19/3/13

La droga perfecta.

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Eva tiene unos ojos de un verde intenso, como el mar. Tanto que se dice que sus lágrimas son las más saladas del mundo. Mi mirada se suspende en su iris mientras acaricio su cuerpo, y sonríe felinamente cuando atrapo su pezón en un ligero pellizco. Beso sus labios, mi boca se pasea por el mirador de su cuello, y se emancipa bajo el lóbulo de su oreja. Después se desliza sobre mi aliento, como una pluma, en un paulatino desfile hacia su hombro, circunvala para no omitir bajo ninguna circunstancia la serranía de sus pechos, y con un aire perplejo, apunta en dirección a sus piernas.

Estamos en casa de Fran, a quien la fiesta se le ha ido de las manos por cuarta o quinta vez consecutiva. Corretea de un lado a otro, preguntándose de dónde ha salido tanta gente, y de dónde han salido ciertas personas en particular; si son amigos de amigos, y en ese caso de quién. Su ojo, que a estas alturas ya podríamos considerar experto, vigila inquieto que nadie rompa nada, ni robe nada, ni haga nada que no cumpla las normas que él da por sentadas. No es la primera vez que le pasa. No sé hasta qué punto lo encuentra divertido, pero al día siguiente le tienes siempre con sonrisa de oreja a oreja y preguntándole a todo el mundo si no fue genial su fiesta de la otra noche, si no fue brutal, increíble, un auténtico desfase. El perfecto coleccionista de aprobaciones. Una chica me coge inesperadamente del brazo, lleva un buen rato buscándome. A Eva también se le ha ido la fiesta de las manos, y tampoco es la primera vez que le pasa. Cuando llego, Eva se sostiene en un equilibrio precario, derrumbada sobre la taza del váter, agarrándose con ambas manos a la loza, con la cara empapada de lágrimas, vómito y maquillaje corrido. Pregunto, pero nadie sabe lo que ha tomado, ella menos. Probablemente un surtido de varias sustancias; su bolso huele como un laboratorio. Finalmente una chica sugiere que cree que puede que la haya visto compartiendo algo parecido a unas pastillas; otra que tal vez fuese ella quien se estaba empolvando la nariz en el baño; la primera asiente, y dice que eso fue después que vomitara la primera vez. Acaricio el pelo de Eva, y le susurro palabras, aunque no signifiquen nada. Sé que de algún modo mi presencia siempre le ha resultado tranquilizadora. Tiembla frágilmente. La luz parece evitar mojarse en sus ojos rojos. Eva balbucea sonidos incomprensibles, después se convulsiona con una nueva arcada, aunque ya no queda nada que soltar.

Rodeo su ombligo con la lengua, haciendo un obligado recorrido por los tres lunares de la zona. Ella se muerde el labio y lo acaricia con un suspiro largo. Me entretengo aquí  un poco más de la cuenta, ambos sabemos dónde estará inevitablemente mi boca dentro de unos instantes, pero antes le toca sufrir un poco, toca imaginar antes de sentir. Mis dedos se deslizan recios de sus tetas a sus caderas, haciendo la presión justa para no arañar su piel. Dos de ellos se enredan traviesamente en su vello. Suelta una risilla infantil y juguetona; puedo sentir lo muchísimo que me desea en este momento, el hormigueo que se explaya por su cuerpo. Separo mi boca y la observo relamiéndome los labios, alargando un poco más lo inevitable, anticipando la obviedad que está a punto de desatarse. Ella, impaciente, levanta un poco sus caderas.

Estamos en una playa desierta. Es otoño y el tiempo amenaza con una fría lluvia en cualquier momento. Hemos dejado los abrigos en un montón sobre el suelo, y correteamos por la arena de un lado para otro, riendo sin parar. Esta vez he decidido probar un poco yo también, aunque en menor dosis, como un ventanuco al mundo de Eva. Nos reímos literalmente de cualquier cosa, de la situación, de los comentarios que decimos, de sus pintas, de las mías, del cielo, de la arena... cuando ya no queda nada de lo que reírnos, nos reímos de nuestra propia risa, y rodamos por el suelo entre carcajadas intentando coger algo de aire. En cierto momento se detiene y me mira muy seria. Se seca algunas lagrimillas alojadas en sus pestañas, capaces de apresar un bosquejo del fulgor verdoso de sus ojos. Con semblante solemne, me dice que ahora mismo puede ver dentro de mí, más allá de como soy en la superficie, que es capaz de comprenderme holísticamente. Me acaricia la cara como si de verdad estuviese acariciando mi alma. Me dice que nunca se ha atrevido a decírmelo así, con estas mismas palabras, pero que me quiere de una forma demoledora, no sabe expresarlo de otra manera. Vuelve a reírse otra vez, pero ahora lo hace de pura felicidad.

Me acerco a la cara interna de su muslo izquierdo. Lo chupo, después lo muerdo; su homólogo derecho no tarda en recibir el mismo trato. Rodeo su coño, dejo caer mi aliento cálido y pesado sobre él, que me espera con un brillo acuoso. Ataco con leves roces con la lengua, probando un sabor ya conocido. Agarro sus piernas con mis manos, hundo mi cabeza, con un poderoso lametón, como si quisiera arrastrarla con la lengua, dejándolo todo ensalivado. Un posterior soplo de aire frío es correspondido con su ronroneo. Abro sus labios, los atrapo entre los míos y tiro de ellos. Adelanto, retraso y circunvalo, explorando, redescubriendo un lugar que tengo eternamente grabado en la memoria.  Avanzo, retiro y rodeo; recalco, insistiendo a cada gemido, a cada suspiro, a cada risa. Levanto la vista y allí, más allá de su ombligo, de las gotas de sudor, más allá de sus pechos, de su espalda arqueada y de su boca húmeda, se clavan con lujuria en los míos sus ojos verdes, las luces glaucas de mi reina de las mareas.

Me escupe de nuevo en la cara. Esta vez ni siquiera trato de limpiarme. Grita histérica. Intento sujetarla para que me preste atención, pero ella me araña los brazos, me golpea, me chilla con sus ojos cetrinos, me escupe, me empuja contra la boca del metro. Sus golpes son cada vez más débiles, hasta que se derrumba marchita a mis pies y me clava las uñas en las piernas, apretándolas con sus últimas fuerzas en un rastro de rabiosa impotencia y me repite que me odia, que estoy destrozando su vida, que ojalá me muera. Me lanza destellos torvos entre lágrimas y espasmos en el suelo. Sus ataques rasguñan la piel, pero destrozan por dentro. Ahora mismo solo puedo odiarla a muerte, de impotencia, porque la quiero de forma descabellada. Gotas de sangre resbalan por su nariz tiñendo el suelo de un granate anárquico. Da un golpe perdido en mis zapatos. Me tira del pelo, me zarandea. Pálida y ojerosa, con los pómulos marcados, arrastrando como puede sus últimos gritos desgañitados. A lo lejos, el amanecer comienza a  atacarnos por la espalda. Eva me llama hipócrita de mierda antes de rendirse, de abandonarse al llanto y a las pesadillas.

Mis dedos se aprietan en su interior, presionando, repiqueteando con su ritmo enarmónico ascendente. Mis labios se amorran a su clítoris, succionando; a veces intercala y son los dientes quienes ondean con rozamiento en su delgada costa, o la lengua, que empuja, lame, tamborilea y vibra en una rotunda letra erre. Su mano se ha apoderado de mi pelo, jugando a revolverse en una concatenación de cariciarañazos. Hace un rato que ni siquiera pienso en lo que hago, me dejo llevar con tanta voracidad como lujuria. Adicto a su química, hambriento y sediento de ella y de su flujo. Ella se retuerce y vaiviene, con grititos ocasionales, arrugando las sábanas. Me gusta tenerla ahí, en la cuerda floja del orgasmo que se tensa tras el primer “no pares”. Y no paro, intensifico el banquete, de forma glotona, labiolamiendo lúbricamente hasta que como olas, con fuerza oceánica, se derrama sobre mí, toda ella, desde mi boca hasta sus ojos, mi princesa de las marismas, mi reina de las adicciones.


6/3/13

Retales de una última noche

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Cuando llegamos a la casa, la puerta ya esta abierta. Para encontrar el sitio, sólo había que seguir la música; a estas horas es el único lugar de este barrio residencial que parece albergar vida en su interior. Unas botellas vacías salen rodando a recibirnos, seguidas poco después de un chico, que recoge una de ellas, la mira con sorna, y la lanza apuntando a una piscina llena de fango. Después nos lanza una mirada divertida, dice que hace horas que ya no queda nadie en el jardín y nos hace pasar. Fuera, las nubes se arremolinan, avisando de la inminente llegada de una tormenta decisiva, así que le seguimos.

Dentro la fiesta continúa entre botellas, gente, música y humo. Laura me presenta a algunas personas, no soy capaz de retener ninguno de sus nombres. En cierto momento parece vislumbrar a alguien, se mete entre la multitud y la pierdo de vista.

Si he venido hoy aquí, si estoy de pie ahora mismo en medio de este caos multitudinario, es por ella. A estas alturas se cumple un año y cuatro meses desde que la vi por última vez. Tres meses más desde que caí en la cuenta de que estaba ciegamente enamorado de ella. Hablo de amor en su forma más incondicional, en el sentido de perder completamente la cabeza por otra persona de la manera más estúpida, de un inane recorte de neuronas, hasta que ella se convierte en un elemento constante en tu pensamiento, y hasta en las tareas más insignificantes del día a día, vives una doble vida, en la que ella está imaginariamente contigo.
Ahora por fin he venido a su ciudad. Llevo varias semanas sin pegar ojo, recordando hacia delante el encuentro que aún no se había producido. Con estrés y ansiedad, y apretando los dientes con fuerza sin darme cuenta, cada dos por tres. Tengo miedo de que la conclusión de este viaje sea la aceptación sin letra pequeña ni vuelta de hoja de que no tengo ninguna posibilidad con ella. Me mata esa incertidumbre; no tengo ni idea de lo que ella piensa de mí, de la opinión que le merezco más allá de la obviedad de que no me odia, pero el hecho de que se haya ido con otra gente y me haya dejado con un grupo aleatorio de amigos no alimenta precisamente mis ánimos optimistas ni mis ganas de fiesta.

De vez en cuando se escuchan crujidos en las paredes, golpes, objetos pesados que ruedan por las escaleras, gritos y el fragor de la tormenta que ya se ha desatado fuera. Se desprenden trozos de pintura, yeso y astillas del techo. Alguien dibuja graffitis en una de las paredes de la casa. Me acerco a una mesa que hace las veces de barra y me sirvo una copa bien cargada. Un perrazo negro, con la apariencia de un lobo callejero, entra impetuosamente en la habitación. Parece desorientado, corretea de un lado a otro, tirando cosas y destrozando muebles entre ladridos, babeos y gruñidos. Nadie se fija en él, ni siquiera las personas contra las que choca en su disparatada carrera. La bestia se para en seco, inicia un gemido que acaba en aullido y vuelve a la carga, arañando el suelo con las uñas, moviendo la cabeza de forma inquieta, trotando salvaje e indómita. Muerde a una chica en el brazo y la derriba con violencia contra el suelo. Los demás de su grupo continúan la conversación. La chica se levanta y hace un ligero y disimulado amago de limpiarse la sangre con una mueca de normalidad sobreactuada. Luego sigue hablando con los de su grupo. El perro desaparece por una puerta.

Se me acerca un chico. Creo que es uno de los que me ha presentado Laura antes. Ha descubierto que escribo, y me dice que él es poeta. Me lo anuncia con una altanería confiada, como si eso le diese algún tipo de superioridad moral sobre el resto de los mortales. Me cuenta que nosotros, los escritores (pero indudablemente se refiere exclusivamente a él), tenemos una concepción distinta y extraordinaria de la belleza; y sin embargo todas sus explicaciones se reducen a una serie de tópicos relacionados con que todo se reduce a saber mirar  y a saber que todo tiene un lado abrumadoramente bello para quien sepa encontrarlo. Concatena fusilerías y frases hechas con el desaire de quien conoce todos los secretos del universo. Tras diez minutos de pedante monólogo automasturbatorio, interrumpo su verborrea para preguntarle por la abrumadora belleza de un cáncer de pulmón en fase terminal, pero Shakespeare continúa su discurso sin pestañear.

Si te paras un momento a pensarlo, el mundo es un lugar terriblemente contradictorio. Se da por hecho que las palabras, y las acciones que deberían respaldarlas, por lo general toman direcciones distintas, y que pensar lo contrario significa ser un iluso. Consecuentemente, este axioma también se silencia, construyendo una conspiración en la que todos estamos integrados. Cualquier persona te dirá que odia la falsedad y la hipocresía, y sin embargo estarán dispuestos a hacer y asimilar toda una batería de mentiras (a veces las llamarán piadosas) y una doble moral concreta y generalizada (es decir, ni siquiera valdrá cualquier doble moral). La falsedad del mundo puede resumirse en algunas pequeñas metáforas. Como ir de profundo diciendo que la belleza está en el interior, y acto seguido ir de profundo dedicándole poemas a sus ojos, a su cabello, a su cuerpo...

La pared oeste de la casa se derrumba con estruendo, desvelando el exterior. El cielo fuliginoso avanza con ostentación y furia, y se retuerce en espirales infinitas, como un gigante de barro pugnando por enderezarse. Ocasionalmente, las nubes son atravesadas por feroces rayos purpúreos. Conforme bajas la mirada hacia el horizonte, los colores van tomando tonos granates y anaranjados, que oscilan fantasmagóricamente. El motor en llamas de un avión descansa sobre las ruinas de la casa que había un poco más adelante, girando con una inercia pacífica; de su interior escapan de vez en cuando silbidos agudos. Algunas personas se refugian un poco en la casa para resguardarse del fresco que entra por la no-pared.

Como cuando todo son palabras bonitas sobre que la vida consiste en buscar y cumplir tus propios sueños y después te paran los pies alegando que tienes que ser realista y que la vida es así.

Viene una chica a donde estoy yo. Comienza a hacerme preguntas sobre mí, sobre mi vida, sobre cada uno de mis posibles trapos sucios, con una amabilidad ambigua, que convierte mis omisiones en sibilinos intentos de ocultar cosas que, al parecer, todo el mundo tiene derecho a saber. Si conozco a alguien de la fiesta a parte de Laura, si tengo novia en mi ciudad, por qué no, cuántos rollos he tenido, qué tipo de chicas me gustan, si soy de los que ponen los cuernos... De vez en cuando su mirada se distrae con la ceniza en suspensión que flota a nuestro alrededor. En el fondo no es que a ella le importe lo más mínimo esa información, o yo mismo, lo que resulta de verdad interesante es la posibilidad de disponer de ella de primera mano si fuese necesario, si en algún momento yo me volviese interesante; todo por la exclusiva. Conseguir popularidad a base de exprimir historias ajenas, y por el camino considerarse un adalid de la verdad. Un chico vomita sangre a pocos metros de nosotros. Mi interrogadora no se desmoraliza ante mi evidente desinterés por la conversación y continúa su avalancha de preguntas, su estrategia de acoso y derribo, como un agente del servicio secreto.

Como insistir una y otra vez delante de todo el mundo, que se enteren bien, que a ti no te importa en absoluto la opinión de los demás.

Un olor a goma quemada inunda el ambiente, impidiéndome saborear mi copa. Ahí afuera el cielo se ilumina con estelass de fuego que cambian de color según cómo les impacte la luz de los relámpagos púrpuras. Residuos de podredumbre verdosa avanzan por las paredes, devorándolas con apetito. El césped del jardín parece una sábana de estalactitas negras. Hay una chica a mi lado con una tubería de cobre atravesándole la pierna. Trata de convencer a su grupito de que, ya que ella no puede seguir bailando, es su deber de buenas amigas el sentarse a su lado y hacerla caso. Por encima de la música, a kilómetros de distancia, se escucha alguna clase de ruido sordo, como una vibración histriónica.

Como todos los fumadores que, mientras se encienden un cigarro, te miran y con actitud madura repiten: "tú no empieces".

Levanto la vista y al fondo está Laura. El verla mirándome pausadamente, con su leve sonrisa y su piel pálida, y la estampa del cielo desmembrándose sosegadamente a su espalda es mágica, hace que se me corte el aire. Me acerco a ella, atravesando entre personas que siguen bailando y bebiendo, entre grietas que se abren en el suelo, trozos de hormigón que se desprenden del techo y algún cuerpo inmóvil que ocasionalmente es apartado con empujones del pie para crear más espacio en la pista de baile. Shakespeare y Miss Gestapo parecen estar haciendo buenas migas y charlan animadamente.

Como que el dinero no da la felicidad y hacerte fotos delante de cada coche caro con el que te cruzas, o considerar denigrante el trabajar de reponedor en un supermercado. Como yo en el fondo sigo siendo un niño, y tener los próximos veinte años de tu vida planificados.

Laura me espera pacientemente. Me da su mano cálida y salimos fuera. Nuestras cabezas están cubiertas por una bóveda de humo oscuro, que intercala entre el violáceo y el granate. Lo contemplamos como quien mira un cielo estrellado. Siento mis latidos estallando en la punta de los dedos. Donde antes estaba la piscina ahora hay un tremendo hoyo, un hueco perfectamente perfilado e infinitamente profundo, el mismísimo paradigma del vértigo. Desde donde estamos, la música queda silenciada por los quejidos de la tierra y los silbidos del cielo. El aire se agrieta como un espejo roto entre crujidos, y algunos pedazos se desploman y se estrellan en el suelo, o caen hacia el cielo y se pierden haciendo agujeros entre el humo. El tiempo se desmenuza en nuestras manos, la realidad se vuelve arena. Me pierdo en la mirada meliflua de Laura. Ella me besa, la atrapo entre mis brazos y le devuelvo el beso. Después la separo y le pregunto si quiere que salgamos de ahí.

Imagen de ~Neriak

El vídeo de nuestro recital "Se llamaba Pandora" sigue estando disponible en Youtube. Podéis verlo simplemente haciendo clic aquí.