20/11/12

Manual para cadáveres emocionales

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I

La diferencia de luz es la única manera de distinguir entre las nueve de la mañana y las nueve de la noche para un hombre sin ocupaciones. Cualquier ocupación carece de todo sentido para un hombre sin interés.

Edgar apoya la espalada en la fachada de un supermercado. Enciende un cigarro, se rasca la barba, observa la gente que entra y sale del establecimiento, se cuenta los años uno por uno.

Todas las personas de la historia que consiguieron algo en su vida lo hicieron porque les movía la pasión. Es un hecho inapelable, la pasión es la fuerza que mueve el mundo, ya sea una pasión más noble, como el amor o la búsqueda de la sabiduría, o una considerada más rastrera, como la ambición de riquezas o la venganza. Pero no puede discutirse: que la pasión es el engranaje maestro es algo que conoce perfectamente todo aquel que haya dejado alguna vez de comer, de dormir, de ver a otras personas, de pensar, de existir... todo por arrojarse y dejarse arrastrar por la marea de un vehemente impulso del corazón.

Desafortunadamente para él, Edgar no era uno de ellos.

Una chica sale del supermercado. Lleva  unos cascos con música a todo volumen que Edgar puede escuchar desde donde está sin hacer ningún tipo de esfuerzo. Comienza a seguir a la chica de lejos, por aburrimiento, con parsimonia. Edgar tiene la teoría de que alguien que escucha música a tan alto volumen lo hace por una de estas tres razones: o bien para llamar la atención, o bien porque necesita genuinamente sentir la música tan fuerte y cercana como sea posible, o bien porque, ante todo, necesita desesperadamente no escucharse a sí mismo.

Edgar recordaba que hubo un tiempo en el que sí se dejó mecer por los hilos de la pasión, que tenía curiosidad por el mundo que le rodeaba, y que había ciertas cosas que, con solo pensarlas, le producían un inevitable cosquilleo en la boca del estómago. Hubo un tiempo incluso en el que llegó a estar enamorado. La mujer en cuestión era completamente inalcanzable para él, y lo sabía desde el principio (enamorarse de alguien accesible habría sido demasiado fácil, demasiado prosaico, demasiado poco poético).  Contra todo pronóstico, ella le acabó dando una oportunidad, una sola, que él desaprovecho miserablemente. Es importante recalcar aquí hasta qué absurdo punto puede ser capaz una persona de, conscientemente, boicotear su propia felicidad.

La chica de la música atronadora entra en un portal sin que ocurra nada significativo en el proceso. Edgar sigue caminando en la misma dirección que antes, pasando de largo el portal de la chica y echando un rápido vistazo. Continúa calle abajo por esa dirección por inercia, sabiendo que no le llevará a ninguna parte, pero que el sentido contrario tampoco lo hará.

Al cruzar el segundo semáforo, su móvil vibra con un mensaje de Celia. Pregunta si tiene planes para esa noche, y acaba con una carita sonriente guiñando un ojo. Si Edgar lo analizase con detenimiento, probablemente le sorprendería el hecho de que su falta de amor por todo lo que le rodea resulte en una paradójica atracción para muchas mujeres, como si hubiese algo en su aura de cinismo que les hiciese mojar inevitablemente las bragas.

El sexo iba más allá de poder catalogarse como algo frío o mecánico. A pesar de todos sus esfuerzos, Edgar era completamente incapaz de establecer el más ligero vínculo con la otra persona, aunque su boca se hubiese aprendido de memoria hasta el lugar más recóndito de su cuerpo, aunque hubiesen gemido al unísono, aunque las caricias, aunque los orgasmos. Sentía todo eso como algo ajeno, como si él no perteneciese allí y lo estuviese viendo desde fuera, como si fuese el espectador de una película porno de otro planeta.

“La clave para ser feliz es hacer lo que te apasiona” era el eslogan de una conocida marca de zapatillas cuya publicidad inundaba las marquesinas de autobuses de toda la ciudad. Dejando a parte el hecho de que era una visión simplista y totalmente sacada de contexto, probablemente estuviese en lo cierto; pero ni en la marquesina más escondida parecía haber nadie dibujando las instrucciones para saber qué hacer en caso de que nada te apasionase. De hecho a Edgar el eslogan se le antojaba bastante obvio: parecía bastante fácil vivir entregándose incondicionalmente a algo que te apasionaba hasta el delirio. Lo difícil era engancharse a algo hasta ese punto (o que ese algo se enganchase a ti, Edgar no estaba muy seguro de cómo funcionaba exactamente el proceso).

En varias ocasiones, Edgar había escuchado a amigos y desconocidos decir lo apasionadísimos que estaban por algo, pero que nunca tenían tiempo; y se extrañaba, porque si algo tenía claro era que en su definición de pasión no había lugar para los peros. Todo lo demás debía ser un simple interludio, y no al revés. Tal vez ocurriese que él se había vuelto demasiado idealista con respecto a ese tema, o tal vez fuese que la gente hablaba de pasión queriendo decir hobby, como quien habla de amor cuando en realidad es “no quiero estar solo”. Era como si en el mundo la auténtica esencia de la pasión, el fuego, aquella voz que era más poderosa que ninguna otra hubiese quedado sepultada por una avalancha de pequeñas cosas mundanas y añicos de grandes causas.

En el siglo veintiuno la pasión no había sido olvidada, pero sí relegada; una de las muchas cosas que todo el mundo sabía que debía ser importante, pero que nadie se tomaba en serio. El virus de la abulia se cebaba sin miramientos, y ni siquiera el eslogan de una reconocida marca de zapatillas podía servir de vacuna.

II

Ahora bien, existía una razón perfectamente lógica, y elegantemente compleja que explicaba todo esto. Compleja en especial para nuestro protagonista, que por razones obvias vivía totalmente ajeno a ella. Edgar tenía un don, un don increíble; algo demasiado maravilloso para ser comprendido, demasiado poderoso para la mente consciente, y su don se convertía en una especie de maldición. Edgar poseía una capacidad de análisis desorbitada, capaz de descifrar cada detalle que captaban sus sentidos y prever cada consecuencia en milésimas de segundo, de forma completamente inconsciente. A esto se le sumaba una imaginación capaz de derribar todos los límites.

De este modo, cada noche, cuando Edgar dormía, su subconsciente tomaba el control y el mecanismo se ponía en marcha. Su imaginación onírica no descansaba, en sus sueños vivía todos sus futuros; cada detalle, cada posibilidad que pudiese ocurrir por remota que fuera, como un potente ordenador su mente la recreaba cada noche. Una, diez, cien veces, pues como todo el mundo sabe, el tiempo en los sueños difiere estrepitosamente del tiempo en vigía.

Al despertarse no se sentía distinto, no recordaba nada, pero cada paso que daba al día siguiente carecía de emoción, pues no era más que un deja-vu. Todo lo que hiciese había sido vivido ya en un sueño, y se manifestaba en su mente no de manera vívida, pero sí totalmente real. Cada noche la visión se repetía y se reforzaba, y cada día se confirmaba una de sus infinitas versiones. No había huida, su vida cotidiana era una redundancia perversa, una muletilla, un chiste que perdió la gracia hace ya muchísimo tiempo.

Su única posibilidad de liberación era, pues, confiar (sin saberlo, lo irónico era que nunca llegaría a saberlo) en que durante un día, la anodina vida de un hombre sin ambición alguna, sin intereses, sin un solo motivo para levantarse por las mañanas, superase con creces la ferviente imaginación de una mente irrefrenablemente creativa.




8/11/12

Estoy de celebración

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Cuando termino de apurar este último vaso, poco me falta para estrellarlo contra el suelo de pura euforia, pero me contengo por la poca cortesía que aún queda en mí. Esta es la noche; estoy a tope. Antes de llegar aquí llevo toda la tarde calentando con cervezas. Después copas de vino, café, bebidas energéticas, chupitos, más cerveza.

He cenado en una hamburguesería de comida rápida. Uno de esos locales donde la comida es tan grasienta que la grasa se te empapa en seguida en los dedos y de ahí a los muebles, a la ropa, por la cara... después es imposible librarse de ella. No sé por qué extraña moda esta clase de lugares no hacen más que empeñarse en intentar venderse como marcas de comida saludable. Para mí está bastante claro que quienes tenemos la costumbre de zampar en esos sitios lo hacemos precisamente porque buscamos la comida basura. Si quisiéramos otra cosa sabemos que existen millones de locales de comida sana, restaurantes de ensaladas e ingredientes naturales, alimentos  macrobióticos, procedentes de granjas ecológicas y cero por ciento. Pero eso no es lo nuestro, lo que nosotros queremos es carne procesada, queremos aditivos, conservantes, potenciadores de sabor, colesterol, queremos que todo esté cocinado en su propia grasa, y lo que no tenga grasa, que se empape en una densa salsa.

Ahora estoy sentado en la barra de un bar vaciando copa tras copa de ron por mi gaznate. No sé cuántas llevo, ni siquiera sé cuántos bares llevo, pero deben ser bastantes, porque estoy a tope. Soy pura energía. Mi enorme cuerpo es un tanque blindado dispuesto a conquistar el mundo. Soy 120 kilos de masa corporal capaces de resistir un apocalipsis. Soy un cohete espacial, y ahora que me he llenado de combustible a base de alcohol y hamburguesas grasientas, soy imparable.

Normalmente suelo ser callado y tranquilo, pero cuando bebo me convierto en lo opuesto. Soy irresistible, el alma de la fiesta, un gorila irradiando energía con cada nuevo golpe en su pecho. Desde el colegio me dijeron que tenía potencial, pero no supe a qué se referían hasta que no descubrí mi primera borrachera, mi primera pelea y mi primer polvo. Tres en uno, todo en la misma noche. Aún me recuerdo a las cinco de la mañana, como la ceja rota, los pómulos hinchados y los labios partidos, con resaca, los ojos nublados, sabor a ceniza y sangre en la boca, los nudillos cortados y envuelto en sudor, sujetando  las caderas de aquella chica y tratando de metérsela sin desmayarme. No sé que tal fue para ella, pero para mí fue inolvidable, en el mejor y en el peor de los sentidos.

No lo había dicho, pero la verdad es que estoy de celebración. Hace exactamente ocho días que me echaron del curro. Solía trabajar en unos grandes almacenes como vendedor de edredones nórdicos. En algún momento se debieron hartar de mí, o de mis resacas, o de mi cara, y me dieron puerta. Hasta aquí todo bien, porque hacía tiempo que yo también me había hartado de ellos. El problema llegó cuando entre todas las cosas que tuve que firmar al acabar, una de ellas me comprometía a estar dos semanas formando al que sería mi sustituto, a cambio yo no recibía ni las gracias. He pasado estos días comportándome como la persona madura y responsable que puedo llegar a ser cuando me esfuerzo. Hasta hoy. Esta mañana he recibido en mi cuenta el último pago y mi finiquito. Tras comprobar que todo estaba en regla he ido a trabajar, y ha comenzado el espectáculo.

Todo pasó muy rápido, y lo recuerdo un poco confuso, quizá por el hecho de que antes de ir decidí vaciarme un par de vasos de whisky para aliviar la resaca del día anterior. Después me bebí otros dos vasos para coger valor y finalmente tres o cuatro más para asegurarme de que no iba a rajarme.

Recuerdo empezar a lanzar fundas nórdicas por los aires y contra las paredes, insultar a mi jefe, al jefe de mi jefe y a un par de jefes más que en realidad poco tenían que ver conmigo y probablemente ni siquiera supiesen quién era yo. Insulté también a algunos clientes, a otros les dije que podían comprar los mismos edredones en una tienda dos calles más abajo por mucho menos precio. Volví a insultar a mi jefe, también a algunos de mis compañeros, escupí al suelo, agité al atónito chico al que estaba formando y le grité que lo mejor que podía hacer era largarse en ese mismo momento y no trabajara allí jamás. Finalmente, dos gorilas tan grandes como armarios de roble y con los nudillos del tamaño de bolas de billar me agarraron por sendos brazos. Les dije que me soltaran, que habían ganado y que les acompañaría gustosamente, pero como un adulto. Lo hicieron. Me atusé las mangas del traje, me aflojé la corbata y me encaminé con ellos.

Dos pasos después me giré y me abalancé con una nueva andanada de insultos y amenazas hacia mi jefe. Acto seguido estaba siendo arrastrado hacia los sótanos de la tienda. Después, golpes en las costillas, en la cara, en el estómago, patadas, puñetazos... cuando pensaron que ya había tenido suficiente, me soltaron en una de las callejuelas aledañas.

Me costó más de diez minutos abrir los ojos, y media hora más ser capaz de sentarme y apoyar la espalda contra una pared. Otra media hora después descubrí para mi alegría que apenas era mediodía, así que me levanté pesadamente y, no sin esfuerzo, arrastré mi culo hasta la banqueta de la barra de un bar. El barman se quedó unos segundos mirándome sin saber si saludarme o llamar a la policía, hasta que saqué un billete y lo deposité sobre la mesa al tiempo que decía: “Póngame una jara de su mejor cerveza. Estoy de celebración”.

Estoy casi seguro de que la imagen es una escena de Seinfield, serie que me han recomendado alguna vez y que algún día tendré que ver. ¿Alguien más la recomienda?