumen partidarios.

Hago un saludo general en el despacho a las cuatro personas que hay dentro. Una montaña de papeleo en mi escritorio se inclina levemente haciéndome un saludo en forma de reverencia. Los viernes suele traer sombrero, y se lo quita al darme los buenos días.

Ayer se hicieron más de nueve mil. Preocupa que la tendencia sea siempre ascendente, aunque claro, a la empresa le beneficia mucho: son palabras que se han vendido y ahora recuperamos intactas. Antes de ponerme con ellas, en media hora para ser exactos, tengo una reunión con el departamento de plagios. Vamos a tratar de aunar esfuerzos en nuestras operaciones, ya que, en esencia, un plagio no es otra cosa que una forma de reciclaje. El papeleo tendrá que esperar.

Más de nueve mil. Más de nueve mil ocasiones. Discursos que ya estaban preparados, a punto de ser dichos, pero que cuando alguien abrió la boca para pronunciarlos, simplemente quedaron mudos en sus bocas. No fueron capaces de atravesar los veinte centímetros de aire hasta el oído de su destinatario, o quedaron atrapados antes de convertirse en unos y ceros en el cable del teléfono. Nueve mil lenguas mordidas, nueve mil corazones parados. Entonces yo cojo todas y cada una de esas palabras, las clasifico, las separo y las preparo para que otra persona pueda usarlas, esta vez de verdad. Rompe el alma ver cómo una de las palabras que más se repiten es “quiero”.

Salgo pitando. Plagios está al otro lado del otro edificio que está al otro lado de la calle. Por el camino me cruzo a Iván, que le toca turno de guardia. Todos en la empresa tenemos que turnarnos para hacer guardia, mirando disimuladamente, pero sin parar, a las grandes agujas de la esfera cristalina para asegurarnos que se mueven, para saber sin ningún tipo de duda que todo sigue su ritmo, porque, como todo el mundo sabe, el tiempo pasa hasta diez veces más lento en el trabajo si nadie mira el reloj. No es una actividad que a los jefes les guste especialmente, lo cual resulta contradictorio, porque ellos también quieren irse a casa cuanto antes.

Cruzo la calle, el sol se ha cansado de desangrar el cielo y ahora me sobrevuela lanzando cálidos rayos para tratar de paliar un poco el frío. Atravieso el umbral a través de una pesada puerta de cristal. En mitad de un pasillo del edificio del otro lado de la calle hay un revuelo enorme. Al parecer la semana pasada se entregaron quince cajas con la palabra “bala” que debería referirse a munición, pero en realidad, por un fallo en la cadena de montaje, tenían significado de fardo de paja. Esto ha desencadenado una serie de acontecimientos, que a la larga han terminado causando una invasión de animales de granja en un campo de tiro de Asturias, y cientos de militares que en vez de disparar vendían huevos de gallina recién ordeñados y filetes de queso de cabra.

Llego a la reunión. Mi exposción es brillante. Consigo perfilar la idea al detalle de forma clara. Incluso utilizo algunas palabras en desuso, de las que cogen polvo en nuestros almacenes y de las que quieren librarse de una vez por todas. Todos quedan encantados, sonríen y se muestran satisfechos; hasta que alguien hace la pregunta: ¿algo más que añadir? Y naturalmente no tengo nada, ya está todo dicho, pero me faltaba añadir esa floritura. Los jefes se levantan, se abrochan las americanas y se marchan murmurando, con ese murmullo vacío pero con ínfulas de trascendencia que constituye el lenguaje de muchos jefes —y de personas en general que tienen la teórica obligación de saber más que otras aunque en realidad no sepan qué decir— y que aquí producimos triturando y mezclando restos de palabras que ya no sirven para otra cosa. Ya me avisarán con algo, es lo único inteligible que dicen.

No es la primera vez. En el fondo siempre es lo mismo. Al final lo de menos es el contenido, lo que cuenta es el envoltorio. No sólo en esta reunión, pasa con todas las palabras que usamos. No es tan importante que lo que dices sea interesante, como que suene bien. La retórica relega las ideas al olvido. Una frase superficial pero bonita valdrá mil veces más que una verdad incómoda, vulgar o complicada. Esto hace que a veces pierda la fe en este trabajo, es como esmerarse en hacer relojes que marcan perfectamente la hora, y la gente prefiera comprar uno parado porque lo tienen en más colores.

A la hora de la comida, bajo a la cantina con mi amigo Alfred Conan, que solía estar en el departamento de anglicismos hasta que le pasaron a barbarismos. Nos sentamos los dos en una mesa de dos y sacamos comida para dos. Yo le cuento mis problemas, pero los simplifico un poco para no aburrirle con ellos. Él me cuenta a su vez los suyos, que esencialmente resultan ser demasiado simples para que pueda empatizar con ellos, por lo que termino aburriéndome un poco.

Cuando vuelvo a la oficina, a la mía, a la que está al otro lado del edificio que está al otro lado de la calle, las cosas están más tranquilas. La fotocopiadora solo está operativa de cuando en cuando, así que las manos teclean desacompasadamente, hasta que de vez en cuando una decide espontáneamente tomar la delantera, y todas siguen su ritmo durante un rato, hasta que los errores se acumulan, y el ritmo se mezcla demasiado y de nuevo se convierte en un abigarrado tecleo sin son ni ton.

El resto de la tarde es rutinaria. El monstruo de la modorra ataca sin piedad, normalmente muere a base de cafés, pero hoy parece alimentarse de ellos. Por lo demás, puro papeleo, hojas que van desde mi cabeza hasta la de otro, y de allí al olvido permanente. Desanudar gargantas, sacar las palabras que han quedado ahí encerradas, comprobar que siguen estando en perfecto estado, meterlas en sus respectivas cajas, etiquetarlas y almacenarlas para que mañana otros puedan usarlas, esperemos que con más suerte.

Cuando termino, la única luz que queda encendida en la planta es la mía. La luna amanece plácidamente en el horizonte. Apago, y en completa oscuridad, nadie me ve salir por la puerta del edificio. Tal vez entonces eso signifique que me he quedado dentro toda la noche.



Guillermo Pavón Gray
Producciones Linguísticas S.A. (PROLISA)
Departamento de Reciclaje. Sección Palabras Mudas.

1465 Palabras
Coste por palabra: 0,0009 €
Descuento de empleados: 20%
Total artículo: 1,06 €




10/4/13

El juego de los solecismos

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Desde lo alto de su torre blanca, a cientos de metros sobre el suelo, Clara, asomada a su blanco balcón, contempla el mundo. No deja de ser sorprendente que desde su distinguida posición decida, de cuando en cuando, doblar todo lo largo de su mirada de ojos cristalinos, para dedicarla un segundo a la sombra de los que estamos abajo; dejando caer, de cuando en cuando, alguna paloma mensajera blanca, que me visita con intenciones mucho más amables que el, de otra forma esperado, cagarse encima.

Desde luego, soy consciente de que el hecho de que un pobre paria como yo caiga en las garras del amor de una dama como ella no deja de ser un error; desde los puntos de vista social y pragmático como poco. Sin embargo es uno de esos errores que yo no he elegido. En ningún momento he ido buscando tropezar con esta piedra, ha sido la piedra quien ha venido volando hacia mí y tras una hábil llave me ha dejado tirado en el suelo. Por tanto no me siento especialmente culpable o incómodo con este error, todo lo contrario, lo veo sencillamente como una parte de mí, otro de mis apéndices involuntarios, de los bagajes con los que cargo, o por los que me dejo llevar.

Dada la desacertada naturaleza de este sentimiento, es más que evidente que cualquier intento de declaración abierta por mi parte queda automáticamente restringido. Tal atrevimiento tan solo generaría un trastorno que involucraría a su familia y todas las redes que esta comporta, del que yo saldría gravemente perjudicado, y es altamente probable que ella también.

Sin embargo, siendo hábiles, no hay nada que me impida valerme precisamente de la naturaleza errónea de este asunto y convertirme en un pequeño agente del caos, un vulgar tahúr, y jugar —porque en realidad, lamentablemente esto no es más que un simple juego—, jugar, como decía, al juego de los solecismos.

Este juego es sencillo en sus reglas, pero sumamente estimulante. Consiste en disimular pequeñas insinuaciones, camuflándolas como errores léxico-gramaticales; como un sigiloso contrabandista de emociones. Cuanto más sutil sea, mejor. La primera vez fue en una carta, una de tantas, cuando en respuesta a una de sus preguntas me salió solo, como una revelación inconsciente, un “me gustas mucho el teatro”. Rápidamente me di cuenta de lo que el azar había creado, y las posibilidades que ello ofrecía se materializaron en mi mente mucho más rápido que el instinto por borrar mi vergonzosa falta.

Después de eso, comenzaría a llegar un solecismo en cada carta. Mejor cuanto más sutil, como ya he indicado, no necesariamente por seguridad, pues la idea de que yo era un patán que ni siquiera era capaz de escribir correctamente constituía una barrera lo suficientemente sólida como para ocultar mis aleves intenciones ante los protectores de mi dama, sino por pura diversión, por sacarle todo el partido posible al juego. “Nada en el mundo me gusta más que tú habilidad para darle la vuelta a las cosas”. Así, resultaba más estimulante una letra que una palabra, una coma que un hipérbaton, una polisemia que una tilde.

Ella nunca respondió o hizo mención alguna en sus cartas a mi juego de los solecismos. Y eso que nada me hubiera gustado más que comprobar que ella era aún mejor que yo, ser ganado en mi propio terreno. Elevarlo a la categoría de competición, de duelo donde —como en la vida— el que más gana es el que mejor falla. “¿Qué es lo que más te gusta, cuando bes arte en galerías?” (y entre ese “bes” y ese “arte” había una distancia cien veces calculada y mil veces medida, aquella que fuese la mínima posible, sin acercarse demasiado).

Algunas veces, hastiado de su vil silencio ante mis insinuaciones, me volvía un poco más soez, y soltaba un arriesgado “te tengo ganas de verte”. Pero por lo general esto no ocurría. Tenía la delicada intuición de que cada partida, cada jugada, resultaría más impactante cuanto más desapercibida pudiese pasar. Y así era, así me dejaba llevar por el juego de los solecismos, sin saber muy bien lo que buscaba con él. Sin ser más que una faceta más del irracional ideal que sentía por ella. Un error voluntario al fin y al cabo, una cadena de estos errores más bien, y, como tales, carecían de planes, de principios y de toda matemática.

Y, hablando de matemáticas, me despido. Besos, coma catorce.





Por cierto, Se llamaba Pandora vuelve a la carga con un relato de una serie que formará el epílogo. Puede leerse aquí. Además aún no puedo adelantar nada, pero se acercan grandes novedades...

3/4/13

Dos apuntes de termocromática

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A continuación se exponen dos notas escritas a mano por el catedrático Alfredo Silvero Suárez en los márgenes del libro "Astrophysics of perpetual motion" (página 31). Presumiblemente fueron escritas como preparación para su asignatura, Psicotérmica I, de nueva implantación en la Universidad de Valencia, que, lamentablemente, nunca llegaría a impartirse:


Al analizar las propiedades de la luz, nos encontramos con que dentro del espectro electromagnético visible, los colores rojo y naranja son los que poseen mayor longitud de onda, y por tanto menor frecuencia. Por el contrario, las frecuencias más elevadas están reservadas a los colores azul y violeta. Para una onda, hablar de una frecuencia mayor es equivalente a hablar de una mayor energía. Sin embargo, de forma notablemente poco consecuente con su realidad física, tradicionalmente se ha decidido denominar colores cálidos a los primeros y fríos a los segundos.


Algo análogo ocurre cuando por la noche nos tumbamos de espaldas — sobre la hierba, la arena, o el cemento — a observar las estrellas. Perdiéndonos en la infinidad de patrones y formas que encontramos en esos puntitos brillantes, nos olvidamos de que lo que observan nuestros ojos son en realidad gigantescas cantidades de materia en combustión nuclear, produciendo inconmensurables cantidades de energía. Así, en nuestro mirador nocturno, a unos cuantos años luz de distancia, con el frío de la noche en nuestros huesos, acabamos realizando, de forma totalmente inconsciente, otra relación inconsecuente; al tomar como sinónimos dos palabras tan opuestas como “estrella” y “frío”.



La foto es un observatorio de la Antártida. Me lo estoy planteando como destino.